Cultura
A Hugo, una no despedida antes del coronavirus
Historia de una dedicatoria que nunca llegó a su destinatario: "Gracias por enseñarme que intentarlo puede ser incluso más valioso que una biblioteca entera".
En cada número de La Marea en papel, publicamos una sección denominada Gracias, en la que Olivia Carballar reivindica los agradecimientos como una práctica necesaria en nuestras vidas. Estos días de confinamiento lo han puesto de manifiesto. Este está incluido en #LaMarea73. Aquí puedes leer más.
Una vez escribí una dedicatoria que jamás leyó la persona a la que iba dirigida. Acababa de publicar mi primer libro y me hacía mucha ilusión que lo tuviera. De todas formas, más que el hecho de que lo tuviera, lo que me hacía ilusión era que leyera la dedicatoria. Puede que nunca haya estado tan insegura escribiendo algo que cuando he tenido que componer esas frasecillas iniciales a personas, conocidas y desconocidas, que han decidido darte una oportunidad, confiar en ti, que van a leerte, que van a dialogar de alguna manera contigo a través de las palabras, de las letras. La primera vez, en la primera presentación, al primer lector que me pidió que se lo dedicara, le puse: «A la primera persona que me ha pedido que le dedique este libro». Ya estaba hecho. No podía borrarlo. Guardé el boli muy rápido en el bolso, cerré fuertemente el ejemplar y se lo entregué nerviosa. Milésimas de segundo después, me puse a rezar –¡a rezar!– para que no lo abriera hasta que no se hubiera marchado.
En el caso que mencionaba al principio, sí pensé concienzudamente en lo que quería escribir. Hice una especie de borrador de dedicatoria en un papel y luego la pasé a la página donde sale el título. Después, poco antes de ir a enviar el libro a su destinatario, lo perdí. No sé cómo, pero lo perdí. Y casi un año más tarde, nunca he vuelto a enviarlo. Tras las vacaciones de verano regresé a mi casa con ese propósito en la cabeza: de este mes no pasa que se lo mande. Pero pasó septiembre y pasó octubre. Y tampoco lo mandé.
Mientras escribo esto me acuerdo de una serie que engullí hace años, The Closer, en la que la subjefa de policía de los Ángeles Brenda Leigh Johnson, interpretada por Kyra Sedgwick, resolvía homicidios (y se olvidaba de resolver su propia vida). Ahora mismo no recuerdo ningún caso, ni ninguno de los interrogatorios, que me tenían enganchadísima. Pero sí me acuerdo perfectamente del pasaje de este capítulo: «Mañana te llamo», dijo la agente, exhausta tras un día duro de trabajo (otro más), una noche que su madre la llamó por teléfono para contarle cualquier cosa. A la mañana siguiente su madre había muerto. Así que no me puedo quitar de la cabeza ese último whatsapp que le envié a la misma persona a la que no le llegó mi libro ni, por tanto, la dedicatoria que con tanto cariño –para nada– le había escrito: «Hugo, perdona, mañana te llamo». Era 7 de julio. Pero no hubo llamada, ni mañana, ni más días.
Hugo era mi tío. Era el tío que se fue a Madrid y venía de vez en cuando a vernos al pueblo. Hugo –todos en casa le llamábamos Hugo, ni tito, ni tío– era un escritor que tuvo que buscarse la vida en una vida donde los pobres no podían ser escritores. Pero Hugo era escritor, por supuesto. Aprendió solo. Escribió mucho, leyó mucho también en una vida donde los pobres no podían leer porque no tenían libros. Él mismo iba a la copistería y encuadernaba sus obras. Un día, antes del verano, le dije a mi compañero Dani Domínguez que podía ser una buena idea hacerle una entrevista para el suplemento Apuntes de clase: «Esas son las historias que yo quiero hacer», me respondió con entusiamo Dani. Pero ahí se quedó la cosa. En mañana.
Esto me puso Hugo en la carta que me escribió hace menos de un año, cuando me mandó por Correos –él sí lo hizo– uno de sus manuscritos: “Querida Olivia: te mando el último libro que he escrito (que no tengo ni idea de cómo me ha salido, pues nadie lo ha leído) y este con toda seguridad sí que será el último. No me queda tiempo para escribir más. Te lo mando para que lo tengas, aunque no me gusta nada la encuadernación que han hecho”.
Hugo, que tenía un sentido del humor del que tanto necesitamos en estos tiempos, murió a finales del año pasado. Estoy feliz de poder tener ese último escrito, con su maravillosa encuadernación en espiral, en mitad de tantos libros iguales. Pero me queda la rabia de las inercias, de los luego te llamo; de resolver casos y dejar la vida irresuelta. «A Hugo, que aun sin haberlo visto mucho a lo largo de la vida, me ha inspirado –y lo sigue haciendo– en mi travesía por las letras. Gracias por servirme de ejemplo. Gracias por enseñarme que intentarlo puede ser incluso más valioso que una biblioteca entera. Un abrazo».