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Relatos virales #2

Virus, catástrofes y monstruos. Daniel Heredia y Rubén González navegan entre la realidad y la ciencia ficción para presentarnos una reflexión biopolítica en estado de emergencia.

Fotograma de la película Godzilla (1954)

Japón, 1954. La ciudad de Tokio es devastada por una gigantesca criatura prehistórica, que emerge tras la detonación de las bombas atómicas. La naturaleza, perturbada, se vuelve contra la humanidad, en un poder indómito e inabarcable.

Australia, 1981. El agotamiento de los combustibles fósiles acaba por desatar las tensiones de la guerra fría y el mundo se sume en un apocalipsis nuclear. Al tiempo, el escaso petróleo se convierte en la fuente de la vida en un escenario de anarquía salvaje.

Estados Unidos, 1997. La inteligencia artificial alcanza el punto de singularidad. Entendiendo que la principal amenaza para la supervivencia del planeta son los propios seres humanos, el 29 de agosto, la red de redes comienza una guerra de exterminio con eficiencia mecánica.

Estados Unidos, 1996. Un desconocido virus mortífero aparece en la ciudad de Filadelfia, expandiéndose rápidamente y causando estragos en la población mundial. Para evitar el contagio, la humanidad sobrevive confinada bajo tierra durante 29 años. Se atribuye la liberación del virus a un grupo terrorista.

Estados Unidos, 1998. Una cadena de muertes en un pequeño (y ficticio) condado, son el inicio de una misteriosa enfermedad capaz de reanimar las funciones primarias de los muertos, transformándolos en violentos (e infecciosos) cadáveres caníbales. Se responsabiliza a unos laboratorios biotecnológicos de la misma ciudad.

Reino Unido, 2013. Se filtra una extraña publicación (una novela gráfica) que se dice ha predicho con anterioridad (y gran detalle) la emergencia de algunas de las mayores epidemias del siglo XX, así como otras por venir. Se rumorea que es producto de un empleado descontento de una red de «carácter filantrópico» que vela por evitar el mayor mal de nuestro tiempo: la superpoblación mundial.

Reino Unido, 2027. El mundo está consternado por la muerte de la persona más joven del planeta. Diego Ricardo tenía 18 años, 4 meses, 20 días, 16 horas y 8 minutos. Casi dos décadas de infertilidad generalizada, han llevado al colapso de los países, ahora en permanente estado de excepción. Nadie conoce las causas exactas de este mal, aunque algunos señalan a la manipulación genética y la contaminación.

Si hay un tema realmente prolifero en el imaginario de ficción occidental del último siglo, este es el del terror científico, la venganza de la naturaleza. Pocas obras capturan tan nítidamente este relato como el presentado en primera línea, a través de un monstruo hoy enterrado en su propia caricatura. Ya sea la energía nuclear, la dependencia de las computadoras, la contaminación o la manipulación biotecnológica. La moraleja de fondo es constante. Vivimos un espejismo, el de la estabilidad; y una contradicción, la de la tecnología.

¿Cuál es el precio a pagar por escribir estas líneas en un ordenador? ¿Por tener antibióticos? ¿Por tener redes de abastecimiento basadas en la demanda de combustible? En la ficción, con frecuencia, se resuelve el misterio con una pirueta. El malo es el científico que pasa los límites, el ambicioso, el ególatra, el amoral. Es el que pervierte un modelo, por lo demás, externo e incuestionable. De igual modo, existirá el científico bueno, el que planteará una solución técnica para el problema, impuesto o creado. Esa sencilla transposición evita que el espectador (el feo) tenga que cargar con la pesada reflexión de las causas complejas, de analizar la cadena de sucesos que permitieron el desenlace apocalíptico. Encontrar el causante es encontrar el mal.

En una situación como la actual, es tentador aplicar la misma lógica. Se necesita urgentemente un culpable, un orden moral para esta perturbación tan profunda de nuestras vidas. No es de extrañar que las explicaciones al origen del presente coronavirus no solo abunden, sino que cumplan perfectamente con su cometido. La mayoría de ellas podrían estar en la trama de las ficciones anteriores (cada cual que elija la suya):

  • La venganza de la Naturaleza
  • El accidente biotecnológico
  • El ataque bioterrorista
  • El complot eugenista
  • El desenlace de la guerra fría 2.0
  • ¿Virus? ¿Qué virus?

Cada explicación (especulación) manifiesta una lectura parcial de una realidad no falta de peligros. Que en la provincia de Wuhan existiesen dos laboratorios que (presuntamente) investigaban con coronavirus a un nivel de seguridad moderado, es tan cierto como que Estados Unidos ha perpetrado ataques bacteriológicos contra otros pueblos en su historia reciente. No es menor que la «degeneración de la raza» y el miedo a la superpoblación haya sido una preocupación recurrente de las élites económicas e intelectuales mundiales desde hace más de un siglo. Ni que el genocidio y la esterilización de ‘poblaciones molestas’ hayan estado presentes a lo largo del mismo y hasta hoy.

Siempre queda la explicación más humilde: la de los números. Una suerte de venganza de la Naturaleza, pero con un aire intelectual. Los virus (como los organismos que infectan) mutan, es decir, su material genético sufre variaciones y estas pueden tener un efecto sensible. Sus tasas de mutación son mucho más altas que en los organismos porque, a diferencia de estos, los virus no usan mecanismos de corrección de errores al replicar su material genético. Pero también porque se reproducen a una escala mucho menor de tiempo, son sujetos activos de transferencia horizontal (adquieren material genético de otros virus y organismos [1]) y, dada su simpleza estructural, les es más fácil acumular y tolerar alteraciones. Dentro de las células, los virus son sensibles a los cambios del entorno celular. Las condiciones de estrés (fisiológico, citológico y psicológico – neuroendocrino) en los animales, el hacinamiento (muchos individuos en poco espacio, con contacto muy frecuente) y la disbiosis (alteración de las relaciones con aquellos microorganismos naturalmente en sus cuerpos), pero también la pérdida de hábitats naturales y el creciente contacto con animales exóticos, son contemplados como escenarios ideales para la proliferación de nuevas enfermedades.

Por desalentador que parezca, lo cierto es que a día de hoy el límite entre ficción y realidad es difuso. No hay forma de esclarecer cual es el origen último del virus.  Quizá un día lo sepamos. Seguramente no. Hasta ahora, los estudios genéticos solo nos han acercado tangencialmente al problema [2]. Como en la paradoja de Zenón, por más cerca que estemos, nunca alcanzaremos a la tortuga.

Apartando (aceptando) la incertidumbre del origen, propongo hacer un giro argumental. Mejor, deshagamos el giro antes hecho. Olvidando toda especulación, despojándonos de su estructura bioquímica, sintetizando el problema, el virus deja de ser virus para convertirse en algo más abstracto. Y adelanto, solo esta abstracción nos revelará el carácter netamente concreto de esta catástrofe:

El virus, como el monstruo, como los bárbaros en las puertas de Roma, no es el suceso catastrófico en si. Es la catarsis, es el punto de fractura, la manifestación última de la(s) tensiones latentes de todo sistema. En física, esto recibe el nombre de criticidad: es el terremoto que hace crujir la tierra tras siglos de fricción tectónica, la avalancha de nieve acumulada durante el invierno que se precipita con el último y humilde copo.

Solo abstrayéndonos podemos entender que la crisis responde a la emergencia de brechas sociales soterradas, de desequilibrios económicos profundos que ahora tiemblan ante la segunda ley de la termodinámica. El problema ya estaba allí y no se va a hacer nada por arreglarlo. El miedo institucional no es al presente, es a lo quedará después, a esa caricatura de futuro post-capitalista tantas veces invocado.

Fotograma de la película Godzilla (1954)

Detrás de cada drama, hay una oportunidad. Los científicos están desorientados, los médicos desbordados. Las farmacéuticas se están dando dentelladas entre si por el pastel que hay encima de la mesa. En lo geopolítico, todo ganancias: los EEUU culpan directamente a los laboratorios chinos, los chinos al ejército de EEUU. Europa boquea como un pez al que se le acaba el agua, apretando el lazo a los de abajo, para que no olviden quien manda. Los líderes de derechas se frotan las manos, los cónsules de un futuro verde y lleno de esplendor, lloran lágrimas de cocodrilo. Los pusilánimes tienen su minuto de gloria, pensando en qué van a ganar de todo esto. Qué decir de aquellos que llevan años amenazando con que sobra gente para que esto siga funcionando a su debido ritmo. Entre tanto, lo único certero es que las grietas sociales ceden y la gente muere (y muchos más que van a morir) porque no hay recursos para todos. Como es natural, que diría el más célebre naturalista victoriano. Es el crecimiento geométrico sobre el aritmético, la ley que gobierna la naturaleza… de alguna forma, todo encaja.

A este punto queda claro que no hay capacidad objetiva para mantener las cosas como estaban sin que algo salte por los aires. Una carrera contrarreloj a la espera del hito tecnológico que parchee la situación. De un lado, la economía global, del otro, las personas de carne y hueso, trabajadores, consumidores y parias. ¿Sacrificar a la población más vulnerable (y desvalorizada) en pos de regenerar el sistema? Parece el sueño húmedo de todo darwinista social: BolsonarosTrumps y Johnsons de todo el mundo, liberales y conservadores por la gracia de dios, lejos de ser estúpidos, saben cuales son sus prioridades. Y francamente, al menos ellos saben dónde quieren llegar.

Las políticas tibias, desorientadas, que no ofrecen más que parches y salvaconductos morales, son venenos edulcorados con los que afrontar la agonía. Sin propiedad, sin dignidad. Renta básica, regularidad temporal de los inmigrantes, ERTEs. Créditos de rescate, bonos de comida rápida. Donaciones, aplausos y banderas. Patriotismo desclasado imprimido desde arriba, desde los cielos.

Si quieren encontrar un origen y un culpable, he aquí una pista: los anglosajones dirían «no dispares al mensajero». No mires al virus, esa elusiva partícula acelular que, como el barquero Caronte, navega entre lo vivo y lo muerto. No mires al virus, agente del caos, quien podría ser tsunami tanto como gorgosaurio radiactivo. Mira a quienes deciden dejar que te mueras, que se mueran, nos muramos. Lo habían decidido antes igual, solo que ahora no hay porque esperar a la senescencia.


[1] La capacidad de los virus para transferir material genético de un organismo a otro, así como de fusionarse con los genomas de animales, plantas y bacterias, les convierten en pieza clave de la biología, la ecología y evolución de la vida.

[2] En la fecha presente, con el genoma del virus secuenciado, se ha podido identificar su grado de parentesco (similitud) con otros virus animales y se ha alegado en contra de un origen sintético. Llegado este punto, difícilmente se podrá añadir mucha  más luz sobre la cadena de acontecimientos que llevaron al primer brote.

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