Opinión
Alma de posguerra
Para tantos niños sin niñera de los ochenta y noventa, la educación sentimental tuvo más que ver con nuestros abuelos que con nuestros padres. Cuidado, esos “mayores de 80 años” de los que hablan son los nuestros.
Tengo champús de todos los hoteles donde he estado. En mi casa nunca se tira nada. De un pollo saco caldo y, del caldo, puré. Cuando me miran con extrañeza, les digo que tengo alma de posguerra. La que seguían llevando dentro las dos abuelas que me criaron.
Para tantos niños que no tuvimos ni guardería ni niñera, los abuelos eran los padres que no estaban trabajando. Haz cuentas. Es probable que en los primeros diez años de tu vida pasaras más tiempo con tus abuelos que con nadie. Hasta nos hacían programas en la tele: “es el Grand Prix, el programa del abuelo y el niño”.
Manolito Gafotas no nos habría resonado tanto si no hubiera sido un niño de barrio que comparte un sofá cama con “el abuelo” en una terraza cerrada con aluminio visto. De lunes a viernes yo dormía con mi abuela, viuda, enlutada pero con una determinación inquebrantable para llevarme repeinada al colegio y castigarme si no comía las verduras. Compartíamos sus actividades –la misa diaria, quitar el polvo a todas las superficies- y las mías –ver Salvados por la campana y llenarme de arena en el parque-. Entonces los parques todavía tenían arena.
Durante muchos años pensé que solo había dos tipos de abuelos: los que vivían en el pueblo y los que, como el de Manolito, “se habían venido” del pueblo a nuestros apartamentos de 90 metros cuadrados, situados a la entrada o salida de la ciudad, con vistas a todo eso que antes era campo. A los 21, en Barcelona, hice un amigo de Sarrià que me contó que su abuela era matemática y no tenía pueblo. Una niña de posguerra a la que le pudieron dar estudios, y en una carrera “de hombres”. Veníamos de dos mundos tan paralelos que solo podían llegar a juntarse en esa mesa de universidad pública que compartíamos.
Mi madre dice que nosotros vamos una generación con retraso respecto a los Alcántara. Cuéntame tardará más en alcanzarnos. Ella debería ser Carlitos, pero se ve más en Mercedes. Nos fuimos una generación más tarde del pueblo y la ciudad no era Madrid. Nunca nos fuimos del todo. En el pueblo -40 habitantes en invierno- sigue viviendo mi abuela, ahora con mi hermana, mi padre y la prohibición expresa de no salir cuando pita el panadero, de no ir a misa, de no subir al cementerio a cambiar las flores. Mi abuela –una posguerra, una dictadura, el duelo de una hija adolescente y de 60 años de matrimonio- dice que esto es “la fin del mundo”. Mi abuela, por primera vez, le dice a su nieta que tiene miedo.
Cuando los programas de estos días comienzan su insoportable narración deportiva -“hoy alcanzamos a Italia con 920 (muertos)”-, solo puedo pensar en ella, en todas las abuelas y abuelos con los que veíamos puntualmente “el parte”, “el telediario”, a la hora de comer y a la hora de cenar, que siempre eran las mismas. Los abuelos que, ante la noticia del último terremoto devastador en Latinoamérica o de una epidemia en África, decían, persignándose: “ay, Dios mío, vivimos en el mejor rinconcito del mundo”. Me los imagino ahora, como mi abuela, inmóviles en un rincón que ahora tiembla.
Los “mayores de 80 años” de los que hablan las noticias son los abuelos que nos salvaron en la crisis de 2008 con sus modestas pensiones, sus camas siempre bien hechas, su puchero caliente. Una revista alemana decía entonces que España se libraba del desastre total gracias al “comunismo familiar”. Ahora nos dicen, también los alemanes, que ese ha sido el problema, igual en Italia. Que convivimos personas de diferentes edades, que nos juntamos mucho, que el sofá cama compartido en la terraza cubierta de aluminio visto queda precintado.
Les debemos muchas tardes de Cine de Barrio, muchas partidas de parchís, muchas paellas en invierno y ensaladillas en verano. Hasta que vuelvan a poner las calles, les debemos una lucha innegociable por su vida. Yo le hice caso a mi abuela y me busqué un trabajo –más o menos- de oficina. Así que me siento bastante inútil en ese cometido. Solo puedo juntar estas letras, quedarme en casa, coger los huesos del pollo del domingo y cocerlos con unas verduras, colar caldo para el lunes, batir lo sólido para comer puré el martes. Rebañar los platos, no tirar nada por si acaso. Dosificar los botecitos de champú porque no se sabe cuánto durará esto. Llamar a mi abuela y decirle que he comprado patatas, huevos y latas. Muchas latas. Darle las gracias porque el alma de posguerra nos preparó para esto.