Opinión
Oye, esta no es manera de decir adiós
Antes de todo esto, me topé con un reportaje que sabía que me iba a impactar. Era una de esas historias que no quieres engullir con las prisas que impone el día (antes de todo esto) y por eso lo guardé para saborearlo por la noche, en mi afán por buscar cosas bonitas. Antes de todo esto era 4 de marzo. El reportaje, publicado en la revista The New Yorker, contaba cómo la fotógrafa Deanna Dikeman había recogido, lo largo de casi 30 años, las despedidas de sus padres en instantáneas: “Al final de las visitas de su hija […], los padres de Dikeman se esperaban fuera de la casa para despedirla mientras ella se subía a su coche y se marchaba».
Las imágenes tienen el mismo ‘enfoque’: su madre y su padre levantando el brazo desde el porche mientras su hija se va. Su madre, según cuenta el artículo, estaba un poco harta de las dichosas fotografías, pero incluso cuando el padre murió, en 2009, ella dejó que su hija siguiera inmortalizando aquellas despedidas, ahora de ella sola. Hasta que murió en 2017.
Aparentemente, hay pocas diferencias entre ellas. Pero cada instantánea es distinta. Porque cada momento, por muy igual que parezca, es diferente. Además del envejecimiento de sus padres, se podía observar también el discurrir de la vida de ella misma: su perro asomando por la ventanilla, su anillo de casada, su hijo en la sillita de atrás… ’27 goodbyes’ fue el título del libro que publicó en 2009 como adelanto de esta serie. 27 adioses. Cada adiós era el adiós único de unos padres que también iban guardando en su retina el paso de la vida de su hija. “Un día en 1991, pensó en fotografiarlos en esta pose, movida por una creciente conciencia de que los años pacíficos no durarían para siempre”, prosigue el reportaje.
Y no he podido sacarme de la cabeza esas fotografías este fin de semana tan extraño, ahora que todo el mundo habla de guerra, mientras leía los testimonios de personas que no han podido despedirse de sus familiares sabiendo, además, que era la última vez que iban a poder hacerlo. Sabían que podían morir y sabían que no podrían despedirse de ellos. Quién sabe si algunos de los fallecidos, como narraba Magda Bandera en este hilo de Twitter, tampoco pudieron despedirse de sus padres en esa otra guerra que vivieron. «Se me parte el alma –escribe Bandera– pensando en quienes soñaban con que de una vez abriesen aquella fosa para tocar un hueso amado. Y ahora ni siquiera pueden rozar una mano solidaria».
Muchas veces los adioses nos pillan por sorpresa. Estos no. Y esto es lo que esta crisis, con imágenes tan crueles de entierros sin entierros, también nos está enseñando. Quienes nos hemos criado en un pueblo sabemos bien –hasta no hace mucho– qué es un velatorio. La mesa camilla, el café, las risas junto al muerto recordando al muerto, los churros que trae la vecina por la mañana, los roscos de azúcar que trae la prima por la tarde, los llantos cuando llega alguien nuevo, tal vez esa persona que no hubiera ido aquel día si en vez de morirse, el muerto estuviera vivo y ese justo día celebrara su cumpleaños. Porque solo nos movilizamos y hacemos esfuerzos y lo dejamos todo cuando pasa algo malo. El mundo ha parado. Eso le dije a una amiga este mismo enero cuando en el grupo de Whatsapp escribió que no iba a ir a la quedada de amigos porque tenía que planchar. Yo también lo he hecho, no ir a los sitios porque tenía que hacer otras cosas. «Tienes razón», volvió a escribir. Y aquella tarde fue la última vez que nos vimos antes de todo esto.
La última vez que fui a un velatorio fue en febrero, este febrero. Y estoy segura de que no hubiera ido a casa de mi madrina ese día, al pueblo, si hubiera sido su cumpleaños. Porque la vida nos arrastra. Sí, antes de todo esto. Sin embargo, hice malabares y lo dejé todo porque se había muerto. Estuve muy poco tiempo, pero tuve la oportunidad de despedirme, de volver al sitio donde esta mujer extraordinaria me inculcó el amor por la escritura; pude recordarla en los cuadros de su casa pintados por su hijo; en la escalera de caracol que tanto me impresionaba cuando era pequeña, en las paredes que en otros tiempos eran tan altas. Sentí el mismo miedo que me daba cuando era pequeña pasar junto a la caja. Y tuve la oportunidad de saber en ese velatorio que murió haciendo una de las cosas que más le gustaba: enseñar. Estaba enseñando a leer a mujeres que a su edad todavía no habían aprendido. Y pude leer un poema que había escrito –otra de las cosas que más le gustaba– en el que se despedía y daba las gracias a las personas que la habían querido.
El Colegio Oficial de Psicología de Madrid ha puesto en marcha varios dispositivos para mejorar el estado de salud emocional de las personas afectadas: «Al dolor que produce la pérdida de un ser querido, se le suma el drama de no poder hacer un adecuado proceso de despedida». He leído testimonios desgarradores este fin de semana de lo contrario, de las no despedidas, como la de esta mujer que llora «desconsoladamente en el anodino aparcamiento de Urgencias del hospital de Txagorritxu», en Vitoria, o la de la familia de la periodista Amparo Estrada y el entierro de su madre sin abrazos. Y no, esto no es humano. Como recitaba Cohen, experto en despedidas, esta no es manera de decir adiós.
Muy triste; pero aún más triste tantas pèrsonas asesinadas, entre el 1936 al 39 y posteriormente por defender un mundo más justo, chavalxs, jóvenes, de mediana edad, mayores, muchxs de lxs cuales aún están abandonados y olvidados en las cunetas de España.
Lo más triste: las personas que luchan por un mundo más justo suelen acabar abandonadas y olvidadas por la gente de ese mundo mejor por el que luchan, tal como sucede sin ir más lejos con JULIAN ASSANGE.
Como dice Eudald Carbonell si no tomamos «Conciencia de especie» estamos perdidos.
El afamado arqueólogo y catedrático recordó que los humanos ya han vivido hechos como la Crisis de los misiles o la Guerra de Irak «que nos han puesto entre las cuerdas y han sido toques de alerta sobre la necesidad de preservar lo que yo llamo conciencia crítica de especie».
«En aquellos momentos, la humanidad fue consciente de los riesgos globales y se expresó una conciencia universal que llevó personas de todo el mundo a la calle. Aquella reacción no era la causa de un país o de una clase social: era conciencia de especie», concluyó Carbonell