Opinión
Caminos infinitos
"Aunque a veces se nos olvide agradecer a quienes nos empujan a tomar la opción que nos hará felices, creo que se nos olvida demasiado dar las gracias a quienes nos cerraron su camino. Porque el futuro brillante, afortunadamente, estaba en el otro", reflexiona la autora.
En cada número de La Marea en papel, publicamos una sección denominada Gracias, en la que Olivia Carballar reivindica los agradecimientos como una práctica necesaria en nuestras vidas. Estos días de confinamiento lo han puesto de manifiesto. Este, que ha sido actualizado, está incluido en #LaMarea71. Aquí puedes leer más.
Hace aproximadamente un año, nada más terminar el cierre de la revista, me fui absolutamente descontextualizada a la Feria de Abril, que fue en mayo. Era –después de que meses antes me miraran con cara de marciano en un gimnasio al preguntar por clases de aeróbic– lo más a mano que encontré para soltar adrenalina. Así que me subí a una minimontaña rusa con forma de dragón. Antes de que arrancara, me fijé en un letrero luminoso grande, que podría haber leído sin gafas –y tengo miopía–, con la siguiente frase: “Qué fácil fue quererte y qué difícil olvidarte”. Al lado, la foto de un señor mayor.
En lo que duró el viaje –más largo que las clases de aeróbic que me autodí viendo vídeos en YouTube, y que recuperé los primeros días de cuarentena– pensé en las veces que aquel señor, al que supuse estaban homenajeando tras su muerte, se habría trasladado de feria en feria con su dragón y su gente. Traté de imaginar cómo habría sido su vida, la de los viajeros y viajeras que habrían gritado tan estúpidamente como yo, la de aquellos que querrían que parase cuanto antes… Y mientras me agarraba fuerte a la barra delantera, sentí que aquel dragón, de alguna manera, seguía funcionando gracias a lo que el hombre del letrero había hecho por él, y que ahora era el dragón el que le daba las gracias.
Lo reconozco, la revista que acababa de cerrar me dejó tocada. Y era lo menos –imaginar historias con un dragón– que le podía pasar en la feria a alguien que ni toma rebujito ni ha visto Juego de Tronos. Ay, quién pudiera agarrarse a Fantasía en este mundo irreal de caminos inspechados, caminos infinitos, que cantaba Antonio Vega en ese 3.000 noches con Marga de agradecimiento eterno.
Cada vez que R. se pone la camiseta que le regalé en Londres tras escuchar a Tracy Chapman, me hago la misma pregunta: ¿cómo sabremos si el camino elegido es el que nos hará feliz? En la camiseta, sobre una carretera que se bifurca en dos, dice «Our bright future» («Nuestro brillante futuro»). Es verdad que una misma vida puede ser otra dependiendo del camino que elijamos. Y, aunque a veces se nos olvide agradecer a quienes nos empujan a tomar la opción que nos hará felices, creo que se nos olvida demasiado dar las gracias a quienes nos cerraron su camino. Porque el futuro brillante, afortunadamente, estaba en el otro, por el que transitamos ahora.
En fin, como esta sección está dejando mi reputación por los suelos, lo confieso: un mes después de la feria fui a un concierto de Alejandro Sanz. Qué tiempos. La gente caminando por las calles. “Ustedes no se imaginan lo que yo estoy sintiendo aquí arriba. Todo lo que ha pasado desde mi primer concierto hasta ahora”, dijo al inicio de su gira en un estadio de fútbol lleno hasta la bandera –una expresión que, seguramente, a la directora de esta revista le chifle tanto como mis gustos musicales–. Y me emocionó porque me recordó por qué me gusta Alejandro Sanz.
Porque, queridos y queridas haters, fue el primer disco que compré al viajar al extranjero, porque fue el regalo que me hice cuando logré la nota necesaria en selectividad y porque forma parte de la crónica de una adolescencia en la que se suele dar poco las gracias, cuando no eres consciente de todo lo que tu madre, tu abuela, tu padre están haciendo para que seas lo que quieras ser. “[Presión es] lo que mi madre y mi abuela tenían que hacer alimentándome a mí, mi hermano, mi primo, mis otros primos pequeños. Levantarse a las cinco de la mañana e ir a trabajar para tener una taza de cereales con un poco de leche para mi hermano, mi familia. Eso es presión. Eso es presión para mí. Estar dispuesta a hacer lo que sea necesario para que tu hijo tenga lo mejor de lo que tú has tenido nunca”, respondió el jugador de la NBA Kyle Lowry a una periodista cuando le preguntó por la definición de una palabra en ocasiones manoseada. La pandemia ha cambiado muchas definiciones, como escribía Laura Casielles en su mirada de hace unos días.
Pero entonces yo me acordé de Lia Motrechko, una joven refugiada que obtuvo el mejor expediente de Sevilla en 4º de ESO. Y de Maya Angelou y su Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado. Y de cuando no había campamentos de verano, ni escuelas de verano. De los veranos buscando lagartijas y saltamontes –cañafotes en mi pueblo– alrededor de las farolas, de cuando sacábamos los colchones al salón a la hora de la siesta. Me acordé de los cuadernillos Rubio para pasar el rato. De las noches al fresco. Y me acuerdo, al fin y al cabo, de cuando todo lo que había en verano era el verano. Entonces no había dragones en la feria de mi pueblo. Pero volábamos en el canguro con la misma Fantasía.