Análisis
Del ‘homo deus’ ¿al ‘homo protectus’? Aislamiento, distancia e insensibilidad
"Qué tipo de vida puede ser esta, la construida desde un estado de sitio que comienza con el cuerpo, que confunde protección con restricción".
La conexión no garantiza la comunidad sino tan solo el tener noticias en la distancia. Esa que ahora se impone respetar y que, en algunos casos, convierte al cuerpo del otro en una amenaza e, incluso, hace de nuestro cuerpo el reducto de debilidad que es preciso sitiar más allá de la casa para protegerlo. Es conveniente estar conectados pero sin tocarnos. Nadie negará esto. La cuestión es no olvidar la importancia del contacto, aunque sea metafórico. Distancia: lo que está (lat. stare) en direcciones diferentes o casi opuestas, en lugares separados que, aunque no sean lejanos, no llegan a tocarse nunca y precisamente por ello abren entre ellos un espacio de alejamiento. Cada uno en su lado. Aislados. La conciencia de la vulnerabilidad humana que podría suponer el comienzo de un trabajo conjunto para convivir entre todos, pero corre el riesgo de convertirse en su opuesto: en el aislamiento de los sujetos propiciado por un sistema neoliberal que en busca de su supervivencia nos quiere conectados (literalmente) pero no juntos. Y así, egotistas, reforzamos el estado de sitio en el que se convierte nuestro cuerpo. El sitio (lat. situs) es aquello que se levanta para asediar (obsidio), pero también aquello que determina nuestro emplazamiento y perspectiva en el mundo. Se sitia para conquistar y se sitia lo que se considera amenaza: nuestro propio cuerpo hacia dentro y el cuerpo de los demás hacia fuera.
Amurallados se intensifica lo que se siente y padece en el interior, pero nos volvemos insensibles hacia el exterior. Y sin sensibilidad entre los seres vivos y sin tacto no es posible una comunidad de seres humanos que, porque se aceptan mortales, se cuidan entre sí sin vigilarse. Lo contrario a la razón no es la sensibilidad sino la falta de ella. Estar conectado significa estar disponible y, por tanto, al alcance del otro en cualquier momento. Pero es un alcance que no asegura la falta de soledad ni elimina el aislamiento: la tecnología se convierte en el medio a través del cual establezco una conexión (lat. connectare) con una red que me permite noticias del otro, con el que sin embargo puedo no establecer una relación de intercambio ni entremezclar mi vida. Estamos ahí, como dos seres encerrados en su propia esfera o, por decirlo con Leibniz, como mónadas cuya ventana con el exterior son los dispositivos electrónicos. Podemos percibir al otro, pero no sentirlo. Por eso estar conectado no garantiza la empatía, pero estar en contacto es el comienzo de la misma porque siento al otro no porque esté a mi alcance, sino porque lo siento cercano.
Las primeras señales, como decisiones que van cristalizándose en el presente inmediato (la idea, por ejemplo, de un pasaporte biológico), nos avisan de una tormenta que quizá podamos neutralizar. Cada yo se convierte en grano de arena que se ocupa de sí mismo y proyecta en el otro y lo otro sus miedos y aprensiones, aunque el movimiento constituya el cuerpo de algo más grande. Siervo de sus pasiones –el miedo y el egoísmo– pierde su verdadera libertad porque no somos libres por estar solos o aislados, sino porque estando en libertad tenemos la capacidad de construir un nosotros que no erosione, con cada golpe de aquel yo de arena, el cuerpo social. Estamos deviniendo seres asustados que, al tomar conciencia de su inextirpable vulnerabilidad, lejos de aceptarla, asumirla y buscar modos de cooperación en el nosotros, han vuelto sus ojos a un aislamiento profiláctico en el que, como esferas o mónadas leibnizianas evitamos el contacto. En primer lugar será, por necesaria precaución, el físico, y después, innecesariamente es posible que no lleguemos a sentir al otro moralmente. Quien está conectado tiene noticias del mundo dentro de su autoerigido estado de sitio, pero quien mantiene el contacto entrelaza su vida con el mundo y con los otros y les hace sitio. Tiene la posibilidad de sentir al otro y de compartir mundo. De la raíz indoeuropea de tacto procede también entregar: establecer contacto es por ello entregar algo de uno mismo y por eso entretejerse. Y sin embargo, la metáfora bélica comienza a calar: desde la tradición de Hobbes que opone como excluyentes libertad y seguridad en pro de un Leviatán que nos proteja a todos, llega ahora el verdadero confinamiento, el que implica alejarse de los demás con miedo y cubrir el cuerpo con armaduras. Aunque la distancia social sea necesaria, no debería ser olvidada la importancia del contacto humano.
Nos encerramos en casa para proteger lo común y pensamos en volver poniendo a la defensiva nuestros cuerpos. El lugar de lo común y del encuentro: la calle, la plaza, el parque se convierten en el espacio de peligro de un ser humano que, demasiado humano, reniega de su posibilidad de herida haciendo del otro, del semejante, el causante de la misma. Lo público como lugar de peligro. La casa se convierte en el único espacio en el que moverse sin armadura y en el que interactuar con el otro, desconocido o no que, en lo virtual, no tiene cuerpo físico. Allí donde el homo deus propuesto por Harari Yuval Noah Harari –aquel que proclamaba a pecho descubierto, que, gracias a la ciencia había conseguido casi erradicar el hambre, la enfermedad y la guerra– ha muerto, emerge ahora la figura del homo protectus: que, sabiendo de su vulnerabilidad, de su estado de cuerpo entre otros cuerpos, se protege sitiando su piel y cerrando todo acceso.
En el fondo, sigue sin querer aceptar su vulnerabilidad y lucha contra su propia corporalidad. Su propio ruido le impedirá escuchar a los demás. El homo protectus es un ser paradójico que hace de un cuerpo un estado de sitio que proteger al mismo tiempo que lo rechaza por su mal entendida debilidad: la omnipresencia del pensamiento de enfermedad lo aísla, la amenaza que supone para su piel la piel del extraño lo mantiene en la distancia y, por miedo a pasar hambre o a carecer de algo que considera indispensable, se vuelve insensible al otro y piensa en su propia supervivencia. El homo protectus cambia responsabilidad común por obediencia, convivir por supervivencia y comunicación por conexión. Sitiado en los muros compactos de su cuerpo, su protección lo encierra, lo aísla y lo ahoga. El cuerpo puede comenzar a verse como el residuo indigno de debilidad, que debe ser protegido con una técnica, identificada incorrectamente con una ciencia mal entendida. Conectados virtualmente sin cuerpos físicos se nos está endureciendo la piel. El homo protectus se vuelve así insensible. La conciencia de la vulnerabilidad y de nuestra interdependencia corre el riesgo de encapsularnos y enquistarnos en nosotros mismos hasta llevar a la enfermedad del cuerpo social. No puede haber política sin cuerpos que se saben vulnerables y se sienten responsables mutuos, lo que no es lo mismo que guardianes. El peligro del homo protectus es el del encapsulamiento, el del egotismo sin empatía, sin tener tacto en nuestras interacciones a distancia.
Protegido (lat. protegere) cubre así su cuerpo y hace de la cobertura un refugio e, incluso, un castillo amurallado en el que, como bien hizo ver Kafka en El castillo, impera un sistema que poco tiene de humano. Porque el hombre, aunque cierre todo poro, sigue necesitando el contacto, la cercanía y el cuidado mutuo. Qué tipo de vida puede ser esta, la construida desde un estado de sitio que comienza con el cuerpo, que confunde protección con restricción. Ningún ser humano puede subsistir sin contacto humano, esto es, sin cercanía, comprensión escucha y entrelazamiento vital, sin caer en la locura. Si Léon Bourgeois vio en la teoría de Pasteur la prueba inequívoca de la interdependencia biológica de los seres vivos que es, además, también en nuestro caso, social, sitiar nuestros cuerpos nos convierte en células cuyas cristalizadas membranas sin posibilidad de intercambio morirán ahogadas, sin aire e, incluso, quebradas. Por no aceptar nuestra consustancial vulnerabilidad cuidando mutuamente nuestra piel, hacemos quebradizo lo que nos mantiene realmente vivos: la vida en diálogo, contacto y equilibrio con los otros y con el medio.
Acostumbrados al cortoplacismo y a los tiempos productivos, no pensamos nunca a largo plazo. Y ahora es cuando hemos de cultivar un nuevo espacio, fruto siempre de nuestras relaciones con el medio y con nosotros, seamos conscientes o no, para trabajar en una nueva forma de estar más arraigada en el entorno y más conectada con los demás y de abrir todo poro, de hacernos permeables y, así, hacer de la vulnerabilidad no una deficiencia sino una ventaja. Que trabajen así coordinadamente Ciencia y Humanidades, reorientando la tecnología para que nos acerque sin distanciarnos. En este sentido relacionarnos de otro modo supone cambiar nuestra forma de ver al otro, de entenderlo como parte de unos mismo, de relacionarnos con nuestros cuerpos con cuidado, siendo conscientes de que la humanidad no es la suma de los seres humanos, sino el modo que tienen de vincularse entre sí y con el todo a través de relaciones que van más allá de las conexiones. Günther Anders hablaba de una “naturaleza maquinal” que caracterizaba a nuestro mundo y relevaba al ser humano a un segundo plano. En primer lugar el sistema –económico, productivo– y luego sus intercambiables piezas. La pregunta es a qué estamos dispuestos a renunciar para invertir el movimiento en el que hemos estado inmersos: para que sea el sistema el que se pliegue a nuestro vivir o no al revés. Y si para eso, en el cuidarnos en común, sabremos mensurar nuestros miedos y deponer el estado de sitio de nuestros cuerpos.
El contacto ‘vis-a-vis’ es insustituíble.
Nadie elige seriamente por ‘la apariencia’, sino por el máximo de datos (incluso de forma inconsciente). «El corazón tiene razones que la razón ignora» (Blaise Pascal, «Pensamientos», Nº477).