Sociedad
Ödos: la penúltima parada de los niños y niñas de las pateras
En lo alto de una colina rodeada de olivares se alza el centro Ödos, en el que mujeres que llegan en pateras con sus hijos e hijas a las costas andaluzas se recuperan durante meses antes de proseguir su viaje a Francia. Un proyecto innovador que ha conseguido que estos menores dejen de desaparecer a los pocos días de llegar a España. Viajamos hasta aquí en varias ocasiones a lo largo de los últimos tres meses para conocer las claves de su éxito, por el que ha sido reconocido recientemente como proyecto de acogida humanitaria por el Ministerio de Inclusión.
En un primer momento no vi al pequeño. Solo decenas de hombres sentados en hileras de mesas, unos junto a los otros, en un habitáculo prefabricado. Sus manos, sobre las mesas o sobre las rodillas. Las miradas perdidas. La mayoría en silencio. Unos metros más allá, una veintena de mujeres, en un especie de patio de unos quince metros cuadrados, vallado por los lados, por el cielo: una bóveda de alambres. Alrededor de nosotros, un cerco de casetas de metal donde duermen los náufragos que son rescatados de las pateras que parten de Marruecos rumbo a las costas malagueñas. De repente, un niño y una niña se arremolinan junto a sus madres, en el grupo de mujeres. Estamos en el Centro de Acogida Temporal (CATE) del Puerto de Málaga, donde llevan dos días esperando ser trasladados a residencias de diversas ONG. Fueron rescatados por Salvamento Marítimo la noche del sábado 7 de marzo, después de que el motor de la embarcación dejase de funcionar.
En la furgoneta, Joseph (nombre ficticio para preservar su identidad) baja su mirada de tres años de edad, intimidado por las tres mujeres de la Fundación Ödos que, junto a su madre y a otra mujer con su pequeña, les trasladan a una casona en medio de los olivares de Montilla, en Córdoba. Les ofrecen algo de comer, hacen carantoñas a las criaturas mientras le hablan en francés, y, poco a poco, el pequeño va despegando la mirada del suelo.
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Dos meses y medio y una pandemia global después, Joseph corretea por el patio de este centro con arquitectura de cortijo andaluz. Vestido con pantalones largos, camisa y gafas de sol, luce orgulloso su –diminuta– buena planta. Es el gran día, el Eid al-Fitra, la fiesta con la que se celebra el fin del Ramadán y para la que los habitantes del proyecto Ödos -trabajadoras y usuarias- se han puesto de punta en blanco este 24 de mayo.
Bailan canciones africanas en francés, que también las trabajadoras se han aprendido y cantan con emoción mientras el sol se pone. El olor a cordero asado embriaga con su aroma el atardecer. Primero, la docena de niñas y los dos únicos niños del centro, de entre tres y catorce años, desfilan simulando una pasarela, mientras ‘el público’ les anima con palmas y gritos. Fuera de estos muros, en un mundo exterior que en este aislado enclave parece muy lejano, la curva de contagios empieza a aplanarse. La COVID-19 no ha entrado en este centro: las pruebas de todos sus habitantes han dando negativo. Tras un nuevo desfile, para el que los críos han sido ataviados por sus madres con telas al estilo africano, los altavoces se apagan. Las mujeres colocan en el centro del patio una hilera de sillas, se sientan, se hace el silencio.
Tres de ellas se levantan y teatralizan una conversación.
–Me quiero casar con su hija. Aquí tiene un adelanto.
-Yo no quiero, papá.
-Tú harás lo que yo te diga.
Y así van representando durante veinte minutos, paso a paso, sus matrimonios forzosos, ante la sorprendida mirada de las educadoras, psicólogas, abogadas… con las que llevan conviviendo hasta tres meses. Ha sido idea de las mujeres migrantes explicarles a través de una representación una de las razones por las que salieron de Guinea Conakry, Costa de Marfil, de Mali… Para evitar que sus hijas fueran también casadas contra su deseo, o que les realizaran la mutilación genital como hicieron con ellas, o que sufrieran las violencias machistas (físicas, sexuales, psicológicas) de las que han huido.
“Las vidas de las mujeres africanas no valen nada, no tenemos derecho a nada, por eso hemos venido”, explica una de ellas al concluir la obra autobiográfica, mientras sus hijos e hijas les miran atentamente. Ya es de noche, y una luna menguante se abre paso entre las colinas. Es una perfecta noche de primavera. Hay emoción contenida en el ambiente. Nadie hubiese imaginado cuando estas mujeres llegaron al centro que tras horas y horas de talleres, de conversaciones, de convivencia y de complicidades compartidas, podrían llegar a abrirse hasta este límite. El aplauso cerrado termina ahogándose de nuevo entre la música que vuelve a sonar y el baile con el que celebran esta catarsis, esta liberación.
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Mary dispone la comida en una mesa bajo los árboles y palmeras del jardín, alumbrado tenuemente para no atraer los mosquitos. Su vestido largo vaporoso y su turbante le dan el aire de lo que es: una anfitriona. Esta mujer de 40 años se ha convertido en un referente para las mujeres que, como ella, llegan a las costas andaluzas acompañadas de sus hijos y que son trasladadas a este proyecto pionero, dedicado exclusivamente a acoger madres migrantes con sus criaturas. Ahora luce radiante, pero para llegar a este estado ha tenido que transitar un infierno. En España. Peor que el de Marruecos, donde todas las mujeres sitúan los mayores horrores de sus viajes migratorios. Que son muchos, y en los que la violencia sexual es cotidiana.
En abril de 2018, Mary llegaba a España junto a su hijo menor, entonces de 5 años, donde esperaba encontrarse con su hija, de 7. En Guinea Conakry dejó a otros tres vástagos, mayores. El primero, de un primer matrimonio que rompió por violencia de género. El segundo, cuando su esposo decidió casarse con una segunda esposa. Mary no quería para su cría lo que ella había vivido en carnes propias: la mutilación genital. Como solo podía sufragar el vuelo hasta Marruecos, su destino inicial, para tres personas, decidió trasladarse primero con los dos menores y llevarse al resto después.
Decidimos no hablar sobre lo vivido en el reino alauí con ella ni con ninguna de las otras mujeres. Ya lo hemos contado y documentado sobradamente en sendos reportajes: violencia sexual por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad, de los traficantes a cambio de cruzar las fronteras, prostitución forzada para poder dar de comer a su prole… La inmensa mayoría de mujeres que pasan por el proyecto Ödos tienen como destino final Francia: esto es solo una parada en su camino. No es el momento de reabrir heridas ni revivir traumas gratuitamente.
Tras constatar que Marruecos no era un lugar seguro, Mary decidió remprender el éxodo. Ahora a Francia, donde tiene un hermano. El día que por fin iba a subirse a la patera, le dijeron que no podía llevar consigo a sus dos hijos, solo a uno. Para poner a salvo a la cría de los peligros a los que una niña se enfrenta en un viaje migratorio, se la entregó para que viajara con una “hermana”, que es como llaman entre sí las mujeres migrantes. Cuando Mary llegó en otra patera a España con su hijo y comunicó a la dirección de Ödos que su niña se encontraba en un centro de menores en Sevilla, no podía imaginar lo que le esperaba. “Me dijeron que no me la podían entregar porque había sido violada, pero yo no sabía nada”.
Como la mayoría de las mujeres migrantes que intentan llegar a España, Mary pasó meses en los campamentos de los montes de Nador donde esperan acumular el dinero necesario para poder subirse a una barcaza. Durante ese periodo, a menudo tienen que ausentarse para trabajar en labores domésticas, la hostelería o la prostitución, mientras los niños y niñas permanecen en las chabolas. Según cuenta, cuando la policía marroquí hace redadas, los adultos salen huyendo y dejan a los menores, pensando que estos no serán agredidos.
A día de hoy, más de dos años después de su periplo, desconoce si su hija fue violada porque esta no habla del asunto. Lo que sí sabe es que durante ocho interminables meses, las mantuvieron separadas porque la Administración no se creía que Mary no estuviese al tanto. Cada viernes iba a Sevilla, a casi dos horas de Montilla, acompañada de su hijo y de trabajadoras de Ödos para visitar a su hija.
Según pasaba el tiempo, la niña iba perdiendo el francés. «Empiezo a no poder comunicarme con ella», les decía Mary con desesperación a sus acompañantes. “Hice todo esto por mis hijos y que nos separasen fue lo peor. Prefería la muerte”, recuerda. Finalmente, gracias a la insistencia del equipo de Ödos, una entidad especializada en abusos durante la infancia realizó varias sesiones con la menor, entonces ya de ocho años. No encontraron ningún indicio de violación. Por fin, madre e hija pudieron reunirse.
Para entonces, Mary ya estaba en la segunda fase del proyecto, viviendo junto a su hijo en un piso en Córdoba de la Asociación Claver, del Servicio Jesuita de Migraciones, parte de la red Ödos. En febrero de 2020, y solo gracias a la perseverancia de este proyecto y del despacho de abogados Uría, el Estado español reconocía a Mary y a sus dos hijos su condición de refugiados. Había quedado quedado sobradamente acreditado que huían de la mutilación genital femenina y de la posibilidad de que esa menor sufriera un matrimonio forzoso de ser devuelta a su país. El proceso se demoró más de un año y medio. Para entonces, Mary ya trabajaba en este centro y se había convertido en un pilar fundamental de este espacio de reconstitución para las madres y de seguridad para los hijos.
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“Creamos este recurso por la preocupación que existía por todos esos menores que desaparecen una vez llegan en pateras a las costas españolas junto a sus madres. Eran trasladados a algún recurso de una ONG, y a los pocos días ambos desaparecían”, explica Auxi Fernández, de la Fundación Emet-Arcoiris, una de las entidades promotoras de este proyecto y en cuyas instalaciones se encuentra el centro.
Durante años, el Defensor del Pueblo, la Policía y organizaciones como Women’s Link Worldwide o la Cruz Roja, han alertado de esta desprotección de menores que han podido acabar en redes de trata y de explotación sin que nunca más podamos saber dónde están.
Por ello, en marzo de 2018, un grupo de personas y entidades vinculadas con los derechos de las personas migrantes en Marruecos, España y Francia, como la Fundación de la Abogacía Española, Cáritas, la Universidad de Comillas y la Emet-Arcoiris, decidieron aliarse para atajar esta flagrante situación. Consiguieron los fondos de una orden religiosa y donaciones privadas para trabajar un año.
“Nos reunimos con la Secretaría de Estado de Migraciones y se quedaron muy desconcertados porque era la primera vez que les ofrecían un recurso sin pedir dinero a cambio. Nos dieron el visto bueno, pero nos aclararon que para entrar en la red de entidades a la que se derivan las personas migrantes cuando llegan a puerto, teníamos que presentarnos a la convocatoria de entidades humanitarias, y que para ello teníamos que tener dos años de experiencia”. La gincana burocrática lo ponía difícil. Y aun así, tras reunirse con la Policía, un mes más tarde empezaron a avisarles para que fuesen a recoger a las mujeres con críos. Comenzaba así una de las experiencias y aprendizajes más interesantes que se han vivido en los últimos años en el ámbito de las migraciones.
El objetivo era conseguir el tiempo para que a los menores se les realizase las pruebas de ADN, se comprobase la relación familiar con las mujeres que les acompañaban, y se les documentase. Para ello era fundamental que las mujeres encontrasen un espacio en el que por primera vez en meses o en años, se sintieran seguras y pudieran así recuperarse física y psicológicamente. Mientras, los niños son escolarizados en Montilla, el ayuntamiento que se ha convertido en un gran aliado y representante de la institucionalidad para las mujeres.
“Nosotras no tenemos nada que enseñarles a estas mujeres que han sido capaces de sobrevivir a cosas que nosotras no podemos ni imaginar y, probablemente, superar. Hay que ser muy valiente para partir sin saber bien lo que te vas a encontrar. ¿Por qué se van a tener que conformar con esas vidas y faltas de derechos? ¿Por ser pobres y negras?”, pregunta retóricamente Teresa Girón, abogada y directora del centro. “Lo que hacemos es explicarles cómo funcionan las cosas aquí, igual que si yo fuese a su país y me lo tuvieran que contar ellas”, continúa.
La mayoría de las mujeres que recalan en Ödos hablan de un novio, un marido o un familiar que les espera en Francia, aunque no suelen dar muchos detalles de ellos. Lógicamente, a la decena de trabajadoras del centro lo que les toca es respetar su decisión, pero les dan claves para que no dependan de nadie y, sobre todo, que protejan a los menores, que es su responsabilidad.
Para ello, les enseñan normativa internacional y nacional, cómo han de empadronarse, escolarizar a sus descendientes, conocer los Servicios Sociales… “Que se hagan visibles para que no sean tan vulnerables. Porque una mujer negra pobre africana indocumentada no tiene derecho a nada. Aterrizamos sus expectativas para evitar que caigan en las redes o situaciones de explotación”, explica Girón.
Porque, frente al discurso generalizado de que la inmensa mayoría de las mujeres africanas que llegan a España son víctimas de trata, en Ödos, tras convivir con cientos de mujeres en estos dos años, no pueden afirmarlo. “Lo que sí sabemos es que si no tienes ninguna oportunidad laboral ni acceso a la documentación, es probable que caigan en la trata. Las únicas personas a las que podrán recurrir serán a las de su comunidad que les prometan ayuda. Y ahí es cuando pueden acabar siendo tratadas ellas o sus hijos”, explica Auxi Fernández.
Mientras converso con ambas la tarde del 17 de febrero, un grupo de mujeres cuidan de sus hijos en el patio. Cuando me uno a ellas, sentadas alrededor de una mesa, les pregunto qué les está aportando esta estancia. Todas coinciden: “Tranquilité”. Tranquilidad. “Comemos cinco veces al día, nuestros niños están contentos yendo al colegio, y nos sentimos seguras”, van diciendo una tras otras. Y vuelven a repetir entre risas lo de comer cinco veces al día. «Estamos aquí por nuestros hijos y míralos, por fin pueden disfrutar de ser niños», dice otra.
Por las mañanas, realizan talleres de sexualidad femenina, con Patricia García, educadora y promotora de igualdad y género, en los que abordan las violencias sexuales y su mutilación genital, entre otras cuestiones. También talleres psicojurídicos con una de las dos psicólogas del centro, Patricia Rodríguez y Laura Moya Barral, y con la abogada Teresa Girón, en los que aprenden cómo manejarse con la Administración, los derechos del menor, la protección frente a la violencia de género, los derechos de las mujeres.
“Más que trabajar el trauma, lo que hacemos aquí con los menores es una gestión emocional: ayudarles a ordenar todos esos sentimientos que no saben dónde colocar en su emocionario”, explica Laura Moya. Cuando llegan a Ödos, muchos de los menores reproducen a través de sus juegos escenas violentas y de agresiones sexuales de las que han sido testigos y, en alguna ocasión, entienden las expertas según los indicios que observan, víctimas. A través precisamente de los juegos es cómo las psicólogas reconducen la situación para que “entiendan que no es lo natural y, así, que dejen de revivirla continuamente”, añade.
En el caso de las madres, Patricia Rodríguez insiste que lo más importante es que encuentrebn un espacio en el que se sientan seguras y en el que los buenos tratos sean la norma. “Muchas anulan todas las violencias que han sufrido a lo largo de sus vidas por supervivencia. No quieren desbordarse porque su objetivo es seguir hasta Francia”, explica. Como recuerda Laura Moya, más de una les han dicho: «No me puedo poner a llorar porque si empiezo no podré parar».
Moya recuerda que “si sabes que algo te va a pasar y lo aceptas antes de que ocurra, lo vas a asumir mejor que si te pilla por sorpresa. La mayoría de estas mujeres saben antes de emprender el viaje, o descubren muy pronto, que la violencia es el precio que van a pagar por llegar hasta aquí. Así que muchas no la sitúan en su memoria como algo traumático”. Por ello, una de las grandes enseñanzas que esta psicóloga de 30 años ha extraído de su trabajo es que “todo depende de cómo percibas y vivas las cosas. No podemos hacer suyos nuestros traumas culturales”.
Esto, que podría parecer una obviedad, es uno de los rasgos distintivos de Ödos. Todo el personal tiene claro que son ellas las que tienen que adaptarse a las necesidades de las mujeres, no al revés. Y, en este caso concreto, “solo trabajamos el pasado cuando les limita. Porque en lo que ellas están es en el presente y en lo que van a afrontar cuando lleguen a Francia. Pues esa es nuestra prioridad”, concluye Moya.
Cuando las mujeres llegan a Ödos, lo primero que presentan es un dolor generalizado en todo el cuerpo y una necesidad inmensa de descansar y dormir. Un malestar que desaparece según avanzan las semanas y que vuelve cuando se acercan los tres meses de estancia, que es el periodo de media que suelen pasar en este centro. Muy pocas deciden continuar en España, pese a saber que cuentan con el respaldo de las entidades de la red Ödos. Son plenamente conscientes de la falta de oportunidades laborales que este país tiene para ellas.
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La hija de Mary corretea y juega con el resto de los niños esta noche de celebración del final del Ramadán. Ahora su madre solo piensa en traerse a la de 14 años, antes de que la puedan mutilar genitalmente o casarla forzosamente. Hace unos meses, llegó un momento en que su desesperación era tal que pensó en pedir un crédito para que viajase a España en patera.
Ahora que ha conseguido la protección internacional confía en que la reunificación familiar sea más fácil. “Yo no quería pedir asilo porque no he cometido ningún delito en mi país, solo vine porque quiero proteger a mis hijos. A los que no quieren inmigrantes les digo que somos lo mismo, solo nos diferencia el color de piel. En África hay un montón de blancos y de empresas europeas trabajando y no somos racistas con ellos. Entendemos que buscan lo mismo que nosotros”, explica mientras piensa en el menú que preparará junto al equipo de cocina de la fundación Emet-Arco Iris al día siguiente.
Durante los dos meses de confinamiento dictados por la pandemia decidió dejar temporalmente su piso en Córdoba y vivir con sus hijos en el centro. “Aquí somos una familia y sabía que íbamos a estar mucho mejor todos juntos. Además quería seguir apoyando a las mujeres”, añade, salpicando sus frases de sonrisas y de palabras de cariño para sus compañeras, ahora, de trabajo.
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“Nosotras creemos que debería haber una protección internacional para víctimas de violencia, como el delito de violencia de género: que no haga falta que ellas se autoidentifiquen como víctimas ni que denuncian, porque ellas no se conciben como tal, pero por el mero hecho de ser mujeres y venir solas con niños, son más vulnerables”, sostiene Auxi Fernández, con décadas de experiencia trabajando con los centros de menores, de personas drogodependientes y con otras dificultades que tiene la Fundación Emet-Arco Iris. El entusiasmo que transmite es tan contagioso como su apertura mental, desprovista de prejuicios que constriñan su relación con las mujeres.
“Nosotras lo que hacemos es prevenir la trata, porque muchas de estas mujeres tendrán que pagar una deuda y ante la falta de alternativas, se verán abocadas a pedir auxilio a las redes o a prostituirse”, sostiene. Pero la prevención de la trata no acapara tanto interés como el que supuestamente recibe la atención a víctimas de trata. Por eso este proyecto tiene difícil encaje en el engranaje institucional. Y, aun así, el éxito ha sido tan rotundo que en marzo, decretado ya el Estado de alarma, recibieron la noticia: habían sido reconocidas como entidad de acogida humanitaria por el Ministerio de Inclusión y las llamadas que recibían de la Policía para que recogiesen a las náufragas con sus hijos en los puertos de Málaga y Motril ya no serían oficiosas, sino oficiales. Y recibirán financiación pública del Estado central.
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“En los últimos tiempos se ha puesto la atención en los llamados menores no acompañados, mientras se despreocupaban de los que vienen acompañados por una mujer porque, de alguna manera, se entiende que es su asunto”, explica Auxi. Pero esos menores, como recuerda, mientras se les realiza la prueba de ADN y se verifica que las mujeres que les acompañan son sus madres, están bajo la responsabilidad de las comunidades autónomas. “A mí me decían desde las instituciones: ‘¿Pero tú sabes en el lío en que te metes si te desaparece un niño estando en tu entidad?’. Y yo les respondía que eso es lo que ocurría todos los días. ‘Pero ese no es tu problema’, me volvían a responder”. exclama aún con incredulidad. “Hay más protección para las personas que acompañamos a los menores que a estos”, denuncia.
A su lado, Teresa Girón asiente. “El sistema de protección del menor es muy deficitario y aleatorio. No hay un protocolo con normas a las que las mujeres sepan a qué atenerse”. Y continúa: “¿Qué tiene que pasar para que a una mujer blanca le quiten un niño? La tiene que liar muy gorda. Y aquí hemos tenido a mujeres a las que les han preguntado que con qué dinero los iban a criar para valorar si retirarles la custodia. Es decir, se sobreentiende que son malas madres por ser pobres y negras”, denuncia la abogada.
“A estas mujeres nunca les han valorado como personas en sí. Una nos contó que a los 12 años su madre enfermó gravemente. Cuando llegó el médico y le dijeron que no tenían dinero para pagarle, le respondió a la menor que si se acostaba con él trataría a su progenitora. Ella nos dijo: ‘¿Tú crees que yo dudé en hacerlo si lo que estaba en juego era la vida de mi madre?’ Esa es su vida y desde ahí es donde tenemos que entenderlas y respetarlas, no desde nuestras experiencias o expectativas”, reivindica Girón, que antes de trabajar en Ödos lo hizo en una casa de acogida para migrantes en Córdoba.
“Para mí estas experiencias han sido un proceso de transformación total: creerme de verdad que son iguales, porque aunque creamos que no, seguimos teniendo muchos prejuicios y pensando que primero, lo nuestro o para los nuestros. Hasta que realmente las consideras personas realmente iguales a ti y entiendes que si tú estuvieras en su situación también te irías, por muchas vallas que te pusieran. Muchas nos dicen: ‘Yo sé que me la juego al 50% si me subo a una patera, pero también sé lo que me espera 100% si no lo hago”, concluye.
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Según avanza la noche y las estrellas se hacen cada vez más visibiles, las mujeres africanas vuelven al patio para bailar con sus criaturas y con las trabajadoras. Joseph intenta sacudirse el sueño agitando las piernas, los brazos, la cabeza, al ritmo de la música. Cuesta reconocer en él a aquel crío que encontramos tres meses atrás en el puerto de Málaga. Su madre no le quita ojo. Como Mariam a los suyos. Como el resto, que han encontrado en este caserón rodeado de olivos la tranquilité que buscaban para ellos cuando se vieron forzadas a migrar. Lo tuvieron que hacer a costa de sus cuerpos, su salud y su integridad física por la política de cierre de fronteras de la Unión Europea. Ojalá encuentren también esa tranquilité cuando vuelvan a emprender el viaje a Francia, su destino final. Por ahora.
Una cárcel es una cárcel, y si es para recluir a la infancia más cárcel y más violación de derechos humanos es, reportajes sensibleros como éstos sólo ayudan a blanquear aún más la política racista de un Estado fascista como el español. No esperaba encontrar esto en un medio como La Marea, que ya se podía dedicar a hacer periodismo por ejemplo sobre los recortes en los centros de acogida (cárceles) de niñas/os migrantes abandonadas/os que ha realizado el Gobierno andaluz. ¿O esto es El País? ¡Ah, no, pone La Marea!
Que magnífico artículo. Con que delicadeza y empatía has descrito estas historias. Gracias por tu apoyo!!
Qué pena que sólo exista un Odos, y que esa manera de trabajar no se aplique en las instituciones de menores de nuestra frontera sur, en especial. Conozco bien de cerca situaciones de separaraciones familiares y de los problemas infinitos de las madres para que «los responsables correspondientes» las consideren «buenas madres» para conseguir estar juntos tras pruebas de ADN que tardan en llegar meses interminables sin ninguna razón. Y qué decir de menores que viajan acompañados de familiares que no son su madre. Terrible dolor e injusticia oculta, eso si, todo legal. Desde Huelva, Canarias y Melilla, hablo con conocimiento. Ojalá alguien, como Patricia Simón, se acerque a Melilla por ejemplo e investigue la situación de tantos menores y la falta de interés oficial en su reencuentro familiar. Hablo sobretodo de personas de origen subsahariano, que están en la Gota de Leche.
Estoy dispuesta a compartir todo aquello de lo que soy testigo sobres estas horribles realidades.
En nuestras fronteras ocurre(cómo en las de Trump) que menores que viajan bien acompañados se convierten en menores no acompañados, por criterios de muy muy dudosa profesionalidad y muy teñidos de racismo institucional.
Muchísimas gracias Patricia, me ha encantado el artículo. Un valioso esfuerzo de análisis, de intentar desvelar y comunicar quienes son estas mujeres y sus hijos y qué respuestas estamos intentando desarrollar.