Cultura
21 días
'La mirada' de Laura Casielles: "A todo nos acostumbramos. Pero tenemos que tener cuidado, porque podemos acostumbrarnos también a los números de muertos, a las cifras del paro".
‘La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.
Siempre hay algún estudio de alguna universidad de alguna parte que dice cuánto tiempo es el adecuado para las cosas. No es muy conveniente creérselos, pero ahí están. Entre dos y cuatro años antes de que el amor se apague, en torno a los seis meses para superar que se ha acabado, y un año, más o menos, si ha muerto alguien querido. Sincronicen sus relojes: últimamente nos informan los contables del vivir que lo que tardamos en acostumbrarnos a una situación nueva son 21 días. No se lo han sacado de la manga ahora, ¿eh? Ya lo venían diciendo los coaches hace tiempo, y era el margen que planteaban algunas apps para acostumbrarte a lo que fuera –hacer deporte o beber agua regularmente, dejar de fumar o reconocer el rostro como propio después de una operación–.
Eureka: justo ahí estamos. Dependiendo de si fuimos de quienes estiraron hasta el filo las horas de calle y no se metieron en casa hasta que sonó la alarma nacional, o de las prudentes que se encerraron antes, podemos andar por los 19 días o por los 22. Pero ya en esa franja en la que, dicen los expertos, el nuevo hábito se queda en los cuerpos.
Y la verdad es que un poco sí. Nos hemos acostumbrado a este mundo de puertas cerradas, de compañía o soledad según los casos, de días largos y laxos como una nebulosa. Nos hemos acostumbrado al trabajo en la mesa de la cocina o a los abdominales en el suelo del salón. A nuestra cara en el cuadrito de la pantalla, a nuestra voz enlatada diciendo buenas noches por un altavoz. Nos hemos acostumbrado a coger la sudadera a las ocho menos cinco y a hacer así con la manita antes de entrar de nuevo a casa. Al Resistiré y a planear una compra grande y con un buen balance de frescos y conservas. Nos hemos acostumbrado tanto, tanto, que hay una voz en el fondo –confesemos– a la que le cuesta un poco pensar cómo va a ser volver a aquello que solíamos llamar “normalidad”.
Así somos la gente, qué extraños animales. A todo nos acostumbramos. Al dolor y a las ausencias, al hospital y a los números rojos. Es fascinante esta plastilina tan dúctil que nos forma. El primer día todo nos parece extrañísimo, y al segundo ya tenemos costumbres. Vamos dejándonos señales a las que volver mañana, transitando un camino en el que nada más plantada la bandera ya estamos haciendo el surco. Nos ayuda a vivir. Pero también tenemos que tener mucho cuidado, porque tan, tan fácil nos acostumbramos, que podemos hacerlo también a los números de muertos, a las cifras del paro. Acostumbrarnos a las imágenes del abandono y a los sonidos de las ambulancias. Hasta a la violencia nos acostumbramos.
De hecho, parece que hemos llegado hasta aquí arrastrando en común la costumbre de unas cuantas cosas que no eran sostenibles. Una costumbre de desigualdad y de pobreza, una fuerte costumbre de vivienda precaria. Costumbre de mujeres con miedo al hombre con el que conviven; costumbre de oficios que no se valoran, aunque lo sostengan todo. Costumbre de niños y niñas que comen porque existe el comedor de la escuela; costumbre de ancianas y ancianos que no están bien cuidados donde deberían estarlo. Costumbre de recortes, costumbre de despidos, costumbre de contratos tan frágiles como frágil resultó ser un entramado que no podía sujetarnos en el momento de caer.
¿Dónde está la frontera que separa acostumbrarse de claudicar? ¿Cuánto esfuerzo hacemos para discernir el hábito que nos ayuda a seguir vivos del que nos tiene tan solo sobreviviendo?
Estos días recibimos –de las voces de afuera y de la guardia moral que todas llevamos por dentro– dos mandatos contradictorios. Uno nos dice que estemos bien, que aprovechemos el tiempo, que no nos vengamos abajo. Que cocinemos, leamos, aprendamos algo y salgamos transformados de aquí. El otro, que mantengamos siempre el rostro circunspecto de haber comprendido las dimensiones de la catástrofe, que no perdamos de vista el daño, que no cedamos ni un momento a la superficialidad.
Y ahí vamos, construyendo las nuevas costumbres en ese imposible de deberes contrapuestos, en ese tira y afloja que cae más para un lado o para el otro según cómo vayamos de conciencia y de suerte.
Pero lo cierto es que –de nuevo, qué extraños animales– si podemos acostumbrarnos a lo que venga sin ir por los días tan solo sobreviviendo, es gracias a que tenemos, también, pequeñas visitas de lo extraordinario. El otro día, la poeta Luna Miguel compartía en su Twitter una foto de su hijo sujetando una flor, y una cita de Hilda Doolittle: “Las flores están hechas para seducir los sentidos: fragancia, forma, color. Si no puedes ser seducida por la belleza, no puedes aprender la sabiduría de la fealdad”.
Somos conscientes de la dimensión de la tragedia y, sin embargo, hay momentos en los que estamos bien. Tenemos más cerca de lo habitual la presencia de la muerte, del miedo, de la miseria, pero podemos, ahora como siempre –a poco que la salud de cuerpo y mente lo permitan–, disfrutar de un balcón, de un vino, de un poema. De las sobrias rutinas de saludos y llamadas con las que –21 días– vamos haciendo de lo que sea un terreno habitable. Y sonreímos, reímos incluso. Así lo necesitamos los vivos y así les gustaría a los muertos. No se confunda este alivio con lo cuqui, ni con lo impostado. Esto no es una taza de Mr. Wonderful. Se trata de lo vivo que, tozudo, se abre paso como un modo de respirar.
Y es que el extraño animal humano necesita un modo de dar sentido a sus costumbres. Nuestro hábito de siempre venía diciendo que ese sentido estaba en la productividad, en el consumo, en el frenetismo de lo conseguido. En este impasse, ¿qué flores hacen que nuestros días sean vida, y no solo supervivencia? ¿Con qué costumbres las cultivamos?
No hacía falta que llegaran los coaches de los 21 días, desde los griegos sabemos lo que es la inercia: un cuerpo que se mueve quiere seguir moviéndose, y a un cuerpo quieto le cuesta arrancar. Hace falta una fuerza de mayor valor que la de esa inercia para cambiar el estado del cuerpo en cuestión, dice la física.
¿Qué te ha pasado, en estos 21 días? Con este golpetazo anti-inercias, ¿qué se te ha puesto patas arriba? Y ante eso, ¿cuáles son tus nuevas costumbres? ¿Celebrar lo público, leer las noticias sabiendo que afectan a tu vida? ¿Decir “te quiero”, quizá? ¿Echar de menos? ¿Te has acostumbrado ya a no tocar a nadie? ¿Te has acostumbrado a desconfiar? Y a la queja, ¿te has acostumbrado? ¿Te has acostumbrado a tus vecinos? ¿A cuidarte? ¿Te has acostumbrado a recordar que había costumbres que no podíamos permitirnos?
La verdad es que en 21 días pasan muchas cosas. En 21 días un óvulo fecundado puede llamarse embrión, y si plantaste una semilla ya debería estar germinando. 21 días es casi, casi el Adviento de los cristianos; y si son laborables, unas buenas vacaciones. 21 días de tour de Francia. Y más o menos lo que dura la gestación de un ratón. El primer Sputnik orbitó durante 21 días, y en su viaje nos contó la forma exacta de la Tierra.
Son cosas muy asombrosas, en realidad, si nos paramos a pensarlo.
De esas que, a lo mejor, pueden ayudarnos a ver, así sea por un momento, la sabiduría que se esconde detrás de las terribles.