Análisis
La manifestación silenciosa de nuestros mayores
El sábado, mientras miles de personas salían el sábado a las calles envueltos en banderas contra las políticas en apoyo a las personas más afectadas por la pandemia, otras muchas marchaban en silencio, apoyadas en sus bastones, en los brazos de sus parejas, en sus sillas de ruedas… Nuestros mayores, los que más se han sacrificado en estos dos meses de confinamiento, vuelven a darnos con sus paseos una nueva lección de dignidad.
-No sabes la suerte que tienes de poder decir mamá hasta que ya no puedes hacerlo–, me contó que le dijo su madre mi amiga Lola.
A mis 19 años, aquella frase se me quedó grabada. Acababa de sentir por primera vez la punzada de la orfandad: “No-sabes-la-suerte-que-tienes-de-poder-decir-mamá-hasta-que-ya-no-puedes-hacerlo”. Con la muerte de mi abuela entendí que la orfandad no es una punzada, sino una mutilación: la pérdida deja un cráter de soledad que nunca te abandona. Da igual la de años que pasen y la de nuevas personas que pueblen tu vida. La ausencia siempre está ahí, como una sombra que no necesita de la luz para ser proyectada.
Estos días, vivimos en un país de miles de nuevos huérfanos, muchos de abuelos y abuelas. Ancianos y ancianas que no tuvieron la oportunidad de disfrutar de sus infancias, ni de las de sus hijos, y que, en muchos casos, convirtieron las nuestras en un territorio tierno como un bizcocho y tan lleno de aventuras como un barco pirata.
El sábado, mientras miles de personas obedecían al llamado de un partido fascista y salían a las calles envueltos en banderas para pedir el fin de un gobierno –no nos equivoquemos– por sus políticas en favor de los más afectados por la pandemia, también muchas otras salían arrastrando sus cansados cuerpos tras una vida de trabajo y entrega, para dejarse acariciar de nuevo por la brisa en la cara y los rayos de sol. Si alguien debería simbolizarla esta vuelta al espacio público, este paulatino final del confinamiento, deberían ser esas personas mayores que, silenciosas y abnegadas, vuelven a caminar por nuestras calles: muchas, apoyadas en un bastón o en el brazo de sus parejas; algunas, en sillas de ruedas; otras, pizpiretas, a varios metros de sus nietos, pero juntos al fin.
Si a alguien les debemos un reconocimiento por el sacrificio realizado en estos más de dos meses, es a nuestros mayores, que se tuvieron que recluir a sabiendas de que eran los más vulnerables al virus, pero también los más vulnerables al paso del tiempo.
Siete semanas son una eternidad cuando no sabes cuántas te quedan de vida, cuántas veces más podrás ser abrazado como si fueses un superhéroe o una superheroína por tus nietos; cuántas más podrás demostrarle a tus hijos que con un puñadito de habichuelas y fideos se puede dar de comer a una pechá de gente; o cuántas veces más podrás mirar a lo largo de la mesa y contemplar todo el amor que pariste o sembraste a lo largo de una vida. “De tu rosa he hecho un rosal”, cantaba Christina Rosenvinge a su padre. De las espinas que soportaron estos hombres y mujeres es fruto este país.
Nuestros mayores han vivido estos dos meses encerrados con el pensamiento recurrente de que miles de personas como ellos y ellas estaban muriendo sin que nadie pudiese hacer nada por salvarles. Decenas de miles en todo el mundo. Y que de enfermar, cuanto mayor fuesen, menos posibilidades tendrían de sobrevivir. Por no hablar del temor a no poder despedirse de sus seres queridos, o de que estos pudiesen siquiera asistir a su entierro. Según pasaban los días, y crecía la incertidumbre de cuánto tiempo podría durar esta situación, también afloraban las dudas: ¿merecía la pena pasar así lo que les quedaba de vida: solos, aislados, encerrados, asustados?
Por eso, volver a verles pasear por nuestras calles, sentarse en sus sillas de enea junto a sus puertas, o ir a hacer la compra cargando con sus carritos, debería ser motivo de celebración, pero sobre todo de agradecimiento: porque nadie se ha sacrificado más durante estos meses y nadie como ellos ha demostrado más paciencia y generosidad. Como dijo Juan José Millás en A vivir que son dos días, en la Cadena Ser, “Igual que yo espero que me cedan el asiento en el metro, yo cedería el respirador en un hospital a una persona más joven”. Nadie debería verse en la tesitura de tener que plantearse ceder su opción de seguir vivo. Menos, en una de las principales economías del mundo.
Ante la posibilidad de que, como advierten los expertos, vendrán nuevas oleadas de contagios, aprovechemos esta tregua para hacerles sentir bienvenidos de vuelta a la vida, para que sepan cuánto temimos perderles, cómo les hemos echado de menos y que las calles son más suyas que de nadie. De vuestras espinas haremos un rosal.
Por favor. Arrancad de vuestra mente, vocabulario, palabra y pensamiento el término NUESTROS MAYORES. No comprendo como se puede reflexionar sobre este tema desde semejante paternalismo. Después de todo lo que al respecto se ha escrito y dicho… Me sorprende.