Análisis
Todas las mujeres
"No sé qué cuerpo se les quedará a las transfóbicas si les digo que el feminismo francés de los noventa, de filiación socialista, entendía la biología como “cultural”, concreta y no abstracta", escribe la autora
No sé qué cuerpo se les quedará a las transfóbicas si les digo que el feminismo francés de los noventa, de filiación socialista, entendía la biología como “cultural”, concreta y no abstracta para así romper el vínculo entre masculinidad e individualidad que disfrazado de universalismo republicano, servía para mantener a las mujeres al margen de las instituciones. Este feminismo se empleó con fuerza para imponer la paridad en plena crisis de representación del sistema, uno de cuyos síntomas principales fue la irrupción de la extrema de derecha de Le Penn.
Lo cuenta la historiadora del género más relevante de todos los tiempos. Joan Scott, quien en 1986 escribió un texto que ha supuesto un antes y un después para la historiografía feminista. Su El género, una categoría útil para el análisis científico, traducido al castellano en 1990, introduce una noción compleja de género que ahora no viene al caso reseñar pero que tiene como consecuencia la idea de que la identidad de género, como cualquier otra, es el resultado de una relación y, por lo mismo, está sometida a la transformación histórica.
Joan Scott explicó que no podía haber algo así como una historia de las “mujeres” porque las mujeres no han sido siempre definidas en los mismos términos y de igual manera. No es que las mujeres hayan estado siempre ahí (naturaleza) y en distintos momentos históricos se les hayan atribuido diferentes rasgos y roles (cultura), sino que los grandes debates políticos de la modernidad han ido conformando la categoría de mujer. Scott no es la única que cuenta esto que a feministas biologicistas y excluyentes escandalizaría en pleno siglo XXI. Prácticamente toda la historiografía con perspectiva de género producida desde los años ochenta hasta hoy parte de ahí y eso es exactamente lo que analiza.
Joan Scott ha producido un buen número de monografías y textos analíticos partiendo de esa premisa. La agudeza y la amplitud de su pensamiento teórico se completan con una especialización en historia y cultura política francesa que, siendo ella norteamericana, le permite escribir entre dos mundos y recorrer con igual nivel de precisión ambas realidades intelectuales y políticas. Pero sobre todo, Joan Scott es una historiadora que no solo no elude debates contemporáneos, sino que comprende que la historia es el mejor método para abordarlos. La historia como método.
Sus monografías sobre la paridad o sobre las políticas del velo en Francia son muy buena muestra de esto; como lo son sus inagotables disputas con Judith Butler y la teoría queer. Scott se ha implicado en los grandes debates de los feminismos contemporáneos considerando su implicación en los mismos consecuencia lógica de su investigación histórica y compromiso académico. Recuerden: la historia como método.
En su libro Parité, que leemos estos días en un taller de historia auspiciado por La Marea, Scott explica que a diferencia de las norteamericanas, que estaban con la cantinela de sexo-género/naturaleza-cultura en la década de los años noventa del pasado siglo, que finalmente se sometió a deconstrucción a través de la teoría queer, las francesas que interpretaban la crisis de representación del sistema que mencioné más arriba en clave autóctona, sabían bien que el universalismo republicano implicaba una identificación de lo universal con lo masculino que solo se podía romper reconociendo que los individuos eran seres sexuados, para así, y solo así, eliminar el sexo como condición para la representación.
Se trataba, desde un punto de vista filosófico de, partiendo del carácter enigmático de la diferencia sexual, y de su enorme peso en la determinación de la personalidad humana, no tratar de corregirla ni de exaltarla, sino desbordarla hasta el punto exacto en el que tal desbordamiento produjera desigualdad y abandonar justo entonces. Las cuotas eran, en este sentido, un expediente transitorio: si los hombres habían ganado terreno reivindicándose como individuos en la idea de que el individuo era neutro, no se podía combatir eso dándole el sentido contrario (los individuos son hombres y mujeres) sino actuándolo, haciéndolo visible. Una vez visibilizado, se producirían cambios que revertirían las consecuencias negativas, las desigualdades, derivadas de esa falsa equivalencia. La paridad es una actuación además de una política pública.
Hace casi treinta años que feminismos europeos como el francés trataron de romper la identificación masculino/individuo que excluía a las mujeres de los espacios públicos y políticos poniendo sobre la mesa el carácter cultural del sexo. Y la teoría queer, tan señalada estos días como responsable principal de todos los males que abaten a los feminismos del siglo XXI, y como caballo de trota del neoliberalismo, no jugó ningún papel en ese debate.
En España la Ley de Igualdad de 2007 no deja de estar inmersa en un ecosistema feminista que tiene más cerca a Francia que a Estados Unidos o al mundo anglosajón, a pesar del patinazo intelectual que supone citar en su preámbulo a John Stuart Mill, señor británico del siglo XIX que ya me diréis qué relación guarda con tradiciones intelectuales, culturales e históricas autóctonas. Si hubieran citado a Harriet Mill, con quien John Stuart formó pareja y a la que tanto le debía, pero ni eso. Es broma.
Por cierto que esta tendencia de cierto feminismo español cercano a las instituciones a desvincularse de su propia historia y apelar a un feminismo legendario, a nombres y referencias extemporáneas, choca con su actual denuncia de la teoría queer como foránea. Si tanto les molesta lo que no pueden identificar como parte de su genealogía, deberían ser coherentes al revisar y reconocerse en su propia historia. Menos Virginia Woolf y más Concepción Arenal, ya que estamos.
Sería muy grave que las feministas del PSOE se dejaran llevar por impulsos conservadores por temor a los cambios que puedan introducir otro tipo de sensibilidades feministas recogidas por Unidas Podemos. Ahora más que nunca, cuando las feministas hemos sido señaladas y estigmatizadas como agentes transmisores de una infección de dimensiones bíblicas, debemos sumar o aceptar que estamos condenadas a que nuestra agenda sufra, como ocurre cada tanto tiempo, una campaña de desprestigio y progresiva desaparición del espacio público.
El feminismo no es solo agenda, también es actuación. Lo entendieron las paritesistas francesas socialistas y las siguieron las socialistas españolas que defendieron el sistema de cuotas. Las mujeres trans a las que ahora se les niega incomprensiblemente un espacio lo entienden también. Ser mujer es devenir y, como tantas veces dice Gayatri Chakrovarty Spivak, gran teórica de la subalternidad, porque soy mujer, mujeres. Todas.