Internacional

Mónica G. Prieto | Réquiem por Hong Kong

MÓNICA G. PRIETO. "Es muy probable que este haya sido el último homenaje en Hong Kong a las víctimas de Tiannanmen, la matanza de 1989".

Concentración en Hong Kong por el aniversario de la matanza de Tiananmen. REUTERS

LA MIRADA DE MÓNICA G. PRIETO // Con las calles de Estados Unidos enturbiadas por el humo, el fuego y la presencia de tanquetas, nunca un aniversario de la matanza de Tiannanmen había resultado tan amargo. Hong Kong, con su excepcionalidad política basada en su condición de excolonia británica, era el único reducto de duelo y denuncia de aquellas vidas aplastadas por los tanques y abatidas por las balas del régimen comunista en 1989. 

Cada año, decenas de miles –el año pasado 180.000 participaron en la protesta– salían a las calles para recordar las almas perdidas. Hong Kong era la llama que alimentaba un recuerdo borrado de un plumazo en el interior de China y prometía seguir siéndolo hasta 2047, cuando finalice el acuerdo un país, dos sistemas que condicionó su devolución a Pekín de manos británicas. O al menos lo fue hasta ahora, cuando se ha producido el que, muy probablemente, sea el último homenaje a las víctimas del régimen que se celebre en el territorio. 

Lo hizo con una versión agridulce, casi con tonos de despedida, de las protestas habituales. Prohibida por el Gobierno regional con la excusa de la pandemia, miles de hongkoneses desafiaron el veto para congregarse –respetando la distancia de seguridad– en Victoria Park y recordar aquel dramático episodio que cinceló la historia de China. El régimen de Pekín nunca se ha caracterizado por su sentido de la oportunidad.

Coincidiendo con la 31 conmemoración de la masacre de activistas demócraticos que convulsionó al mundo, sacó adelante, con la facilidad que le da controlar el Consejo Legislativo hongkonés, la Ley de Defensa del Himno Nacional, que castiga con hasta tres años de cárcel y multas de hasta 5.800 euros cualquier falta de respeto al himno chino, que además será, a partir de ahora, de obligatorio aprendizaje en las escuelas de Hong Kong. 

La aprobación de esta ley se produce pocos días después de que Pekín anunciase su nueva Ley de Seguridad Nacional, que promete castigar «cualquier acto de traición, secesión, sedición, subversión contra el Gobierno Popular Central, robo de secretos de Estado, prohibición de organización de actividades en Hong Kong por parte de organizaciones políticas extranjeras y prohibición del establecimiento de lazos con organizaciones políticas extranjeras por parte de organizaciones políticas de Hong Kong».

En resumen, todo aquello de lo que las autoridades chinas acusan a los promotores de las marchas prodemocráticas que se celebran desde la revolución de los paraguas en el territorio hongkonés. 

La nueva legislación promete aniquilar las protestas cívicas que reclamaban democracia, y que tanto eco tuvieron hace un año hasta el punto de despertar las simpatías occidentales, algo que usaron los activistas para granjearse apoyos internacionales que, a su juicio, podrían presionar a China. Los inescrutables azares de la historia, sin embargo, han acabado con cualquier resquicio de esperanza para las protestas y para Hong Kong, que como dice el artista y disidente chino Ai WeiWei, está a punto de desaparecer tal cual lo conocemos, presa del apetito de Pekín. 

Su desaparición está siendo progresiva. La primera estocada la dio la pandemia, que forzó la desactivación de las protestas a principios de año, cuando la COVID-19 llegó a Hong Kong. Después, a medida que la enfermedad se extendía por el mundo, Hong Kong, su excepcionalidad y la defensa de sus libertades fueron quedando en el olvido. Pasaron desapercibidas las últimas y masivas protestas, como fueron ignoradas las detenciones de 15 líderes opositores –entre ellos el magnate de la prensa Jimmy Lai, de 71 años, propietario del diario Apple Daily, una piedra en el zapato del Partido Comunista, o el apodado como el padre de la democracia hongkonesa, Martin Lee, de 81 años– considerados históricos en la oposición al régimen chino. 

Pekín, que sabe maximizar como nadie las ventanas de oportunidad que le depara la historia, supo aprovechar el desconcierto de la crisis sanitaria mundial para concentrarse en la resolución de un problema incómodo. Hace dos semanas, cuando se anunció la nueva ley de seguridad, la agencia oficial Xinhua se refería a la zona administrativa especial de la misma forma que antes lo hizo con la provincia terrorista de Xinjiang o la provincia separatista de Tibet. “Debemos adoptar una política de tolerancia cero hacia este cáncer en el cuerpo del país, y debemos tomar la determinación de erradicarlo completamente”. 

El anuncio hace pensar que Pekín va a aprovechar la confusión internacional para acometer un nuevo paso hacia la absorción del territorio hongkonés. La situación es tan delicada que el primer ministro británico, Boris Johnson, ofreció a 350.000 habitantes de la excolonia un pasaporte de nacionales en el exterior que les permitirá residir en Gran Bretaña por periodos renovables de hasta un año con posibilidad de trabajar, lo cual abre el camino hacia la ciudadanía británica. A quienes no tienen esos pasaportes se les ofrece la posibilidad de solicitarlos, lo que abriría la vía a la nacionalización de tres millones de hongkoneses.

“Muchas personas en Hong Kong temen que su modo de vida, que China se comprometió a mantener, se vea amenazado. Si China acaba confirmando estos temores, Reino Unido no puede encogerse de hombros y mirar hacia otro lado. Haremos honor a nuestras obligaciones y les ofreceremos una alternativa”, dijo el premier despertando una airada reacción de China, que no tardó en denunciar la “postura colonial” de Londres.

Desde Estados Unidos, sumido en su propio caos, la Administración ha anunciado que revocará todos los acuerdos especiales con Hong Kong, dando por sentado que ha sido absorbida por China. Lejos quedan aquella admiración abierta por las protestas que expresaba la presidenta de la Cámara de Representates norteamericana, Nancy Pelosi, cuando describía los disturbios en Hong Kong como un “hermoso paisaje de lucha por la democracia y la libertad”. Lejos quedan también aquellos llamamientos de los manifestantes hongkoneses a Donald Trump para que intercediera y protegiese los Derechos Humanos.

Ahora que arden las calles de Estados Unidos en denuncia de un racismo insostenible, como no lo hacían desde la muerte de Martin Luther King, y que su presidente potencia el odio y la división interna sepultando cualquier credibilidad de su país como defensor de las libertades, China aprovecha para sustituirlo como líder mundial usando los mismos términos de Estados Unidos, a quien acusan de desplegar «armas de guerra» contra los manifestantes. Al menos, sabe bien de lo que habla. Si algún régimen tiene experiencia demostrada en el despliegue de la maquinaria bélica contra civiles desarmados es precisamente el chino.

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