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Javier Moscoso: “No hay que convertir mítines políticos en sermones emocionales”

El filósofo Javier Moscoso reflexiona sobre el dolor, las emociones y la autoridad racional, la que nunca –sostiene– "debió abandonarse".

El filósofo Javier Moscoso. Foto cedida

Javier Moscoso (Madrid, 1966) es filósofo e historiador cultural, pero, por encima de todo, es un estudioso de los sentimientos. Su trabajo disecciona cómo se transforman y se modelan las emociones humanas a lo largo de la Historia y cómo su influencia marca la evolución de la Historia, como demuestran algunas de sus obras.

En Historia cultural de dolor, hacía un minucioso repaso por las diferentes formas adoptadas por el dolor a lo largo de los siglos y la fascinación que genera esa emoción. En Promesas Incumplidas, exploraba la historia de la ambición, el resentimiento, la envidia y los celos, en lo que constituye un repaso a las emociones más vinculadas a la rivalidad, pero también a sus opuestas, como la fraternidad, la compasión o la amistad.

Profesor de Investigación de Historia y Filosofía de la Ciencia del Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Moscoso ha trabajado para instituciones de referencia mundial como el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia, el Departamento de Historia de la Ciencia de la Universidad de Harvard, el Centro Alexandre Koyré y el Centre de Estudios del Siglo XIX en la Universidad de la Sorbona, entre otras.

Su ritmo de publicación de ensayos es tan apabullante como la velocidad y la brillantez de su conversación, incluso en los actuales tiempos de pandemia, donde los sentimientos se exacerban y las certezas parecen ser más relativas que nunca. 

Contaba en la Historia Cultural del Dolor que los seres humanos solemos ser muy exhibicionistas con el dolor, algo que contrasta con la narrativa creada por los medios en la pandemia. ¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué hemos intentado ocultar a los muertos?

Hay una forma de representación del dolor muy propia de finales del siglo XX y principios del XXI, y que tiene que ver con lo que yo llamo en el libro que mencionas el dolor contrafáctico, que implica poner el foco en todos aquellos que no han sufrido pero que podrían haberlo hecho. Es típico de cualquier representación de la tragedia del siglo XX. Se cae un avión y se entrevista a todos los que podían haber viajado en él, se les pregunta qué sintieron…

En el caso de la de la epidemia, estamos haciendo recuento de víctimas posibles, algo desconocido en la historia universal de las pandemias. Nunca se había contado una pandemia calculando no los muertos, sino los muertos que podrían haber ocurrido. Es algo absolutamente fascinante, es el modo subjuntivo y completamente contrafáctico del dolor, que tiene que manifestarse, no solamente ponerlo a la luz, en este caso centrándonos en los no muertos y olvidándonos de los muertos, sino también pensar en por qué ocurre esto.

“Se nos está educando en la idea de que la mera percepción de algo ya es una realidad”

Hay muchas emociones y mucha política involucrada. Creo que tiene que ver con una preeminencia de los vivos sobre los muertos, nuestra imaginación proyectiva, con nuestro propio sentimiento del propio ego, la necesidad de construir un relato posible de lo que nos imaginamos que podría haber ocurrido, incorporando nuestros modelos matemáticos y estadísticos para apoyar, de alguna forma, nuestra propia situación presente.

Se trata de un fenómeno en parte conocido desde la antigüedad. Es enormemente grato ver las desgracias que ocurren a los demás porque de alguna forma estimula nuestro propio sentimiento de salvaguardia, pero es todavía mejor pensar que nosotros, además, somos protagonistas de una historia de lo que podría haber ocurrido y, en consecuencia, somos héroes en una de las posibilidades de un relato. 

Esta es una de las características de nuestra presente pandemia y es verdad que los historiadores y muchos filósofos se han dedicado, con razón, a buscar similitudes en otro conjunto de pandemias, o en otras catástrofes, pero las diferencias son muchas. Una de ellas, como tú mencionas, tiene que ver no solo con la idea del dolor contrafáctico y del universo posible sino con la ocultación de la muerte, la ocultación de los verdaderos protagonistas. Es absolutamente fascinante, desde el punto de vista cuantitativo, que en el siglo XXI seamos incapaces de ponernos de acuerdo sobre cuántas personas han fallecido. Es la primera gran pandemia en donde tenemos todos los procedimientos cuantitativos a nuestro alcance para establecer claramente cuál es la magnitud de la tragedia, a la hora de contar muertos, y sin embargo no haya hechos claramente establecidos. No se sabe el número ni tampoco se visualizan los muertos.

Al principio, si recuerdas, se veían los muertos de otros: aparecían los ataúdes de Italia, u otros lugares, pero no los nuestros. No se puede pretender asustar o engañar a la población. Si lo comparamos, por ejemplo, con otras representaciones de la peste en Europa, es todo lo contrario: en aquellas lo que aparece es continuamente la presencia de la muerte. Es la muerte la gran protagonista, con independencia de otras características, y es la muerte la que produce el efecto emocional. 

¿Cómo afecta la ausencia de duelos y entierros a la gestión del dolor a nivel individual y social?

La gestión de la muerte ha estado más encaminada a una gestión meramente política que emocional. Parecía que el duelo solo podía ser colectivo, que solo podía ser común. Además, ha transformado inmediatamente a las víctimas en héroes, lo cual es fascinante desde muchos puntos de vista porque no se puede pretender que, por morir de enfermedad, una persona tenga que ser honrada socialmente. Lo que hace falta es honrar a los vivos que han tenido responsabilidad en la gestión de la pandemia, pero no necesariamente a los muertos.

«Lo que hace falta es honrar a los vivos que han tenido responsabilidad en la gestión de la pandemia, pero no necesariamente a los muertos»

Esta especie de visión política de la pandemia también es fascinante, y también es algo absolutamente desconocido en la historia general de las crisis sanitarias. En las pandemias anteriores, había dos posibilidades, quedarse o huir, y era honrado el que se quedaba. En esta ocasión, sin embargo, los más honrados, aquellos que han estado en boca de todos han sido los desaparecidos, los muertos, a los que de alguna forma se honra como héroes nacionales aunque, sin embargo, el duelo privado nos ha sido arrebatado. Incluso en el ámbito público han salido muy pocas personas denunciando que no han podido tener duelo, que no podían acompañar a su fallecido. 

Esta epidemia no solamente ha adquirido una dimensión política muy grande, también una dimensión publicitaria tremenda en los medios de comunicación. Es una epidemia retransmitida en directo con todo lo que eso significa, con un relato hegemónico que yo creo que implica una connivencia muy grande entre lo que es en el nuevo periodismo, que considero absolutamente despreciable en casi cualquier forma, y la nueva política, de la que tengo una opinión muy similar, cualquiera que sea el signo, con independencia de que pueda tener buenas intenciones.

Podría poner muchos ejemplos. En el caso del periodismo, estamos asistiendo a un fenómeno muy interesante desde el punto de vista de nuestras características emocionales y cognitivas. El periodismo se sustenta en la idea de que dice la verdad, y como la dice, puede contar la verdad de cosas irrelevantes. La mayor parte de las noticias han sido irrelevantes. Sin embargo, muchos de los asuntos de interés público no nos han llegado. Podemos tener la misma noticia, el mismo mantra repetido una y otra vez bajo el pretexto de que se trata de una noticia verdadera y que se corresponde con los hechos y, sin embargo, se nos ocultan, como acabamos de mencionar, los cadáveres en los centros, la información de primera mano de lo que ocurre en las UCI o muchas otras cosas relevantes.

Dentro de la perspectiva de lo que es la necesidad de información, hubiera sido más sencillo que hubiera habido la posibilidad de llegar a distintos lugares, desde los medios más diversos, pero casi todos han hablado siempre, todo el tiempo, de lo mismo, sin mayor amplitud de miras, bajo el pretexto de que es verdad.

Decía Víctor Hugo que, en momentos de crisis, el miserable buscará su oportunidad tanto como en el héroe la suya. ¿Ha exacerbado esta contingencia lo peor y lo mejor de cada uno de nosotros?

Vivimos en una sociedad muy adolescente desde el punto de vista emocional. Creo que estamos presenciando el rebrote de un nuevo tipo de autoridad, una forma conocida aunque no ha sido explícitamente formulada. Normalmente los sociólogos distinguían tres tipos de autoridad. La primera sería la tradicional, basada en el uso de la fuerza, en la coerción, en las multas, etc., como se ha revelado en el estado de alarma, donde quedaba muy claro quién tenía el ejercicio de la autoridad. La segunda sería la autoridad racional: se obedece porque a cada individuo se le convence de que es lo mejor, y la tercera sería la autoridad carismática. “No me obliguen a usar la fuerza, no es necesario que los convenza, simplemente créanme, porque tengo el carisma, las cualidades éticas morales y políticas suficientes como para me crean”.

Pero yo distinguiría otro tipo de autoridad, la sentimental, que apela a lo que serían los sentimientos propios de cada uno. No obedecemos porque nos dé miedo el castigo, ni porque estemos convencidos, ni porque sigamos ciegamente a un líder, sino porque nos dicen que, si no lo hacemos, vamos a ser moralmente cuestionados. Esta idea, muy adolescente y ligada al catolicismo y al sentimiento de culpa, tiene la contrapartida de la recompensa y el castigo emocional. Si no obedeces, eres un mal ciudadano, si lo haces, serás un héroe que despertará simpatía, serás una persona exitosa en el clan social al que pertenecemos.

“Si solo cuentan los sentimientos, al final a quien se le hinche más la vena, o quien tenga más seguidores, es quien tiene la razón”

Este tipo de expresión de la autoridad sentimental está en la raíz de muchos de los acontecimientos que hemos visto, como la manipulación emocional, para bien o para mal. Alguno puede pensar que aplaudir a las 20.00 es algo positivo, pero una cosa es lo que sintamos en nuestro fuero interno, y otra cosa es lo que observamos los científicos sociales desde fuera. A mí me parece que fue manipulación emocional, como lo que ha venido después, o casi al mismo tiempo: las caceroladas, la policía de balcón, el odio al vecino que no se comporta de acuerdo con los estándares, el periodista convertido en delator, el señalamiento de aquellos que merecen nuestro oprobio…

De nuevo, el mundo de las trincheras donde hay unos que supuestamente deben ser objetos y sujetos de nuestra conmiseración social y otros que deben ser objetos y sujetos de nuestro desprecio emocional. Y esto es muy peligroso. Cuando se promueven las emociones desde los poderes públicos o la prensa, uno sabe cómo empieza la historia pero no cómo acaba. Hay quien ya se ha dado cuenta de que, quizás, hay que templar los ánimos, porque empezamos a olvidarnos de que los problemas pueden resolverse con lo que nunca debió abandonarse, la autoridad racional.

No había que sostener ningún otro principio más que la presentación de los hechos, el ejercicio riguroso del razonamiento, el convencimiento de la opinión pública de por dónde debía ir su actitud para resolver un problema sanitario. No había que convertir mítines políticos en sermones emocionales, porque las emociones son muy difíciles de gestionar y porque, a mi juicio, se trata de un ejercicio inmaduro de la política, que subyace detrás de las políticas populistas sean del corte ideológico que sean; son siempre la misma estructura de gobierno mediante el sentimiento, la apelación al fenómeno de trinchera, lo que impide poner razones y argumentos encima de la mesa. 

¿No implica eso un retroceso en la sociedad? Durante la democracia, en España, se ha empleado la autoridad racional, incluso la carismática, pero no la sentimental. ¿Por qué somos más susceptibles a que nos manipulen emocionalmente si ahora tenemos mucha más información de la que teníamos, por poner un ejemplo, tras la Transición? 

No tengo la respuesta. Creo que, como todo, hay elementos positivos y negativos en los nuevos medios de comunicación. Normalmente, los asuntos que me interesan como científico social están ligados a avances tecnológicos. No sería lo mismo la peste europea del siglo XVI sin la imprenta, porque permitió visualizar y dar a conocer diferentes testimonios. Podemos disfrutar viendo El Triunfo de la Muerte, de Pieter Bruegel, en el Prado, pero no suele ir a verlo todo el mundo. Y, sin embargo, gracias a la imprenta se pueden hacer afiches. No hay que perder de vista la relación entre el espacio político y los medios tecnológicos. Y creo que Internet y las redes sociales tienen un papel fundamental a la hora de explicar lo que yo considero que es la infantilización progresiva de nuestro mundo. 

El principio de autoridad racional es el único que debería ser democráticamente aceptado como principio básico de autoridad en las sociedades avanzadas, pero no es así porque hay muchas personas a las que solo se puede convencer con los sentimientos. Además, no es así porque es un procedimiento desjerarquizado, para bien y para mal. La opinión de un experto vale tanto como la opinión de un bloguero y cualquiera puede decir lo que quiera sin que tenga repercusión en la gestión del razonamiento o en la presentación de evidencias. Dicho de otra manera, la persuasión es más importante que la demostración y, cuando se llega al extremo de hacer política basándose en que lo importante es persuadir, estamos todos perdidos, porque se apela a mecanismos emocionales. Cuando no tenemos razonamientos, usamos emociones, como hacen los niños. O como hacen los indignados.

Parece una mala combinación esa indignación generalizada que se ha instalado en la sociedad, como bien señala en varios de sus artículos, y la manipulación emocional. 

La indignación es un argumento persuasivo extraordinario. No hay que quitarle mérito porque no hay nada mejor que el cuerpo de una persona convertido en tabernáculo de la justicia. Cuando uno se indigna, su cuerpo, con independencia de su razón, no es capaz de soportar la visión mera de la injusticia, las venas se hinchan, la cara se enrojece… Es un argumento fantástico que explica el régimen de expresividad de algunos de nuestros líderes políticos en la actualidad. Están permanentemente indignados porque es un argumento casi cristológico, te convierte en una especie de salvador, pero tiene muchos inconvenientes, entre ellos que no pertenece a derechas o izquierdas, ni a la monarquía ni a la república, no es una prerrogativa de la opción política.

“La indignación es un problema muy serio relacionado con la infantilización de nuestro mundo contemporáneo, y con la forma de sentimentalizar la política que nos lleva, irremediablemente, a la trinchera”

El problema es que la indignación establece un juicio de valor que puede ser falso. Nos podemos indignar ante algo que es mentira, o que no es de la forma que considero que ocurre, pero eso también forma parte de nuestro mundo contemporáneo. Se nos está educando en la idea de que la mera percepción de algo ya es una realidad. Es decir, si te sientes de una forma, es tu identidad. El sentimiento se está convirtiendo en un grandísimo principio de autoridad. Si te sientes catalán, lo eres, o si te sientes mujer, lo eres. El problema es que te puedes sentir Napoleón y no serlo, o sentirte injuriado sin que haya habido injuria, puedes sentirte indignado pero que tu indignación se apoye en un juicio de valor equivocado.

Esto es un problema muy serio relacionado con la infantilización de nuestro mundo contemporáneo, y con la forma de sentimentalizar la política que nos lleva, irremediablemente, a la trinchera, porque al final no hay una puesta en valor de las razones que nos permiten discutir en un plano de igualdad racional. Si cuentan los sentimientos, al final a quien se le hinche más la vena, o quien tenga más seguidores, es quien tiene la razón.

Sobre todo, en un momento en el que las redes permiten encontrar una causa a medida de cada indignado, y cuando resulta posible confirmar las convicciones sin necesidad de que sean más que conjeturas. ¿No es una contradicción que esto nos ocurra en el momento de la historia en el que estamos mejor informados que nunca?

No es verdad que estemos mejor informados que nunca. Hay que distinguir dos cosas en el contexto de la información, el régimen de verdad de una noticia y el régimen de relevancia. Estamos inundados de noticias falsas irrelevantes, y nos falta o se nos escamotea la posibilidad de tener noticias relevantes. A mí me parece fascinante la ausencia de datos sobre lo que ocurría en otras partes del mundo al principio de la pandemia. Era más importante lo que ocurría localmente, era todo tan parroquiano, que me preguntaba cómo era posible que nuestros periodistas no estuvieran continuamente refiriendo datos de otros países con los que compararnos, y que en lugar de eso repitieran la misma información o la misma idea, unos y otros.

Por otro lado, toda esta situación de lanzarse los muertos los unos a los otros que se vive en España me parece absolutamente deleznable, el colmo de la impudicia. En una epidemia donde al principio los muertos fueron invisibilizados, ahora se buscan responsables de los muertos de uno y otro signo político. Y, sin embargo, este tema es el único tema. De quién es la responsabilidad de los muertos de esta comunidad o esta otra. Y otras cosas no se mencionan. Un ejemplo: desde el punto de vista de la ciencia, ha habido un exceso de publicaciones –algo habitual en tiempos de crisis– y se han relajado enormemente los criterios de calidad de los artículos, lo cual ha llegado a ser señalado en un artículo de la revista Science, que temía estar poniendo en serio riesgo la credibilidad de los científicos.

¿Cuántas noticias se han publicado de esto? Si nos parapetamos tras los expertos, ¿no deberíamos preguntarnos qué tipo de expertos tenemos, o quién evalúa a esos expertos? Eso implicaría hacer un periodismo de investigación serio, en lugar de parapetarse tras anécdotas que pueden ser verdad, pero que son irrelevantes, y profundizar algo más en el clima intelectual o emocional de la pandemia. 

Por otro lado, parece que se había extendido una convicción subjetiva de nuestro derecho a la felicidad, asociábamos la enfermedad a una adversidad y no a una experiencia. Incluso las desgracias, las guerras, correspondían a otros pero nunca a nosotros.

Antes hablábamos de las epidemias en el Renacimiento, con una descripción muy física, muy corporal. En la Ilustración cambia hacia donde señalas. Si vivimos en un mundo racional, ¿cómo es posible que ocurran terremotos o pandemias? Como herederos de los valores ilustrados mantenemos esa línea, y creo que ha habido una reactualización de esos valores en sentido positivo y negativo. El negativo es que pensemos que las cosas solo les ocurren a otros. Y eso deriva en cosas tan horripilantes como que algunos filósofos recopilaran textos en algo que se llamó Sopa de Wuhan.

No nos damos cuenta de hasta qué punto tenemos interiorizada no sé si la xenofobia, pero sí el complejo de superioridad occidental que cree que los desastres les ocurren a otros, porque vivimos en el mejor de los mundos posibles. Es parte del drama de la Ilustración: si algo ocurre en China no nos importa porque está muy lejos. Ahora bien, creo que hay defender y procurar la felicidad, o el Estado de Bienestar, no sé si de la felicidad, en cualquiera de sus variantes. Y ahí está la defensa material del Estado de Bienestar, intentar por todos los medios que no quede desamparada en la pandemia. Tiene que ver de nuevo con el viejo humanitarismo ilustrado y es positivo en sus efectos, no en su justificación.

No soy partidario de que venga impulsado por el sentimiento de compasión o empatía, lo que repite una y otra vez el jefe del Gobierno, porque estoy en contra de sentimentalizar la política. Basta mencionar una palabra mucho más clara: justicia. Hay que hacerlo por justicia. Pero aunque prefiera otro discurso, el fondo es positivo. El problema es que ahora vivimos una época que reivindica el nuevo estoicismo, reivindicando que la felicidad es la imperturbabilidad ante las condiciones externas, y eso me parece peligrosísimo, un fenómeno que se materializa en vendedores de humo neoestoicos, acompañados de la industria de la felicidad ligada al neoliberalismo capitalista. 

En una entrevista, el cooperante Jordi Raich comentaba que el caos puede ser sostenible. Es decir, una persona que haya nacido y crecido en guerra no ve nada extraño en un entorno extremo. Sin embargo, en Occidente existe la sensación de que nosotros no podríamos pasar por ciertas situaciones. ¿Por qué dudamos de nuestra propia resiliencia? 

No sé si estoy de acuerdo con la premisa de la que parte tu pregunta. No creo que nos planteemos en Occidente condiciones de vida muy diferentes a las que tenemos, se parte de la premisa de que la escala social va a ser a mejor, y en caso contrario no irá a peor durante mucho tiempo. Quizás no haya que ir más allá de nuestras fronteras, sino hacerse otras preguntas. ¿En qué condiciones cabe plantearse, viendo lo ocurrido en las residencias de ancianos y dada la curva demográfica, cuál es el futuro que nos espera a muchos en el corto plazo? Si eso lo ligamos a la devaluación de las pensiones, ¿qué va a ser de la generación que nos estemos jubilando en 15 o 20 años? No se entra en esa posibilidad, y es totalmente posible.

Sí estoy de acuerdo en que la adaptabilidad es una condición humana, y que forma parte de nuestra inteligencia, pero no creo que tengamos que convertir la resiliencia en un valor. Hay otras formas de resistencia que no son individuales, pero pueden ser igualmente útiles, como el asociacionismo político o la negativa a aceptar determinadas injusticias. Hay muchos movimientos sociales que creo que deben ser puestos en valor porque están relacionados con esa negativa a la resiliencia, a la decisión de no tolerar más algún tipo de injusticia. Los movimientos de naturaleza corporativa o asociativa, a los que se pueden achacar algunos excesos, parten de un principio a mi juicio legítimo, que es decir “no, lo mismo que me sucede a mí le sucede también a otros y no solo puedo hablar en mi nombre, sino también en el de los demás para poner fin a un determinado tipo de injusticia”.

Ahora bien, ¿puede dar lugar a excesos? Sí. ¿Tiene que basarse no solo en el sentimiento de injusticia? A mi juicio, por supuesto. ¿Debe tener en cuenta el sistema de Derecho? No hay otra opción. Pero no quiere decir que algunas de estas reivindicaciones, ya sean del movimiento feminista, los chalecos amarillos, Black Live Matters o los yayoflautas no sean legítimos. Siguen siendo positivos porque no aceptan una injusticia, y no deben ser desconsiderados, porque tienen razón. Intentan convencer a una persona en situación de injusticia que debe seguir viviendo en esa situación porque puede adaptarse a ella me parece muy peligrosa. 

¿Qué papel ha tenido el miedo, la sumisión a la autoridad o la construcción del otro como amenaza en la gestión de la pandemia? De no haber tenido un estado de emergencia, con multas mediante, ¿la sociedad hubiera refrenado sus instintos de socializar?

Los españoles tienen muchos enemigos y muchos estereotipos que son sus enemigos, y a veces sin pretenderlo los multiplican. Dentro de los estereotipos nacionales, ideas preconcebidas que no se corresponden necesariamente con la realidad, se cuentan que son mediterráneos, que solo están interesados por el bar, que la tradición franquista solo les lleva a obedecer, etc. Pero creo que es razonablemente falso. Creo que mis conciudadanos están, en general, mucho mejor formados que hace años y que están perfectamente capacitados para responder colectivamente al tipo de demanda que se les formule. Si se les hacen demandas sentimentales, responden de forma sentimental. Si se les pide principios de obediencia ciega, lo hacen para intentar ser buenos ciudadanos.

No creo que sea muy diferente la situación aquí a la de otros países. Si se hubiera intentado plantear el estado de alarma menos como una prerrogativa de los sentimientos, del carisma, de las emociones y, en última instancia, de la autoridad policial y del Ejército, y se hubiera planteado con medidas más liberalizadoras y flexibles, como en otros países de nuestro entorno, creo que también se habrían comportado dignamente. No acepto la idea de que el español es un desastre y solo obedece por miedo. 

Entonces la clase política no representa a la población española, que sí actúa de forma cívica. No parece nada cívico arrojarse, como señalaba, los muertos unos a otros o buscar réditos políticos de una tragedia, y no ha ocurrido en otros países. Se me viene a la cabeza el ejemplo que nos ha dado Portugal…

Tampoco quiero cargar las tintas contra la clase política. Creo que se equivoca en dónde pone el énfasis porque es muy contradictorio. Por un lado, intenta parapetar sus decisiones en el conocimiento experto, pero no sustenta sus decisiones en ese conocimiento todo el tiempo. Tampoco explora la idea de la gobernanza. Si realmente la decisión política está apoyada en el conocimiento científico, debe explicarse a la ciudadanía y definir la clara delimitación de competencias, porque los científicos no gobiernan el país, lo hacen los políticos.

Todo esto está mezclado con expresiones persuasivas que creo que son prescindibles, pero hay un claro caldo de cultivo para esta situación que no solo afecta a España. La sentimentalización de la política ocurre a nivel global, en EEUU, Inglaterra, Francia… Cada vez hay más gobiernos que tienden a gobernar de forma persuasiva, porque hay una ausencia de liderazgo en el sentido que a mí me gustaría. Las humanidades, decían mis antiguos profesores, son la búsqueda racional y constante de evidencias y creo que eso se ha perdido. Debemos seguir buscando críticamente evidencias que nos permitan tomar decisiones encaminadas a la acción social y al beneficio colectivo.

“Cuando se promueven las emociones desde los poderes públicos o la prensa, uno sabe cómo empieza la historia pero no cómo acaba”

Si eso se abandona y entramos en disquisiciones emocionales, en ver quién es más compasivo o solidario, quién pone o no el marchamo de la superioridad moral sobre las decisiones políticas, al final tenemos gobiernos populistas y ciudadanías proclives a pensar que las decisiones y la obediencia se deben a criterios sentimentales o morales. No es un fenómeno español. Yo creo que los españoles se comportarían como los portugueses si se les diera la oportunidad. 

Hablemos de lo que nos espera: por ejemplo, regular los afectos para mantener la distancia social. ¿Cómo nos cambiará eso como sociedad?

En términos más generales de los que me preguntas, soy un pesimista. Lo que nos enseña la historia no es que no se aprenda nada de estas grandes crisis globales, sino que para cuando se aprende, ya es tarde, porque los problemas son otros. El problema y la solución nunca están coordinados. Antes he criticado duramente la forma contrafactual de dar cuenta de los no muertos, pero es cierto que eso nos ha ahorrado el espectáculo de la pornografía del dolor y de la muerte. Nos hemos ahorrado una basura a la que no hace tantos años estábamos acostumbrados, y eso es positivo.

Ahora bien, ¿hemos aprendido la lección global de lo que supone una crisis sanitaria global y cómo gestionarla? No. La próxima vez, no cometeremos los mismos errores pero sí caeremos en otros porque el contexto será diferente. En relación con los abrazos, creo que habrá una mayor orientalización de Occidente en los próximos años, y una mayor distancia afectiva. Creo que habrá un fenómeno retráctil, que pasaremos de la explosión de los sentimientos de una sociedad enormemente sentimentalizada a una sociedad donde los sentimientos sean cuestionados. También creo que la orientalización de Occidente traerá una nueva forma de relación social, no por el virus sino por otras costumbres. Quizás sea el momento de entender que la costumbre de besarnos o abrazarnos no es necesaria para demostrar el afecto. 

Muy pocos confían, a estas alturas, en que la pandemia nos haga mejor como sociedad. Dicen que las pandemias exacerban tensiones subyacentes, problemas anteriores nunca resueltos. ¿Significa eso que nos va a ir peor, una vez que superemos la emergencia? ¿No vamos a sacar nada positivo, o quizás la oleada de solidaridad permanezca?

Ojalá saquemos algo positivo, aunque soy pesimista. Pero mi objetivo no es tener una sociedad más solidaria porque la noción misma de solidaridad está atravesada por intereses que yo no comparto. ¿Por qué nos parece razonable ser solidarios con los españoles y no la solidaridad internacional? ¿Cuántas noticias han aparecido que tengan que ver con la posición española respecto a la ayuda humanitaria en países de nuestro entorno, perjudicados por la pandemia pero con muchos menos recursos? ¿Cómo se puede ir pidiendo solidaridad interna y no aplicarla fuera de nuestras fronteras?

Pero sin embargo, si un líder de la extrema derecha dice españoles primero, todos nos llevamos las manos a la cabeza… Yo creo que hay que tener cuidado con este tipo de recursos, porque la solidaridad convence a todos, pero tiene diversas formas de realización. Creo que el objetivo no es hacer una sociedad más solidaria, sino en todo caso crear una sociedad más justa, o buscar formas de cooperación más adecuadas en función de los recursos disponibles y dejando un poco fuera la moral.

La confluencia entre la moral y la política es un error. La política ha entrado en el ámbito de la moral y hay que echarla. Puestos a hacer moral, ya tenemos una historia que siempre ha ido acompañada de enorme sufrimiento humano. Creo que hay que procurar que la política salga de la vida privada y de la conciencia, porque política es buscar el bien común. Y ojalá sea esa una de las consecuencias de la pandemia. 

Sobre la exacerbación de problemas subyacentes, de nuevo estamos en las mismas. Cuando se apela a sentimientos, cualquiera utiliza la pandemia para reivindicar cualquier otro objetivo. Uno sabe cuándo usa argumentos sentimentales cuando no son escalables. Es decir, un buen argumento es escalable, consideras que usas buenas razones porque pueden ser aplicadas a otros contextos. Si solo es válido en un contexto, es un argumento persuasivo que debe ser rechazado. Creo que se aprenderá algo, pero que para entonces será demasiado tarde.

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Comentarios
  1. Gracias, gracias, gracias, Javier y Mónica. Cómo he disfrutado leyendo la entrevista, no es un tema para “disfrutar”, está claro, pero me ha ayudado mucho a entender cosas que están pasando y a ponerle palabras a cosas que no me encajan de la situación. Qué lucidez.

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