Cultura
La razón, el ruido, la furia
'La mirada' de José Ovejero: "Lo que pretenden estos predicadores postmodernos al destruir las bases de una mínima ecuanimidad es derribar cualquier fuente de autoridad".
‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todas las de José Ovejero aquí.
La razón tiene un historial ambiguo en Occidente. Cuando se libró del yugo de la religión, que la obligaba a concluir solo aquello que se ajustaba a la fe –y las hogueras crepitaban cuando el pobre pensador no conseguía adaptar su pensamiento al hocuspocus dominante en la cultura oficial–, abrió un mundo nuevo. No diremos que todos los ilustrados fuesen siempre razonables –ahí está Voltaire despotricando contra los judíos o escribiendo con desprecio que nunca se pretendió ilustrar a zapateros y criadas–.
Si la fe tenía sus amos, la razón no estaba exenta de servidumbres: los burgueses (blancos, occidentales y hombres) se arrellanaron en los sillones del poder, midieron y se dividieron el planeta mientras hacían volutas de humo con la libertad, la igualdad y la fraternidad. Como el mundo no pertenecía a nadie por herencia divina o de sangre, cualquiera podía reclamar su parte: el individuo, dotado de iniciativa e inteligencia, hacía valer sus derechos frente a la tradición y las normas arbitrarias.
Es verdad que a primera vista parecía un mundo más… razonable. No había dogmas, sino que el conocimiento avanzaba empujado por el pensamiento y la ciencia. Pero no hubo que esperar a Hiroshima y al Holocausto para descubrir que no el sueño de la razón sino la razón perfectamente espabilada producía monstruos: lo sabían ya muy bien los pueblos colonizados por Occidente en los que murieron decenas de millones de personas a cambio del privilegio de oír hablar de razón, progreso, Estado de derecho y libertad (sobre todo de comercio).
Si sobre los escombros de la fe crecieron frutas extrañas –personas que defendían la amoralidad absoluta como expresión de la libertad individual, ahí está Sade, o el exterminio de pueblos enteros en aplicación del pragmatismo–, de las ruinas de la razón surgieron medicinas salidas de hipótesis delirantes e indemostrables, religiosidades de baratillo y un irracionalismo que tuvo su explosión brutal a mediados del siglo pasado pero que sigue asomando la cabeza en distintas partes del globo.
Incluso quienes seguimos confiando en la herramienta de la razón sabemos que es una herramienta mellada y que a menudo oculta las intenciones de quien la sostiene. Pero también sabemos que la irracionalidad es un arma aún más peligrosa. Porque si en todo derecho, en todo orden social o económico racional siempre se encuentra la semilla de la injusticia, la arbitrariedad es el arma del despotismo.
Por eso dan tanto miedo esas personas que chillan, no solo estos días, para que el ruido de sus exabruptos acalle el pensamiento. Quienes afirman cualquier cosa que convenga a sus objetivos sin importarles la verdad. Todos esos que pretenden ensuciar, no por casualidad, tres pilares básicos del orden social: la ley, la ciencia, el conocimiento. Berlusconi fue uno de los primeros en arrastrar por el barro a los jueces que investigaban no solo su corrupción sino la de toda una casta política, también en insultar a los periodistas que informaban de ella. Pero por mucho que se amedrentase a la justicia –exigiéndole impunidad y silencio– y se castigase a periodistas díscolos, aún quedaba la ciencia por silenciar.
Están en ello. Los alegres negacionistas del cambio climático; el inefable presidente que ofrece para acabar con la epidemia cualquier solución que se le pasa por la cabeza (cuánto daría yo por poder asomarme a su interior: tiene que haber allí mundos sin explorar, un caos de dimensiones cósmicas); quienes ajustan su mirada al mundo, de acuerdo con lo que quieren que sea, no con lo que nos van revelando sucesivos descubrimientos científicos (los niños tienen pene, las niñas vulva, que no te engañen).
El objetivo de estos irracionalistas es evidente. La furia con la que fustigan –y amenazan de muerte– a jueces, periodistas y científicos podría hacer pensar en locos vesánicos, en Savonarolas postilustrados que enarbolan nuevos crucifijos frente a los pecadores. Pero saben perfectamente lo que hacen: también ellos usan la razón y la ciencia para sus cálculos, proyecciones y previsiones, sofisticadas herramientas tecnológicas, tienen think tanks reflexionando sobre cómo allanarles el camino.
No están locos, ni tontos. Sus afirmaciones delirantes encuentran cada vez más eco entre los desorientados y los descontentos cuya confianza en las instituciones han ido minando poco a poco. Porque lo que pretenden estos predicadores postmodernos al destruir las bases de una mínima ecuanimidad –repito: la ley, la información, la ciencia– es derribar cualquier fuente de autoridad. Y cuando la autoridad desaparece en su lugar solo queda el poder. Y el poder lo tienen ellos –o quienes los financian–. Lo tienen, pero quieren más; mucho más. Y destruir a todo el que razone en su contra.
Gracias, Martín.
Si continuara ejerciendo mi profesión docente, estoy jubilado desde hace once años, haría copias de este artículo para todo mi alumnado, pidiendo previamente permiso al autor y a la dirección de la revista.
Lo haría para proseguir la lucha contra la estulticia rampante a mi alrededor, contra el vocerío desaforado del creciente facherío irracional, para aportar razonamientos en el debate que me espera al final del confinamiento.