Cultura
Laura Casielles | Vamos a confesar una cosita
Quizás tú también hayas sentido lo que expresa Laura Casielles: "Nos entran ganas de decir que no a los planes que ahora sí podemos hacer".
LA MIRADA DE LAURA CASIELLES // Hay una cosa de la que no estamos hablando más que muy bajito. Pero venga, vamos a confesar: hay una parte de cada cual que no quiere que se acabe el estado excepcional. Estamos agitadas, nerviosos, con la desescalada. Felices por volver a las terrazas y ver a amistades y familia, claro. Pero en estos días en los que a ciertas horas vuelve a hacer un fresco medio raro, nos agarramos a las tormentas extemporáneas y nos entran ganas de hacernos una bolita en casa, de decir que no a los planes que ahora sí podemos hacer.
Y claro, es difícil contarlo. Porque es contradictorio sentirlo. Sabemos que hay que reactivar la economía, y que será tranquilizador saber que pasó el momento de peligro más grave, y que el personal sanitario por fin va a tener respiro, y que todo eso es más importante que nuestros pequeños malestares.
Pero es que no se trata de que no queramos que termine la pandemia. No se trata de que queramos seguir así.
Es otra cosa. Un runrún. Una partecita. Esa voz interior que farfulla: “Ay, esperad un momentín, no me dejéis salir todavía”.
En cada etapa de la pandemia, como en cada momento de todo, ha ido habiendo mandatos de estar-bien-pase-lo-que-pase contra los que se revolvía alguna voz que otra, siempre con timidez. Ahora, bajo las loas entusiastas al regreso a los encuentros y las compras, late un miedo difuso, una angustia sin nombre, un nosequé. Que mencionamos solo en máxima confianza, y que recibe casi siempre como respuesta: “Tía, la verdad es que yo también”.
Este tiempo de excepción ha dejado en pause muchas cosas. Cuando decimos volver a la normalidad, ¿a dónde volvemos? Con el avance de las fases regresan también las decisiones por tomar que pudimos dejar detenidas un tiempo; los futuros individuales inciertos que parecieron cambiar de textura mientras era el mundo entero lo que estaba en jaque. Lo que estaba roto en marzo seguirá roto en junio. Una parte del temblor es ese reencuentro.
Pero es que, además, por el camino hemos perdido otras cosas. Mientras duraba la excepción, todo parecía irreal. Los muertos, y los ERTE, y lo devastado que está el país que nos espera ahí fuera. Ahora, en el regreso, las ausencias muestran sus huecos con una nitidez ineludible. Personas a las que no se puede ir a visitar cuando empiezan las visitas. Proyectos que no se pueden retomar cuando se retoman los proyectos. Lugares a los que no se puede ir cuando se vuelve a los lugares. En el mundo al que volvemos faltan cosas. Una parte del temblor es esa pena.
Y más: además de lo que sí sabemos que hemos perdido, está también lo que solo como una leve intuición somos conscientes de que ha cambiado, y aún no sabemos de qué manera ni en qué dirección. Un artículo de Berta Gómez ponía sobre la mesa esos sentimientos de tristeza, ansiedad y miedo que nos produce la relación con las nuevas normas, con esas sutiles mutaciones de lo cotidiano que se reflejan en guantes, metacrilatos y distancias, pero que en realidad nos hablan de otras cosas. De nuestra relación con la norma misma, por ejemplo; de lo difícil que es situar la delgada línea entre la responsabilidad y la obediencia.
¿Cómo ser buena ciudadanía sin ser un rebaño? La respuesta es muy difícil. ¿Cómo pensar los derechos fundamentales? ¿Cómo entender ahora la movilización? ¿Dónde hay balanzas en las que se puedan poner todos los elementos de esta ecuación inédita? Me hago estas preguntas mientras subo las escaleras frotándome las manos con gel en lo que ya se ha convertido en un gesto automático. Una parte del temblor es esa rabia, esa resistencia. Ese saber que por la puerta de la protección también entran amenazas. Ese sentirse pequeñitas ante algo muy grande.
Otra parte del temblor es el miedo tal cual. El miedo al contagio, el miedo al repunte, el miedo a la muerte propia y ajena. El miedo que se ha quedado en el cuerpo tras semanas de discursos del miedo. El miedo como inercia al salir a la calle. El miedo a afectar a alguien sin querer por un descuido o una mala decisión. El miedo a perder el trabajo. El miedo a no encontrarlo. El miedo a volver al confinamiento. El miedo a los y las demás. En un artículo de Jairo Vargas, V., una niña de nueve años, dice: «Antes yo era una niñita feliz, no tenía todos estos miedos». Los adultos estamos igual.
Y en medio de esos miedos, en estas semanas el caso es que pese a todo hemos ido encontrando luces. Pequeños esenciales íntimos que parecían un lujo inconfesable a veces, pero que han sido balsas, oasis, remansos. Momentos de risa o de encuentro, reconciliaciones con la soledad propia, disfrute de cosas pequeñas. Se valen la puesta en forma y la repostería, las amistades retomadas y los minutos al sol en la ventana. Cada quién sabrá. Tal vez una cierta paz o la noción de que pese a todo nos gusta la vida. Esas cosas en las que no da tiempo a detenerse en el ritmo acelerado de los días “normales”. Y que, ahora que estos parecen volver, quizá nos preocupa perder. Una parte del temblor es también esa nostalgia anticipada.
Porque este imprevisto de escala mundial puso todo patas arriba de repente. Lo laboral, relajado en plazos, cuando no detenido. Lo familiar, de vuelta al centro, con su despliegue de minutos que no pueden acotarse (o presente por ausencia, en el caso de las encerradas con nosotras mismas). Lo social, virtualizado. El consumo, bajo mínimos. Como indagaba muy bien Anna Pacheco, muchas de nosotras nos quedamos perplejas ante la falta de sentido que ha revelado lo que era fundamental en nuestra cotidianeidad, con este mirarla desde otro sitio. “¿Sirve para algo lo que hago?” Boom. ¿Qué pasa si la respuesta es “no”?
Quien más quien menos, todas hemos tenido alguna revelación en este tiempo. Y no, no es que necesitásemos una pandemia para darnos cuenta. Esa necesidad de tiempo, o de ralentí, o de otra vida: ya lo sabíamos, claro, como sabemos casi todo lo importante. Pero nunca se había dado una circunstancia que legitimase el priorizarlo. Y esta extrañísima situación no solo lo legitimó, sino que lo convirtió en lo adecuado.
Ahora, quizá la vocecita que se resiste un poco a volver a la normalidad lo que pasa es que tiene toda la razón del mundo al pensar que va a ser muy difícil mantenernos firmes ante la feroz inercia del mundo de siempre. Estas semanas hemos mirado esas preguntas desde la introspección, hemos revisado nuestras decisiones a la luz de esos destellos. Ahora volvemos a sacar la duda al mundo y a la mirada ajena: ¿aguantarán las conclusiones? Una parte del temblor es que eso, realmente, es como para temblar.
Así que así andamos, estos días. De los nervios, en un batiburrillo de temblores.
Pero bueno, ya lo hemos confesado.
Y ahora, como me decía una amiga el otro día –después de salir las dos del armario de que en realidad a ninguna nos apetecía mucho hacer planes–, “¿de qué manera se convierten un millón de dudas en mentes individuales en una corriente de cambio?”.