Cultura

Aixa de la Cruz | 28 días después y más tarde

"Esta crisis no está poniendo la vida en el centro, sino la supervivencia por encima de muchas cosas que me parecen prioritarias", reflexiona la escritora.

Ilustración: Xavi Isern

Este artículo fue publicado en el Especial Libertad de La Marea. Puedes conseguir el número completo aquí. O puedes suscribirte desde 40 euros al año. ¡Gracias!

Mi marido y yo celebramos –es un decir– nuestra vigésimo octava jornada de encierro viendo 28 días después. Bueno, en realidad no llegamos a verla. Nos plantamos en el minuto 15. Ambos guardábamos un recuerdo mistificado de la película, pero ha envejecido mal y se digiere aún peor desde este presente pandémico que ha resultado ser tan distinto de aquel con el que fantaseábamos colectivamente a través de las ficciones sobre zombis.

En el apocalipsis de Danny Boyle hay un detalle que había olvidado y que ahora me resulta particularmente grotesco y es que la epidemia la desata un grupo de animalistas que asaltan unas instalaciones médicas gubernamentales para liberar a unos monos que han sido infectados con el virus de la rabia. En esta escena inicial, se recurre al imaginario paranoide de los experimentos secretos financiados por el gobierno y aparece la figura del científico corrupto que ha cruzado los límites de la ética pero que, aun así, en tanto que científico, lleva el pin de LA RAZÓN.

Los activistas están ciegos de emotividad y desoyen sus advertencias sobre lo que ocurrirá si abren las jaulas en las que retienen a los pobre primates, pero ellos las abren igualmente y desatan la peste. Son los pacientes cero y los responsables instrumentales de la hecatombe. 

Hace unas semanas leí un reportaje que desbrozaba los orígenes y las causas de esta crisis vinculando la aparición de virus como el que causa la COVID-19 y sus precursores recientes –la Gripe A, el SARS…– con los sistemas de ganadería industrial que proliferan en todo el mundo y muy particularmente en China. Las condiciones de hacinamiento y falta de higiene en la que malviven los animales provocan que estas macro-granjas se comporten como laboratorios clandestinos de armas bioquímicas, miles de nuevas infecciones cada año a la espera de una mutación azarosa que sortee las barreras especistas y permita el contagio animal-humano.

También me llegó por WhatsApp una lista de “cosas que estamos aprendiendo de la pandemia”; entre otros tópicos como que “el virus no entiende de clases” –que se lo digan a la comunidad afroamericana en EEUU–, el hilo celebraba que “ya nadie recuerda a los veganos”. Mientras veía la escena inicial de 28 días después pensé en la paradoja de estos discursos que criminalizan a los defensores del bienestar animal incluso en medio de una crisis que podría haberse evitado desde el activismo animalista, pero ahora que la vuelvo a recordar desde este espacio más sosegado de la escritura, me trae otro tipo de resonancias. 

En el contexto discursivo de la película, que es uno de excepción y catástrofe similar al que respiramos desde que empezó la cuarentena, los personajes que liberan a los primates y detonan el virus zombi, esos idiotas bienintencionados que nos matarán a todos, representan los peligros de ostentar una mentalidad de civil en tiempos de guerra. No toleran la tortura de un puñado de animales a cambio de la salvación de nuestra especie; no están dispuestos a sacrificar ciertos derechos por el bien común, y ese es su delito.

Son, de alguna manera, precursores de los ciudadanos a los que las redes han bautizado como Covidiotas por saltarse las restricciones del estado de alarma anteponiendo su libertad individual al bienestar del grupo, y es posible que para muchos también preconicen a las madres y padres que exigimos que nuestros hijos puedan salir a la calle –¡ese capricho!– o a los que desconfiamos del plan de intervenir nuestros teléfonos para que Sanidad tenga acceso a nuestra geolocalización y sepa si entramos en contacto con algún contagiado.

Estos días, cuestionar las medidas autoritarias que se han impuesto por nuestro propio bien goza de poco prestigio; parece insolidario y mezquino a izquierdas y a derechas, y es que la COVID-19 es la trampa perfecta porque nos hace responsables no solo de nuestra propia salud sino, por encima de todo, de la de nuestros vecinos. El miedo a ser portador silencioso de una enfermedad que podría matar a quien nos toque conlleva una autorregulación del comportamiento inmediata. Cuando no formas parte de ningún grupo de riesgo, es peor el miedo a contagiar que el miedo al contagio, o así es, al menos, como yo lo he experimentado. 

Paralizada por la aprensión, he tardado más de un mes en abordar de forma crítica lo que nos han impuesto, pero anoche hablé con un matrimonio de amigos que vive en una buhardilla de 21m2 –una de esas cuyos techos son tan bajos que hay zonas en las que no se pueden incorporar– y me vino a la cabeza la palabra “tortura”, y luego escuché a mi abuelo nonagenario y viudo diciéndome que lo que le angustia no es morirse, sino morirse solo y sin volver a vernos, y sentí con mucha fuerza que esta crisis no está poniendo la vida en el centro como siempre ha reclamado el feminismo, sino que está poniendo la supervivencia por encima de muchas cosas que me parecen prioritarias.

Así que he tardado algo más de 28 días en hacerlo, pero ya estoy del lado de los locos, en el bando de los irracionales, en las filas veganas que liberan a los monos infectados sin atender a las consecuencias. Soy consciente, en todo caso, de que solo hace falta una nueva oleada de miedo para que vuelva a mis casillas. Ojalá no tenga que hacerlo. 

Este artículo fue publicado en el Especial Libertad de La Marea. Puedes conseguir el número completo aquí. O puedes suscribirte desde 40 euros al año. ¡Gracias!

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Comentarios
  1. ¿Cuantos guantes de plástico de uso obligatorio en la mayoría de los supermercados (y de un sólo uso) habremos utilizado desde que empezó la pandemia? ¿no estaba claro que el Planeta no podía con tanto desecho plástico?
    Yo hace muchos años que trato de no alimentar al monstruo que ha llevado al Planeta, y con él a sus hijos, a la enfermedad y a la agonía, es decir, trato de no alimentar al capitalismo genocida.
    Es la gente manipulada y que no tiene interés alguno por informarse y por pensar por sí misma la que me condena a mí al coronavirus y me lleva al matadero.
    Vivir con miedo, vivir sin un mínimo de calidad de vida, no es vivir.
    Como decía el Che «vale más morir de pié que vivir de rodillas»

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