Opinión

Ana Carrasco-Conde | Esclavos

"Nos hemos convertido de forma voluntaria en esclavos de un sistema que valora a sus integrantes por sus funciones y por el beneficio económico que aporta", reflexiona la filósofa Ana Carrasco-Conde.

Monumento sobre la esclavitud, en Rotterdam. Pixabay

EL INCORDIO DE ANA CARRASCO-CONDE // Esclavo en latín se dice servus y designa a aquel que está obligado a hacer un servicio (lat. servire). Solo después, en torno al siglo VI d.C, se asimila con el término slavi, que eran aquellos moradores de tierras eslavas que eran convertidos en servus. Frente al hombre libre se encontraba el siervo, que era, a todos los efectos, la mano gratuita –mano de obra barata– del señor de la casa. Y a él además pertenecía: era un ser vivo pero reificado, convertido en cosa, hasta tal punto que su identidad se asimilaba a su función y su valor ascendía a sus capacidades. El servus sirve al señor o, mejor “le sirve”.

Frente a este, el señor es libre (liber) para utilizar al siervo como delibere para obtener el máximo beneficio en sus dominios. El siervo o esclavo es intercambiable. Caído quien rema en una galera, habrá quien ocupe su lugar sin pérdida para el avance de la nave. El servus rema y, golpe a golpe, se acostumbra a las cadenas.

Siglos antes, para Aristóteles los esclavos carecían de la capacidad de tomar decisiones sobre su vida por un impedimento más interno que externo: si los esclavos derivados de las conquistas estaban sometidos exteriormente al yugo del opresor, aquellos que lo eran por naturaleza no estaban dotados de la capacidad reflexiva necesaria para toda deliberación racional, lo que implicaba que, aun siendo liberados, siempre necesitarían de un señor que los guiara para emplear adecuadamente aquello para lo que sí estaban facultados: estar al servicio de quien les dijera qué hacer. Imagínese que se les diera un día libre: el esclavo no sabría qué hacer con ello y tal vez optaría por los servicios de entretenimiento de otros señores, por lo que se seguiría obteniendo un beneficio de ellos. 

Esta sería una lectura anacrónica de lo que Debord llamó la sociedad del espectáculo. Claro que en la Antigua Grecia esta opción está descartada, pero déjenme jugar, aunque este juego sea serio. Piense que el esclavo tiene un fin de semana y, de pronto, él mismo decide seguir trabajando aunque sea domingo. La ley del señor ha sido interiorizada.

La cuestión es qué ley es esta: ¿trabajar más nos hace esclavos o hay algo más? Sigamos jugando. Los esclavos son una pertenencia: una cosa con la que se hacen cosas. Mientras que para Aristóteles ser libre significa que, como hombre racional, se tiene la capacidad de darse directrices a uno mismo y dejar de ser cosa para convertirse en causa y motor de las propias decisiones. Lo interesante de la lectura de Aristóteles es que la esclavitud, que es el verdadero contrario de la libertad, es que ambas están relacionadas con el pensamiento y la deliberación.

Aristóteles apunta a algo en lo que si profundizamos, el estagirita no estaría de acuerdo: uno no es libre, sino que aprende a serlo, como también aprende por repetición a ser esclavo. La naturaleza humana no lleva implícita como característica ontológica e innata la libertad, sino que depende de que sean trabajadas sus capacidades reflexivas y deliberativas. Y eso requiere hábito. Quien delibera (lat. de-liberare) pone en una balanza  (o libra) para pesar (lat. liberare) y sopesar lo que sabe, lo que puede y lo que debe para obtener la justa medida. Ser libre es saber medir reflexivamente y pensar/pesar por uno mismo.

La volición (gr. boulesis) para ser libre necesita deliberación (gr. bouleusis) constante. Y cuesta. Hay que levantar algunos pesos. Todos los días. Ser libre no es fácil: conlleva tomar conciencia del contexto, de las propias zonas de sombra, de saber aceptar, renunciar y mesurar qué se puede conseguir y qué fines son lícitos para ello. Ser libre supone autodeterminarse, sopesar y decidir constantemente. Y las decisiones pueden ser equivocadas. Nada más terrible y atormentador que la libertad, exclama Ivan Karamázov a Aliosha porque la verdadera libertad implica que somos conscientemente responsables de nuestras decisiones.

Hemos confundido hacer lo que uno quiere con saber qué hacer con lo que uno tiene. El primero remite a lo que se denominó libre albedrío: el ser humano es aquel que puede desear lo que quiera. Otra cosa distinta es saber qué hacer con ese deseo y es ahí donde entra el concepto de libertad. Agustín de Hipona decía que solo era libre aquel que reflexivamente pensaba qué hacer con ese deseo. Si se cedía a él, aunque hacía uso de su libre albedrío, se devenía siervo porque, esclavo de sus pasiones, actúa irreflexivamente llevado por el miedo o la angustia. Y así la balanza, en el desequilibrio, no nos permite tomar decisiones y, por tanto, ser del todo libres.

La tarea es cuestionarnos si hemos confundido libre albedrío, que todos tenemos de forma natural, con libertad, que es algo por lo que luchar. Educados en el deseo, nuestros tiempos son aquellos en los que el goce inmediato ha sustituido a la felicidad y donde buscamos ser libres sin querer renunciar a nada de lo que tenemos.

Pero la libertad no significa tener lo que uno desee, sino saber estar y situarse de tal modo que nadie nos indique qué hacer. El impedimento interno del que hablaba Aristóteles y que hacía del esclavo un ser natural se ha transformado en nuestros días, por los hábitos de una sociedad de consumo y los ritmos de una sociedad de turbocapitalismo, en una esclavitud derivada en la que hemos interiorizado una incapacidad para pensar, reflexionar y deliberar. Incluso nos hemos convertido de forma voluntaria en esclavos de un sistema que valora a sus integrantes por sus funciones y por el beneficio económico que aporta. Como remero en galeras, el trabajador es, sin embargo, intercambiable.

La libertad es siempre condicionada, lo que no quiere decir que deje de ser libertad, sino que tiene las mismas características de todo lo humano: la limitación, que no es lo mismo que los límites que nos imponen, sino con lo que somos. Los límites al ser artificiales, de ser localizados e identificados gracias a la reflexión, pueden cambiarse. Con las limitaciones solo se puede vivir aceptándolas.

Isaiah Berlin formuló en un texto clásico, Dos conceptos de libertad (1958), una distinción que convendría recuperar: la libertad negativa por la cual soy libre en la medida en la que puedo actuar y cómo construir mi vida sin ser coaccionado y oprimido por los demás; y la positiva, por la cual tengo las herramientas y medios para hacerlo. Ahora bien, si se ha reemplazado la libertad por el libre albedrío y el imperativo de la volición, entonces no somos libres “de forma positiva” porque nos hemos privado de la deliberación y de la reflexión: aquella que nos permite mesurar, marcar nuestros fines, sopesar los medios, saber renunciar, saber por qué y cómo y decidir por nosotros mismos. Pero también nos han privado de la libertad “negativa” porque nuestro deseo se ha visto conducido por la coacción invisible que ha dirigido aquello que debíamos querer para no centrarnos en lo que podemos hacer.

No estamos tan lejos de aquella esclavitud de la que hablaba Aristóteles ni de aquel libre albedrío que analizó Agustín de Hipona. ¿Nos hemos convertido en seres reificados que son valorados por lo que ‘sirven’ al sistema? ¿Son alimentados nuestros deseos para que, cegados por ellos y movidos por el imperativo y la obligación de consumir, gozar y ganar, no sepamos renunciar para saber real y reflexivamente qué queremos? ¿Estamos en una sociedad que alimenta el libre albedrío pero no la libertad? Y si nos somos libres, ¿somos esclavos? ¿De quién… de qué? 

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