Opinión

Un mismo cuerpo

La autora reflexiona sobre el uso del cuerpo como metáfora en el discurso de Pedro Sánchez: "La corporalidad nos remite a una cercanía esencial y a una economía de cuidados".

Alfombra iraní de Mohammad Seirafian que decora la sede de la ONU en Nueva York.

Mucho se han criticado las metáforas bélicas a las que se ha recurrido, y se recurre, para simbolizar la respuesta que debemos dar a la actual pandemia. No obstante, se ha prestado muy poca atención a la metáfora corporal que utilizó Pedro Sánchez en la larga comparecencia del pasado 4 de abril. Durante su empático discurso, el presidente se mostró tranquilo y seguro –y más profundamente agotado, si cabe– que en sus intervenciones anteriores.

Minimizando la retórica de guerra, Sánchez recitó un verso de Sheikh Musleh-Uddin Sa’di Shirazi, poeta y viajero persa del siglo XVIII: “Todos los seres humanos somos parte de un mismo cuerpo. Cuando la vida afecta a un miembro, el resto del cuerpo sufre por igual. Si no te afecta el dolor de los demás, es que no mereces llamarte humano”. Bellas palabras de un autor clave en la cultura iraní, tejidas en hilo de oro –doscientos nudos por centímetro cuadrado– en una inmensa alfombra que cuelga en las paredes de las Naciones Unidas. Tras citar a Sa’di, Sánchez procedió a rechazar posibles reacciones erróneas ante la pandemia: las fronteras como mecanismo efectivo de protección o descargar la furia contra enemigos reales o imaginarios, entre otras. A continuación, afirmó: “La humanidad entera es hoy un solo cuerpo amenazado por una misma enfermedad”.  

El uso del cuerpo como metáfora tiene una larga historia en la filosofía social. No obstante, el recurso de Sánchez es diferente de ideas como las del filósofo del siglo XIX Herbert Spencer, que concebía la sociedad como un todo orgánico, un cuerpo cuyos diferentes órganos compara con grupos sociales; por ejemplo, a los intelectuales se les consideraba como ‘el cerebro’ del ‘cuerpo’ social. De hecho, Sánchez se aleja claramente del darwinismo social de Spencer para resignificar la metáfora corporal de un modo más igualitario y real, más allá de clases y edades. No se parece tampoco al organicismo de Durkheim, ni a la concepción totalitaria del Estado como un cuerpo cuya inmunidad debe ser defendida ante la ‘invasión’ de sujetos, grupos o ideologías considerados patológicos. En esta cita, incluso la –para algunos– temida permeabilidad de las fronteras se transciende, pues la corporalidad nos remite a una cercanía esencial y a una economía de cuidados.

En tiempos más recientes, el estudio de la corporalidad desde una perspectiva social está intrínsicamente relacionado con la antropología y su preocupación por la relación naturaleza/cultura. No sorprende pues que fuera precisamente una antropóloga, Mary Douglas, en sus obras Pureza y peligro (1966) y Símbolos naturales (1970), quien más profundizó en el cuerpo como un complejo sistema clasificatorio. Dado que la respuesta humana ante el desorden, el riesgo, la incerteza y la contradicción es componer un orden social que nos oriente y regule, convertimos al cuerpo en el principal medio clasificatorio, en una metáfora para el orden social y político. En tiempos de guerra, mantener un aspecto aseado, cortarse el pelo, pintarse los labios o la costura de la media en la pierna, se convierte en una estrategia para salvaguardarse del caos. 

Como ejemplo de metáfora corporal, Douglas cita el cuerpo de Cristo. Como sabemos, en la religión cristiana Jesús es el hijo de Dios hecho humano, encarnado, sufre una muerte injusta y resucita; este misterio es renovado en la eucaristía, mediante la cual el cuerpo crístico se hace de nuevo presente para dar gracias y renovar al creyente. Sin entrar en las honduras de la fe y centrándonos solo en el aspecto narrativo, el cuerpo humano es participado por lo divino y transciende la dimensión más crasa de la vida nuda, de su mera supervivencia. La metáfora nos habla de una entrega por amor, por un deber que entraña un riesgo vital o, según se mire, mortal, como la que agradecemos cada día desde nuestros balcones. Otros destacados cuerpos metafóricos de la sociedad contemporánea encarnan valores distintos, por ejemplo, el cuerpo del futbolista o el de la modelo, cuya significancia social, política y económica como cálices de valores culturales, patrones identitarios, estrategias de poder blando, iconos para la imitación y el deseo en economías de consumo no es menor. 

¿Por qué a pesar de su potencial innovador y de emancipación la metáfora corporal en el discurso de Sánchez ha pasado tan desapercibida? Es tentador aventurar alguna explicación a la omisión de los analistas. En nuestro universo simbólico, heredero de la tradición platónica, el cuerpo se halla en una posición de inferioridad. En una estructura simbólica organizada en pares binarios organizados jerárquicamente, el cuerpo, la emoción, lo pasivo y lo reproductivo se asocian con la feminidad, mientras que la mente, la razón, lo activo y lo productivo se vinculan con la masculinidad. ¿Será la omisión debida a que este desigual reparto simbólico nos lleva a desvalorizar lo corporal? ¿O se trata, simplemente, de una falta de herramientas conceptuales para acometer el análisis? 

Dada la asociación del cuerpo a lo femenino, ¿podríamos estar ante un pavor personal a regresar a la condición primigenia de disolución en el cuerpo de la madre, un miedo que afecta a hombres y mujeres pues constituye no solo la pérdida de la diferenciación que nos permite constituirnos como individuos –in-divisos, el que no se divide–, sino también un error en las normas que rigen la identificación del género masculino hegemónico? No obstante, somos cada vez más conscientes de la existencia de muy diversas y ricas formas de concebirse como persona y, especialmente, como varón, que amplían y mucho la del esfuerzo bélico, sin eludir la idea del deber y el compromiso. 

A mi entender, la metáfora de “un solo cuerpo” representa muy adecuadamente la realidad compartida de un contagio ante el que todas las personas estamos indefensas por igual, aunque, paradójicamente, nos obligue a ‘marcar distancias’ para evitarlo. Además, nos lleva un paso más allá, pues implica una llamada al hermanamiento mundial no sólo biológico, sino también socio-político y económico. La actual cercanía con la muerte, esa gran olvidada de nuestras vidas, nos acerca a la precariedad de millones de personas cuya vida es una emergencia permanente para conseguir agua, condiciones higiénicas, alimento, seguridad y techo. La consolidación y expansión del estado de bienestar, junto a las medidas en contra de la emergencia climática y la inversión en educación y ciencia son deberes globales de las potencias que se benefician de recursos humanos y naturales de todo el planeta. ¿Es la omisión fruto de un escepticismo rampante ante la mera mención de una utopía? Sin duda, su realización es aún más difícil que ligar doscientos nudos en un centímetro cuadrado, pero, ¿es posible vivir sin un horizonte positivo de futuro? 

Nuestra “nueva normalidad” nos obliga a la humildad, que es diferente a la humillación. Quizá sea tiempo de recordar que, dada nuestra condición encarnada, difícilmente seremos esos entes inmortales y todopoderosos que algunas (dis)topías posthumanistas preconizan. Por el contrario, el presente continuo en el que ahora vivimos nos desvela tan frágiles, que un ente microscópico puede matarnos a millones, tan interdependientes, que ni vivimos ni sobrevivimos sin el grupo, tan necesitados de contacto y cariño que la angustia nos devora si no lo tenemos. La responsabilidad compartida se está convirtiendo en una obligación, pero, ¿logrará consolidarse? 

Ojalá este confinamiento se traduzca en el recogimiento necesario para consolidar ideas, crecer y, en definitiva, madurar. Es un buen momento para asumir no solo que tenemos derechos, sino también responsabilidades con nuestro entorno más inmediato, pero también con el de más allá y mucho más allá. Un tiempo para aprender a habitar la incertidumbre evitando la espiral del miedo. Un tiempo para ser valientes y mirar a nuestra mortal, crasa y divina corporalidad de frente. Un tiempo para agradecer este bello jardín llamado Tierra. Un tiempo para seguir flotando en el infinito con la promesa de un nuevo y –¿por qué no?– utópico día. 

Patrícia Soley-Beltran es doctora en Sociología por la Universidad de Edimburgo y licenciada en Historia Cultural por la Universidad de Aberdeen. Es autora de dos libros académicos y de numerosas publicaciones científicas. Ha sido galardonada con el Premio Anagrama de Ensayo por ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras (2015) y el I Premio María Luz Morales de Periodismo por “Política eres tú” (El País Semanal, 2015), entre otros.

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