Análisis
Hacer de la necesidad virtud, poniendo al desnudo las contradicciones (2)
«Esta catástrofe pone en evidencia la ausencia de una gobernanza global capaz de afrontar la pandemia», asegura el autor.
Este es el segundo texto de una serie de artículos que intentan hacer de la necesidad virtud en mitad de la crisis. Hacer del trauma reflexión y aprendizaje; y de los duros cambios en nuestra vida cotidiana, por necesidad, lecciones virtuosas para ese futuro que debemos construir.
Entre las evidencias que desnuda esta percepción de vulnerabilidad destacaría tres: la del fracaso del modelo de desarrollo neoliberal, basado en el egoísmo competitivo como valor y en el libre mercado como estrategia; la inconsistencia del concepto mismo de seguridad, heredado de la Segunda Guerra Mundial y basado en un enfoque militarista que justifica la carrera armamentista, la dominación desde la amenaza y la llamada disuasión nuclear; y la clamorosa y trágica ausencia de una gobernanza mundial frente retos y crisis globales, por devaluación de la ONU y de las instituciones que dependen de ella, como la Organización Mundial de la Salud.
Ante el coronavirus, las poderosas fuerzas del mercado simplemente han huido (basta ver el comportamiento de las bolsas) y hasta los más fervorosos neoliberales, que hasta hace poco denostaban a la Administración y promovían la privatización de servicios públicos, empezando por los de sanidad, reclaman hoy la acción decidida de los Estados y de instituciones internacionales como la Unión Europea. Por otro lado, todo el mundo echa en falta el papel que podría, y debería tener, Naciones Unidas a nivel global, en este caso a través de la OMS.
Respecto a la seguridad de nuestros países y sociedades, la clave siempre ha estado en construir enemigos exteriores que justifiquen los descomunales gastos en armamento que impone el poderoso complejo militar-industrial. Para ello, los enemigos se han ido reinventando de forma sistemática. Una vez resuelta la llamada guerra fría y disuelto el Pacto de Varsovia, se pasó de la amenaza soviética a las pretendidas armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, que justificaron otra guerra, aunque el objetivo real de la misma fuera el petróleo iraquí. Esa guerra, lejos de brindar seguridad abonó el crecimiento de nuevos enemigos: el terrorismo de los talibanes y del Daesh, Gadafi o los ayatolas iraníes. En los últimos años, Donald Trump ha empezado incluso a señalar a China como la gran amenaza a combatir. Sin embargo, China, como nueva potencia que pone en riesgo la supremacía norteamericana, en lugar de hacer ostentación de su poderío militar, suele promover estrategias económico-financieras y acuerdos soft, blandos, en los que ofrece desarrollo y financiación a cambio de nuevos espacios de mercado y materias primas, en perfecta sintonía con el orden neoliberal imperante. Aún así, la amenaza china sigue perfilándose desde Washington como el nuevo enemigo a combatir. La confrontación ha empezado escenificándose en forma de guerra comercial y tecnológica, al tiempo que se relanza la carrera de armamentos, con el escudo antimisiles y la modernización de arsenales nucleares.
En este contexto, la pandemia vírica ha lanzado un jaque inesperado sobre el enfoque militarista de esta estrategia y sobre el concepto mismo de seguridad, tanto a nivel nacional como internacional. El virus ha pasado a ser, ante el conjunto de la población mundial, la verdadera amenaza global; una amenaza que no se combate con armas, y menos con arsenales nucleares y escudos antimisiles.
Por otro lado, esta catástrofe pone en evidencia la ausencia de una gobernanza global capaz de afrontar la pandemia, en el marco global en el que se desarrolla. Se echa en falta las capacidades operativas que debería tener la OMS, en el marco de la ONU, desde la lógica del interés general. Sin embargo, pocos se atreven a criticar claramente la perversa y progresiva desactivación de la ONU que EE. UU. ha venido liderando, con múltiples complicidades en todo el mundo, mientras desarrollaba sus estrategias unilaterales e impulsaba el G-7, como el club de los poderosos que debía ocuparse de los temas importantes, marginando a la ONU. Hoy lamentamos no disponer de una OMS con capacidad para controlar la criminal especulación mercantil en materia de suministros sanitarios; como lamentamos que no disponga de medios y competencias globales para coordinar la investigación de fármacos y vacunas desde la lógica del interés general y no del mercado. Esta estrategia de desactivación de Naciones Unidas se refleja en la lamentable dependencia de la OMS de las multinacionales farmacéuticas. Tan sólo el 20% de sus presupuestos proceden de las cuotas de dinero público aportadas por los Estados, mientras el 80% son lo que se denominan donaciones voluntarias, lo que permite a las grandes farmacéuticas controlarla, con el apoyo de muchos estados y en particular de EEUU.
Responder a estas tres contradicciones que ha desnudado la vigente crisis será un reto de la reconstrucción pendiente que tendremos que afrontar.
Pedro Arrojo Agudo es profesor emérito de la Universidad de Zaragoza