Los socios/as escriben

‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 22.

Vigesimosegunda entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'.

Esto es lo primero que escribo con mis primeras lentes progresivas. ¡Nos hacemos mayores! Creo que el orgullo de ver cómo aquí me han sabido graduar y corregir la vista cansada me hace mucho más efecto que el estar perdiendo facultades. El hacerme mayor es inevitable y ya lo tenía asumido, en cambio el que la gente sea capaz de organizarse y cuidarse es un logro maravilloso, precisamente porque no siempre lo conseguimos.

Aquí en la comunidad autónoma Vicenta está bastante mejor, al menos de momento. Ya volvió a sus dietas de fuertecista valenciana. Temporadas de «crecer» a base de mucho trabajo de alto esfuerzo y mucho arroz con pollo, en homenaje a la paella pero en aburrido. Temporadas de «definir» a base de comer de la huerta, y apreciar los colores en el plato, a falta de carbohidratos.

Yo, ahorita que estoy en zona libre, aunque sea provisional, volví a la dieta vegana a la que me acostumbré en casa. Además, que estamos en el Mediterráneo, ¡el mar que vio nacer al hummus! Y también estoy más animada. Las condiciones objetivas es lo que tienen. Sabes que el fascismo sigue torturando, no sabes si a tu vecina la han apalizado, pero ya comes rico y sano, ya duermes bien por las noches porque no escuchas gritos, y ya pues eres más feliz.

No entiendo cómo puede soportar la gente vivir como viven bajo el fascismo, no entiendo cómo soportan el trabajo. O más bien, entiendo que no lo soporten. Aquí estamos tratando de implantar una ética del trabajo similar a la que llevábamos en las tierras libres. Se considera adecuado entre seis y doce horas al día, incluyendo los trabajos de cuidados, claro está. Excepcionalmente se puede trabajar más, si predomina el trabajo-juego, tareas que te gustan tanto que las harías aunque no fueran útiles. O también excepcionalmente se puede trabajar menos, si predomina el trabajo-sacrificio, tareas duras que se hacen exclusivamente porque alguien tiene que hacerlas. Con ese reparto nos aseguramos de que ni siquiera las personas con una dependencia que precisa cuidados continuos quedan desatendidas, y a la vez el no quemar a los cuidadores. 

Ahora que tengo tranquilidad, tiempo y libertad, me estoy dedicando a hacer trabajo teórico. La clave más realista se apoya en lo que hice por el momento, que es hallar la función clásica de las distintas cepas que vaya aislando: cómo responden a distintas combinaciones de inputs metabólicos. En realidad, eso es todo lo que se puede hacer con inputs y outputs clásicos. Cuando consiga integrar bien las proteínas fotoquímicas en mis proteínas de procesado, podré empezar a preparar (y medir) en distintas bases para verificar su comportamiento cuántico. Esa será la parte difícil, la que empezaremos en el Norte. Creo que podemos jugar primero con testigos de la coherencia cuántica de los procesos. No veo claro que nos vaya a ser posible hacer tomografía de estados cuánticos, el examinar en detalle todo lo que se puede saber de nuestros qubits cuando se encuentran en superposiciones coherentes, pero nos podremos arreglar con esas señales indirectas, los testigos de la coherencia.

Es positivo, pero también es el terror de ver cómo pasan las décadas y el proyecto avanza y los años que me quedan de vida retroceden. Y el terror complementario, al fracaso vital si después de tanto sacrificio no lo conseguimos. Un poquito por toda la inversión social, energética y material desperdiciada en mi idea loca, pero sobre todo mi propia vida, mi propio corazón, porque al final sin la dignidad individual, ¿qué nos queda?


Tren al norte, al paso por Tolosa de Lenguadoc, agosto de 2088

Qué paliza. Esto es peor que hace 30 años. Mis rodillas están llenas de piezas mal lubricadas, y hace dos noches me cayó una maleta en la cara y además de magullarme la nariz, que estuvo un rato sangrando, me cascó la lente izquierda, con lo que ahora veo el mundo medio borroso.

Viajan con nosotres desde España dos mujeres de nuestra edad, que parece que tengan el ciclo del sueño cambiado, como Rosario cuando le da por ahí. Pero que no están educadas en convivencia, porque reclinan los asientos como si viajaran solas. Levantan la voz como si nadie entendiera su idioma, y no callan en toda la noche. Ni callan, ni dejan de toser, ni olvidan bajar a fumar en cada parada.

Una contando que si en trece años de casada es la primera vez que viaja sin el marido. Que dejó al niño llorando, mamá no te vayas. Que si calculaba que el marido iba a necesitar cinco dosis de tranquilizante. La otra, que si es que lo tenía mal acostumbrado, que fueron ya trece años de encontrarla dentro de casa cada vez que llegaba y abría la puerta, que hasta cuando salía a comprar ya se le ponía de los nervios.

Es horrendo pensar que es algo menos de trece años también lo que llevamos en territorio fascista, haciendo la revolución de Rosario. Llegamos cuando este matrimonio-prisión arrancaba, y todas las opresiones en las que se basa esta sociedad siguen en marcha. La utopía que hemos dejado tejiéndose en las comunidades autónomas parece ahora una locura. ¿Cómo va a salir algo sano de esta sociedad? Yo ya lo sabía antes de venir, pero ahorita lo veo más claro. ¿Qué utopía van a tejer, con estos mimbres?

Aunque, a la vez, ¿cómo no intentarlo, estando todo por hacer y teniendo todo por ganar?

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