Sociedad

Historia de un ascensor

Así cambió la vida un ascensor a un bloque de vecinos en Sevilla. Ni las fases ni la llegada de la 'nueva normalidad' darán libertad a quienes no pueden salir de casa porque no tienen ascensor.

Interior del ascensor, recién estrenado. OLIVIA CARBALLAR

Pedro pasa estos días confinado en su casa, como toda España, debido a una enfermedad llamada COVID-19. Ha cumplido 84 años y vive solo en un tercer piso en el barrio de la Macarena, en Sevilla. Baja a comprar lo estrictamente necesario: el pan y la fruta. Afortunadamente, no se ha contagiado. Concha, su esposa, vivió el pasado año confinada en ese mismo piso debido a una enfermedad llamada hidrocefalia, como todas las personas con movilidad reducida que no disponen de ascensor en el bloque en el que residen

“Lo mal que lo hubiera pasado ella ahora, con todo lo que vemos en la tele y lo miedica que era para esas cosas”, dice Pedro al otro lado del teléfono. Concha murió hace cuatro meses. Tenía 86 años. “Lloro todos los días. Y le hablo. Estoy muy solo y la echo mucho de menos”, prosigue con la voz encogida desde el mismo salón donde Concha vivió encerrada más de un año, ante la imposibilidad de bajar las escaleras. En septiembre, solo dos meses antes de su muerte, el Ayuntamiento instaló el ascensor en el que ahora Pedro sube y baja lo estrictamente necesario. 

Lo que van a leer es la historia de un encierro antes del coronavirus y de cómo un ascensor cambió o pudo cambiar la vida a un bloque de vecinos, en su mayoría personas mayores. Ni las fases ni la llegada de la ‘nueva normalidad’ darán libertad a quienes no pueden salir de casa porque no tienen ascensor. En España existen más de cinco millones de edificios con problemas de accesibilidad.

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Concha, 86 años, está tumbada sobre un sillón articulado en el salón de su casa. Una manta de cuadros la cubre desde el cuello hasta los pies. Lleva un cintillo rosa en su pelo rubio. Tiene los ojos cerrados y las gafas puestas. La tele está encendida. Pedro, su marido, entra y sale de la cocina. Está rebozando pescado y anda tristón porque le han robado la bici en el patio del edificio. Aún monta en ella con 83 años. En la estancia, adornada con fotos antiguas –de la boda, de los tres hijos que vivieron bajo este techo–, en la misma estancia donde Concha recogía la mesa como un torbellino y cantaba y reía, todo a la vez, solo se escucha hoy el murmullo de la presentadora, que habla de la exhumación de Franco. Es un tercer piso de 44 metros cuadrados ubicado en el barrio de la Macarena, en Sevilla. 

Concha y Pedro entraron en él a principios de los 60, tras salir huyendo del bajo en el que vivían. El arroyo Tamarguillo se desbordó y el agua arrastró miles de casas. Concha y Pedro, con su primer hijo nacido un año antes, llegaron entonces a este lugar, un piso nuevo, recién construido por el Patronato Público de Vivienda, un refugio en alto, separado del suelo por tres tramos de escaleras. Entonces, vivir en un tercero era lo mejor que les estaba ocurriendo. No había ascensor ni en ese ni en muchos otros edificios de Sevilla. No existían normas de accesibilidad. No imaginaron que a Concha, un día, se le acumularía líquido en las cavidades del cerebro y empezaría a dejar de moverse. No imaginaron que Pedro, primero carbonero y luego ferretero, necesitaría llevar una faja para aliviar los dolores lumbares causados por ayudar a Concha a subir y bajar las escaleras. No imaginaron que envejecerían.

El ascensor sube y baja en una torreta anexionada al edificio. O. C.

En el pequeño salón reposa la grúa con la que, desde hace unos meses, cuando la enfermedad avanzó, Pedro traslada a Concha del sillón articulado a la cama, de la cama al sillón articulado. Cada mañana. Cada noche. Ahora, hoy, es mediodía. Octubre de 2019. Una cortina amortigua la luz dura que brilla al otro lado de la ventana. “Obras de mejora de la accesibilidad e instalación de ascensores en edificio de viviendas”, anuncia un cartel sobre la puerta enrejada de entrada al edificio, coronada por pinchos. El Ayuntamiento, tras una selección basada en criterios sociales, bajos recursos económicos y situaciones graves de accesibilidad, concedió una subvención a la comunidad de vecinos para instalar un ascensor, que lleva funcionando apenas un mes y medio. De 132 solicitudes, solo se adjudicaron ocho, y este ha sido el primero terminado. Para la concesión de la ayuda, la situación de Concha fue decisiva: ha estado encerrada en este edificio sin balcones, en su propia casa, un año, dos meses y siete días. 

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-Mira, caben seis personas, indica Mariano tras pulsar el botón que activa la apertura del ascensor.

Es martes. Seis y veinte de la tarde. En medio del patio, al aire libre, se alza hacia el cielo una columna de hierro rectangular forrada de PVC blanco. Dentro de la estructura sube y baja el elevador. Mariano está en la planta baja, en el patio, esperando a que comience la primera reunión de la comunidad desde que el aparato comenzó a funcionar. Él tiene 60 años y vive en la planta más alta, en la cuarta, hasta donde sube y baja casi a diario el carrito de su nieta. Antes del ascensor, lo dejaba en el maletero del coche para no cargar con el peso. Y subía las escaleras con la niña en los brazos, ahora a punto de cumplir dos años.

–¿Ves? 

Lo primero que aparece cuando se abre la puerta, oscura, impoluta, es una ráfaga de luz, blanca, potente. Es como si la luz hubiera estado haciendo fuerza desde dentro para que se abriera. 

–Aguanta 650 kilos. 

El cubículo tiene las paredes grises y plateadas. Un espejo cuadrado al fondo refleja reluciente la imagen de Mariano, moreno, con camiseta de manga corta negra, con bigote. Se ven también algunos buzones colgados en la pared de atrás. No hay nada mágico, ningún botón ni avance tecnológico que lo distinga de otros ascensores que se cogen a diario. Y sin embargo, la perspectiva de Mariano es distinta. El espejo duplica la escena y muestra una nueva dimensión: un nuevo Mariano, una nueva vida.

La ley dice que todos los edificios deben ser accesibles. El Real Decreto Legislativo 1/2013, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley General de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social, daba de plazo hasta el 4 de diciembre de 2017 para realizar las adaptaciones. La realidad dice otra cosa: en Sevilla, casi la mitad de los bloques de más de cuatro plantas no tiene ascensor, según los datos de la última encuesta del Instituto Nacional de Estadística. La Federación Empresarial Española de Ascensores calcula que en España existen más de cinco millones de edificios con problemas de accesibilidad y, en concreto, más de 1.200.000 edificios de viviendas construidos antes de 1981 carecen de ascensor. Y según un estudio elaborado por la Fundación Mutua de Propietarios en colaboración con la Confederación Española de Personas con Discapacidad Física y Orgánica, más de 1,8 millones de personas con movilidad reducida (el 74%) precisan de ayuda para salir de sus casas. Unas 100.000 personas (un 4%) que no disponen de este apoyo no lo hacen nunca. 

“Estamos muy contentos. Esto es como si nos hubiera tocado la lotería”, repiten los vecinos y vecinas, aún con la emoción de haber salido en la tele el día que el alcalde fue a inaugurarlo. Como cuando toca el Gordo de Navidad y descorchan champán y vienen los periodistas a preguntar qué van a hacer con tanto dinero. Qué van a hacer con un ascensor. Cómo les va a cambiar la vida.

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La primera vez que Concha usó el ascensor fue para ir al hospital, el 11 de octubre de 2019, un mes después de que entrara en funcionamiento. Aquel día su hijo, que se llama Pedro como su padre, vio que su madre no reaccionaba. 

Llega la ambulancia. Dos celadores entran en el ascensor con una silla de ruedas. Suben al tercer piso en menos de un minuto. Trasladan a Concha del sillón articulado a la silla de ruedas. Entran en el ascensor con Concha en la silla de ruedas. Bajan en menos de un minuto. La trasladan a una camilla y se van en la ambulancia.

Todo ese proceso duró menos de lo que Concha tardaba en salir a la calle meses antes de quedarse encerrada: 20 minutos para bajar y 20 minutos para subir. 45 escalones con la ayuda de Pedro. 15 por planta. La última vez que bajó por las escaleras la tuvieron que subir entre Pedro y varios vecinos, a pulso, sentada en una silla de ruedas. 

Ella siempre quería intentarlo. Nunca ha parado de luchar. Siendo muy pequeña, su madre salió huyendo con ella y sus hermanos cuando fusilaron a su padre, después de que Franco se sublevara y empezara la guerra. Con ocho años, comenzó a trabajar sirviendo casas, cuando cargaba con los libros de los hijos de la “señora” hasta la escuela. Ella se quedaba fuera. Entonces, si no nacías en una familia de clase alta, vivías abajo. 

Pedro se levanta la camiseta y muestra la faja negra que le cubre el torso, desde la cinturilla del pantalón hasta debajo del pecho.

–Lleva 14 años enferma. Al principio le dijeron que era una contractura muscular. Luego que era un tumor y que se iba a morir, en 2005. Hasta que un neurocirujano la vio: ¡Esta mujer tiene hidrocefalia y la cabeza le va a pegar un explotío! Ha tenido rachas buenas y malas. Cuando nos dijeron que nos habían concedido el ascensor estaba muy ilusionada, estaba todavía en condiciones. ¿Pero te quieres creer que luego, cuando se pusieron a hacer el foso, no quiso salir a ver lo que estaban haciendo? Bueno, creo que solo salió una vez en la sillita a verlo. No quería verlo. 

–Yo mandé al periódico una carta al director porque no terminaban de instalarlo –tercia su hijo, que ha ido a visitarla–. Entre unas cosas y otras, el ascensor ha tardado un año. Pero en cuanto mi padre mejore un poquito de la espalda, la sacamos ahí abajo.

–Y vamos a la farmacia a pesarla, que hace mucho que no se pesa. A ver a la Mari Carmen. 

–Ahora es cuando se ha dado cuenta mi padre de lo que es el ascensor. 

–Y tengo que bajar cuatro o cinco veces porque ahora soy yo el que hago los mandaos. Subir me cuesta la misma vida. Tengo que ir echando la pierna sobre un escalón y parar, echar la pierna y parar. 

Pedro habla todavía en presente, como si no terminara de creerse que el ‘tengo que ir’ ya es ‘tenía que ir’.

Una señal de salida colgada en la escalera del edificio. O. C.

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El edificio, construido sobre un solar independiente en la plaza San Gabriel, está compuesto por dos bloques de 10 pisos cada uno, separados entre sí y unidos a la vez por una escalera. La torre del ascensor, anexionada a las gradas, preside ahora el inmueble. Abajo, en la plaza, se siente una leve brisa, incapaz de mover los robustos árboles. Hay un parque infantil, un bar, una farmacia, una tienda y una iglesia. Arriba, en la ventana del salón del segundo B, bajo el alféizar, ondea suavemente la ropa tendida sobre unas cuerdas. Es sábado. Sigue siendo octubre. Once y media de la mañana. Un olor a lejía penetra en la nariz nada más entrar en la casa de Ana y Rafael, ambos de 70 años. El sol que seca fuera la ropa se adentra hasta la pequeña estancia. Ana aparta el cubo de la fregona. “No puedo ofrecerte un refresco porque no tengo”, se excusa. 

Como en la casa de Concha y Pedro, el pasado ocupa su lugar: las entradas con las que Ana y Rafael fueron por primera vez al cine, una foto de Ana con un brillo en la cara de actriz de Hollywood. “Este es mi nieto, de diez años, el hijo de mi hija Ana María. Viven en Alcalá de Henares”, muestra ella, pizpireta, vestida con un bambo fresquito, con el marco en la mano y una medalla de la Esperanza de Triana colgada al cuello. Rafael, alto, con camisa y pantalón de pinzas, desbloquea su móvil, que tiene como fondo de pantalla una imagen de Jesús del Gran Poder. Abre su WhatsApp y busca las últimas fotos que su hijo, que se llama como él y que vive en Brasil, le ha enviado de su nieta recién nacida: “Cuando llegamos aquí, en junio de 1977, no había ni cancela. Nosotros éramos jóvenes, y siendo joven no se piensa”.

Antes de que llegara el ascensor, Ana, operada de las dos rodillas, ha pensando muchas veces en mudarse hasta donde vive su hija: “Estos años he subido y he bajado como he podido”. Antes del ascensor, Pedro, que dejó la Guardia Civil por no soportar los destinos alejados de su familia, sintió en muchos momentos angustia: “¿Y vamos a cambiar de casa, a un sitio que no conocemos y en el que a lo mejor luego estamos más solos?”. Antes del ascensor, los dos tenían miedo a ponerse enfermos: “Porque a mí me han puesto infiltraciones en el hombro. Pero yo pensaba que qué hacía yo si Rafael se me ponía malo”.

–María, con 93 años, se tuvo que ir y vender el piso –dice Rafael–. Y mira Concha.

–Y mira Concha –repite Ana.

–Algunas veces parece más espabilada.

–Pero desde que dejó de bajar, se puso peor, Rafael.

–Sí, se le ha caído dos veces ya a Pedro. 

Rafael enumera los logros que consiguió cuando años atrás fue presidente de la comunidad: las tuberías nuevas para que llegara el agua a la última planta, las ayudas para quienes no podían hacer frente a la cuota… “Y con eso estuvimos defendiéndonos. Empezaron a entrar personas mayores que, con el tiempo, fallecieron. Los bajaban como se podía, por las escaleras. Se alicató la escalera, se pusieron los azulejos del patio, el suelo. Ya lo que quedaba era el ascensor. Y gracias a dios lo hemos conseguido bien subvencionado, porque hay bloques que han tenido que pedir un préstamo al banco y subir la cuota de la comunidad”.

El 95% de los 75.000 euros que ha costado ha sido financiado por el Ayuntamiento, que ha gestionado todo el proceso. El 5% restante, 3.750 euros, lo han pagado los vecinos. El consistorio ha creado estas ayudas tras comprobar que otras subvenciones que estaban concediendo administraciones superiores –que solo cubrían una parte y dejaban todo en manos de la comunidad, con la dificultad de llegar a acuerdos que ello supone–, no estaban solucionando el problema. En algunos casos, la propia arquitectura de los edificios ha impedido instalarlos.

Ana se asoma a la ventana y empieza a descolgar la ropa, ya seca. Una camisa, un pantalón, una toalla, y lo coloca todo sobre un sillón orejero, pegado a una mesa cubierta por un mantel de hule floreado. En otras temporadas, además de su casa, Ana limpiaba las escaleras del edificio tres veces a la semana. “¿Tú te has fijado en los azulejos?”, dice mientras sale hasta el descansillo de la planta para mostrarlos. 

Un joven baja raudo por las escaleras en un visto y no visto, en una secuencia que dura lo que dura su saludo: “Hola”. En ese mismo momento llegan los vecinos de enfrente, José y Mercedes, cogidos del brazo. “Yo prefiero subir y bajar los escalones, me da miedo el ascensor. Solo subo cuando voy acompañada”, explica ella, con un menisco roto. “Esto es vida y calidad de vida”, añade su marido. Ambos, de 68 años, llegaron a este edificio cuando tenían 54. “Veníamos de un bloque con dos ascensores. Pero mis hijos se fueron yendo y era muy grande para nosotros solos. Cuando llegamos aquí, ya empezamos a plantearnos el problema. Los años no pasan en balde”, reflexiona José. Mercedes se suelta de su brazo para abrir la puerta de su casa. Es la hora de comer. 

5

En la tercera planta, en el piso de al lado de Concha, el timbre no funciona. Hay que llamar hasta tres veces. Es martes. Ya es noviembre. En la calle falta poco para que se enciendan las farolas. “Hola”, dice Mateo, el mismo joven que baja raudo por las escaleras. Tiene 16 años, la piel muy clara y el cabello moreno. Lleva una sudadera que dice A dream whitin. Un sueño dentro.  “Espera, le voy a preguntar a mi madre”. Desde la puerta se escucha el ruido de la lavadora mezclado con las últimas risas de la tarde en la plaza. “Ah, sí. Pasa, pasa, perdona que el otro día me pillaste a punto de irme a trabajar. Ahora tengo un momento, que tengo turno de noche”, dice Estrella, pelo corto, vestida con vaqueros y una camiseta. Tiene 49 años y trabaja como limpiadora en un hospital. Madre e hijo viven aquí desde hace ocho años. Venían solos desde Valencia, de otra historia, de otra vida, buscando un hogar y la cercanía de la familia en Sevilla, donde nació y se crió Estrella. Unas cerámicas pintadas por su amiga Lourdes presiden la pared central del salón. En otra pared luce un campo de trigales pintado por la madre de Lourdes. En ese campo jugaban cuando eran pequeñas Estrella y Lourdes, la amiga que le ha prestado la casa a Estrella. En este piso, este es todo el pasado que hay a la vista.

Las paredes no pesan. No hay fotos antiguas. Ni imágenes de santos. En el suelo no hay losetas. Tres perritos corretean sobre unas finas láminas que imitan la madera. En una mesa rectangular, tres ordenadores portátiles. En una esquina, una estantería con libros: varios volúmenes sobre océanos, uno sobre bichos. Dice Mateo que El Manifiesto Comunista de Marx y la obra de teatro que ha escrito su tío deben andar por otro sitio. Dos ventanas abiertas. Desde dentro se ve un trocito de la bandera republicana que Estrella colgó en la ventana, hacia afuera, el día que exhumaron a Franco. Sobre la puerta derecha de un armario, un cartel reza: “Proletarios/as. Gente con clase”. 

–Yo no uso mucho el ascensor cuando voy sola, y menos cuando voy con los perros. Pero el otro día subí mis dos bombonas de butano. Es un regalo tener un ascensor, la verdad. Pienso en el día en que tenga que buscar otro piso y en que no pueda hipotecarme en uno con ascensor y… Porque yo ahora estoy muy bien físicamente, pero a mí me va a pasar lo que le está pasando a las personas mayores de este bloque. Fíjate Concha. Yo fui su cuidadora dos años. 

Mateo, parapetado detrás de la pantalla de un portátil, no pierde detalle de lo que pasa a su alrededor. En España está a punto de conformarse el Gobierno tras una repetición electoral. A él le faltan dos años para poder estudiar lo que quiere: Ciencias Políticas. No comprende que durante la campaña no hayan hablado, opina, de lo que de verdad le importa a la gente.

–En esta barriada tan próxima al centro, de gente trabajadora, muy humilde, ahora está entrando otro tipo de personas, con estudios. Y el ascensor da otro caché al edificio. Es posible que lleguen vecinos que enriquezcan y que le den otra categoría a esto porque el sitio es para eso –cuenta Estrella.

La subida de los precios del alquiler y el aumento de los pisos turísticos en el centro de la ciudad están expulsando a los residentes a los barrios aledaños como este. La plaza de San Gabriel, en la barriada Huerta del Carmen, dentro de la Macarena, se ubica en un lugar estratégico: junto al Parlamento de Andalucía y uno de los dos principales hospitales de la ciudad, próximo a dos facultades y a una de las principales vías de entrada y salida. “Ascensores ya”, exigen unos carteles sobre las escaleras de varios bloques alrededor de la plaza. En algunos de los escasos edificios que ya tienen ascensor cuelgan imágenes de vírgenes a modo de altar.

Estrella se despide de su hijo, coge el ascensor y se va a trabajar. A la salida, junto a la puerta principal del edificio, permanece intacto sobre la pared un cartel del Cristo de la Bondad, el nazareno con la cruz a cuestas que procesiona, cada año, el sábado después del día de los difuntos. Sobre los hombros de los costaleros, días atrás, salió a la plaza en menos tiempo de lo que Concha tardaba en bajar las escaleras. 

Una mujer y un hombre ven desde un bloque vecino, aún sin ascensor, la procesión del Cristo de la Bondad, que sale en noviembre. O. C.

6

Los adornos de Navidad salpican la ciudad. Es jueves. Diciembre. Pedro ha bajado con su bici por el ascensor y ha salido a dar una vuelta. A su regreso, ha subido con la bici en el ascensor y la ha guardado en su casa. Después ha llegado su hijo y se han puesto a hablar. Mientras su hijo hablaba por teléfono y él recogía algunas cosas que Concha ya no va a usar, ha sonado el timbre. Y Pedro, abrigado con un forro polar azul con la cremallera hasta arriba, ha abierto la puerta. Son casi las 11 de la mañana. Pedro no da un paso. Ni da dos besos. Ni dice hola. Ni dice nada.

–¿Le pillo en mal momento, Pedro?

Al fondo se ve parte del sillón articulado de Concha. El hijo mayor, que sigue hablando por teléfono, entra y sale de la cocina.

–¿Es que ha empeorado Concha?

Al fondo, su hijo se sienta en el sillón articulado. 

–Ya no está –alcanza a decir Pedro, retraído, quieto.

Concha murió el sábado 30 de noviembre de 2019. Hasta ese día, desde que estrenó el ascensor para ir al hospital, no había vuelto a usarlo. 

–El lunes tenía cita en la peluquería. Y también esta misma semana con la chica que le hacía las uñas. Había mejorado y comía mucho. Estaba guapísima. 

Entre pausas para reponerse, Pedro recuerda cómo fueron los últimos momentos de Concha, rodeada de su familia en el piso donde los sacó adelante. El mismo piso que la rescató de la inundación y el mismo piso que la condenó a vivir arriba. Las escaleras llegaron a tiempo de salvarla del agua. El ascensor llegó demasiado tarde, cuando la enfermedad ya le había cubierto la cabeza. 

–Se quedó sin disfrutarlo.

Más tranquilo, Pedro cuenta que los paseos en la bici como el de esta mañana le sirven para despejarse. 

–Es un bici nueva que me ha traído mi hijo. Yo ya con el ascensor no la dejo en el patio. La subo y la bajo siempre conmigo.

7

Los vecinos se dieron cuenta de que el ascensor les había cambiado la vida durante los días en que una furgoneta de obras estuvo aparcada junto al portal.

Es jueves. Cinco de la tarde. “Sí, pasa, pasa”, dice Fini desde el cuarto, al otro lado del telefonillo. Un palo en medio de la puerta del ascensor impide el acceso. Un cartel indica que no funciona. Un obrero canturrea mientras baja por las escaleras con un cubo de escombros. En la segunda planta, otro obrero trabaja tumbado en el suelo del descansillo. Solo se ven sus piernas. La otra mitad del cuerpo cuelga dentro del hueco del ascensor. Está quitando algunos restos de cemento que han caído sobre el techo del cubículo. El agujero, oscuro, se extiende hacia arriba como una cavidad del cuerpo. Las cuerdas anchas que elevan y bajan el aparato parecen las venas. Las primeras lluvias han entrado al ascensor. “Estamos poniendo estas rejillas y unos desagües para que el agua no vuelva a entrar dentro”, explica el obrero. 

Hay que saltar sobre sus piernas para seguir ascendiendo. En la atalaya del edificio, desde el descansillo de la cuarta planta, Mariano observa la plaza con Giulia, su nieta, subida a una pequeña silla de madera. “Pasa, pasa”, indica Fini desde la puerta. “Llevamos unos días sin ascensor y están los vecinos que trinan. A lo bueno se acostumbra uno rápido. A lo malo no. 50 años sin ascensor y ahora no podemos pasar un día sin él”. 

Fini, administrativa, 59 años, pelo caoba, ojos negros, labios pintados de rosa, ha sido la encargada de entregar todos los papeles que requería el Ayuntamiento: “Estrella hizo toda la primera parte, que fue en verano, y reunió a los vecinos para recoger las firmas que hacían falta”. Mariano espera la jubilación tras toda la vida trabajando en la imprenta. Aquí llegaron en 1984, cuando se casaron.

–Pues exactamente, exactamente, el ascensor comenzó a funcionar el 11 de septiembre. Un 11-S. Nunca me habría imaginado que aquí iba a haber ascensor –dice Mariano. 

-Jamás en la vida, porque aquí en 2010 se solicitó uno por la Junta de Andalucía, pero hubo problemas entre los vecinos por el dinero que había que poner, que era mucho más que ahora. Y aprobado y todo se quedó sin poner. Toma, Giulia, pinta en este papel. Luego salió esta convocatoria. Nada, no nos va a tocar. Pero bueno, la vamos a echar. Pues nos tocó, nos tocó por h o por b, por Concha, por la situación económica de los vecinos, por la edad y porque entregamos toda la documentación que nos pedían, que no era poca. 

Giulia colorea unos círculos que le acaba de dibujar su abuela. En una pared del salón luce un cuadro hecho por su padre, el hijo de Fini. “A mí me gusta Klimt y la tranquilidad que me dan los cuadros de Hopper”, dice Fini mientras desaloja de trastos la mesa. En la pared central hay una foto ampliada de Manhattan. “Es que me gusta mucho Nueva York, me encantaría ir, pero no creo que vaya”. Giulia coge ahora un carrito de la compra de juguete con algunas naranjas de verdad. Hoy, como el ascensor está estropeado, su carrito de paseo se ha quedado guardado en el maletero del coche. Hoy Fini no llamará al ascensor. Ni tampoco dirá: “¿A que es bonito? Es como vivir en un bajo con la alegría de un cuarto”. 

Vecinos y vecinas del barrio, en una recogida de firmas. Cedida por la comunidad

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