Internacional

Reflexiones sobre el Covid-19 desde una cuna

"Estoy criando a un bebé en pleno proceso de desarrollo cognitivo prácticamente sola, no ve a nadie más a su alrededor. Justo cuando empezaba a interaccionar alegremente".

Foto: Pixabay

Luay mira la calle ojiplático. Con sus manitas pegadas al cristal de la ventana sigue con la vista cada vehículo que pasa. Yo empiezo a contarlos: “Un coche, otro coche… ¡una furgoneta!”. 

Mientras para mí no pasan desapercibidas las personas que con paso vigoroso aparecen por la vía pública, para él, en cambio, es como si no existieran.

“Mira, mira, ¡una persona!”, le digo con tono de entusiasmo. Pero nada, ni caso. 

Este es mi temor, que ignore a las personas. Estoy criando a un bebé en pleno proceso de desarrollo cognitivo prácticamente sola, no ve a nadie más a su alrededor. Justo cuando empezaba a interaccionar alegremente.

Cuando ve las caras de su abuela y abuelo a través de una pantalla, se queda serio y vuelve la cara hacia otra parte. Y eso que son dos de las personas a las que veía diariamente desde que nació, allá en el Líbano, donde al estado de crisis económica, las protestas y la represión ahora se le suma esta pandemia del Covid-19. Human Rights Watch ya ha advertido de que la crisis financiera por la que pasa el país ha dejado a hospitales y clínicas con menos del 10% del material necesario. El gobierno libanés debe a los hospitales privados 350 millones de dólares, por lo que estos también están temiendo no poder hacer frente a la expansión del coronavirus.

En un país como el Líbano donde el derecho a la salud no es universal, no dejo de pensar en aquellas personas refugiadas sirias o palestinas, o la población libanesa bajo el umbral de la pobreza (que la hay y no es poca) que dependen totalmente de la Cruz Roja o de organizaciones como Médicos Sin Fronteras.

“Menos mal que tampoco estamos en Gaza”, pienso sin quitarme una losa de preocupación.

Queríamos creer que el Covid-19 no llegaría al segundo hogar de Luay, pero no ha sido así. Dos individuos que fueron a Pakistán, dos prosélitos del salafismo, se trajeron el virus maldito a uno de los rincones del planeta que lleva años sin disfrutar de abastecimiento de medicinas o material sanitario. Dudo mucho que cuenten con frotis, respiradores artificiales o camas de hospitales suficientes para lo que pueda suceder. Nunca los han tenido.

La franja de Gaza lleva más de trece años bajo bloqueo y es terreno fértil para un virus que adora los lugares donde se hacina gente. ¿Agua? ¿Jabón? Usarlos tan a menudo ahí es un lujo. Dos millones de personas están en peligro y tampoco podemos contar con que las autoridades gazatíes hagan una buena gestión de la crisis. Ni siquiera lo hacen en tiempo de “guerra”. De guerra de la de verdad.

Aquí en España tampoco estamos para dar muchas lecciones, con bancos y gobiernos que invierten más en industria armamentística que en ciencia.

Todos los días a las 8 de la tarde, cuando escucho cómo va creciendo la ola de aplausos desde las casas, siento unas ganas infinitas de poner a disposición de este acto solidario mis palmas, pero están ocupadas. Las personas que tenemos a cargo bebés nos vemos obligadas a olvidarnos de nuestros cuerpos y mentes, de las listas ingentes de películas, ebooks, ejercicios físicos o mentales que se comparten por las redes sociales estos días. 

Mi pareja no está conmigo, sigue yendo a su puesto de trabajo donde producen como si no hubiese mañana, sin tiempo parar ir al lavabo. Les han encargado preparar piezas para camas de hospitales y otros materiales para los hospitales de campaña. Cuando llega a casa le pregunto si el termómetro con el que les miden la temperatura al entrar y al salir de la fábrica ha marcado algo sospechoso. Nos miramos. Reímos nerviosos. Esperamos que nadie sea asintomático y tengamos en casa ese indeseable huésped. 

Esto está siendo agotador. Las horas libres y distendidas eran las horas de guardería, los paseos, las visitas de la abuela. En los medios de comunicación echo en falta recomendaciones de pediatras porque ya me las he tenido que arreglar con un catarro con estado febril, sola, por primera vez. Todo fue bien. 

Quiero terminar esta reflexión recordando a aquellas personas que están perdiendo a seres queridos por culpa del Covid-19, sin poder estrecharles la mano por última vez. Sin besos en la frente. 

Un buen amigo trabaja en el Registro Civil de Madrid y en su Facebook recordaba estos días la carga de trabajo que están recibiendo para registrar defunciones. “La dureza de ver sus caras, sus nombres y los de los médicos y allegados que figuran en sus certificados…”, escribía.  Y prometía: “Aunque no sea mucho consuelo, nosotros les estamos despidiendo por vosotros”.

Gracias también a ese funcionariado. Por lo demás, ya sabemos que esto pasará, pero dolerá.

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