Los socios/as escriben
‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 20.
Vigésima entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'.
No puedo escribir, no puedo ni pensar. Me quito las lentes y mis pensamientos huyen sin rumbo. Mi mamita murió en el huracán que inundó NY el pasado otoño, y yo solamente me entero ahorita. No quise pensar que pudiera tocarnos a nosotras, aunque claro que sabía que era posible. Huracanes hay siempre, los he vivido desde mi infancia. A veces los diques ceden, pasa por todo el mundo, llevamos desde siempre teniendo noticias. Cuando es tu mamá la que muere es cuando eres capaz de ver de verdad que las víctimas climáticas son más que números.
Qué fea la vida, y qué sinsentido la muerte. Qué pena de vida es emigrar, y perder a tu gente para siempre dos veces, el día en que te fuiste y el día en que ya sabes que nunca podrás volver porque no queda ya a quién volver.
Cómo me arrepiento ahora mismo de haberle plantado un pastel la cara a ese sociópata. ¿Para qué? ¿Para esto?
Rompí mi vida, pero el clima no lo arreglé.
Yo al menos hice lo que pude. Qué basura de personas que nos mirasteis para otro lado y nos dejasteis en herencia un mundo roto. ¡Pudríos en el olvido!
Valencia, invierno 2083-2084
Vicenta está muy mal, y yo misma no sé si aguanto mucho más. ¿Es esta sociedad, que es una repugnancia continua? Yo creo que no es culpa mía, aunque a veces sí que me doy cuenta de que no la trato todo lo bien que ella necesita. Parece que tiene épocas malas y épocas menos malas. No sé bien si esto empezó antes de llegar yo a su vida. Cuando la conocí se pasaba con la cafeína pero por lo menos estaba activa. Ahora bebe, y duerme demasiado.
Seguro que no ayudan los golpes y los aullidos de los vecinos de arriba. Nunca sabemos seguro si es que él la golpea, pero la tensión es desgarradora. Si yo me implico, me juego la vida. Si Vicenta se implica, en realidad también se la juega, porque en el fascismo no hace falta ser una infiltrada anarquista para que la policía te dé terror. Hacemos como que no escuchamos nada pues, y eso nos hace cada vez peores personas, y personas más tristes.
En esta época mala, sí sé que Vicenta tiene días malos y días menos malos, pero nunca sé anticiparlos. Me resulta muy duro el anochecer, cuando se me duerme tras aguantarle una tarde de llorera y mistela. La conciencia de cuántos minutos tarda en llegar la oscuridad a una habitación en la que la vida se quedó detenida. La tranquilidad agotada y el miedo al observarla dormir. Me desespera levantarme y ver que va a volver a ser una mañana difícil, en la que no encuentra los ánimos para salir de la cama. A cambio, la esperanza y la explosión de júbilo cuando veo que sí se levanta, que es uno de los días buenos. Me mata el miedo cada día al volver a una casa en silencio, el buscar en todas las habitaciones, temiendo encontrar, temiendo no encontrar. Intento, en vano, enseñar a Vicenta a resistir el «lo que tendría que haber hecho es» y las letanías de «me equivoqué, me equivoqué, me equivoqué». Intento, en vano, proponerle como ejercicio diario para encontrar qué le gusta de su vida el completar la frase: «hoy estoy muy orgullosa porque».
Yo también estoy mal. Extraño todo lo que perdí. La gente. Las risas. La comida, ¡el agro! Extraño las milpas, los frijolares, los cafetales, los platanares, los cañales. Lo único que no extraño es la lluvia. Después de faltar mi mamá, acabo notando en mí misma la atracción al abismo, un «ya está bien de cuidar, ahorita me apago y que me cuiden a mí». Trato de evitar mis discusiones internas, malhumoradas, improductivas, obsesivas. Practico una especie de mantra-ejercicio: «mi mente está limpia, no mantengo conversaciones en ella». Ayuda, pero no basta. Temo que solamente retrasa la caída.
Entiendo que el trabajo de Rosario es importante, pero haber venido aquí fue un gran error.