Cultura

Cuestión de distancias

'La mirada' de Laura Casielles: "Quizá lo que ocurra sea tan solo el misterio de lo no pautado: averiguar qué pasa con eso que llamamos 'amor' si cambiamos los modos de vida".

Foto: Álvaro Minguito

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Laura Casielles aquí.

El amor es una cuestión de distancias. Es cuestión de distancia el primer paso, como lo son la segunda palabra y el roce que rompe incertidumbres. Ay, la imposible distancia inexpugnable del cuerpo por fin cerca que sigue, sin embargo, siendo más otro de lo que quiere el deseo. Gestión de una distancia ruborizada el primer desayuno. Acortar la distancia del miedo y volver a quedar. Y entonces, la negociación permanente de la distancia construyendo costumbres: qué suerte si avanza a la par. Distancias que asustan, distancias que consuelan. “No es tan trágico”, canta Vetusta Morla para cuando ya todo se va al carajo, “jugar con la distancia y heredar su soledad”.

Pero es eso, justo eso, jugar con la distancia, lo que no hay manera de hacer estos días. Por arte y gracia del bichito díscolo, las historias de amor han quedado desconcertantemente paradas en un punto concreto de la película. Si ya estabas conviviendo, se acabó la autonomía: ha llegado el 24/7 de estar juntos. Si te veías de vez en cuando, estación de ausencias. Si eras el rey del Tinder, mala suerte. Si tenías un viaje previsto para ponerle piel al noviazgo sin fronteras, tendrá que esperar.

Con este insólito asunto del coronavirus y sus legislaciones estamos descubriendo, colectivamente hablando, muchas cosas que en realidad ya estaban ahí, pero que nuestra vida llena de ocupaciones y costumbres, de estreses y certezas, nos permitía pasar sin ver. Descubrimos precariedades antes desapercibidas, la importancia de algunos oficios, el valor de los cuidados, los rostros del vecindario, lo reconfortante que puede ser una canción. El cambio de ritmo y perspectiva permite encajar de otro modo las piezas del puzle de lo que nos rodea, hacemos ciertos clics sobre los mecanismos de nuestra sociedad. 

Y, probablemente, lo mismo pasa en la intimidad de nuestras vidas. Con esta lupa de aumento, todo se ve con una nitidez desmesurada, para bien y para mal. Y nuestras decisiones revelan sus enveses. Se bromeaba mucho en redes sociales con los divorcios que habrá cuando todo esto pase: pues sí, seguro que muchos, y no será menos cierto el chiste de que unos cuantos nacimientos también. Habrá quien esté teniendo estos días un tiempo de convivencia que nunca tuvo, y vaya movida. Habrá a quien, feliz normalmente de vivir sola, se le hagan largas las noches ahora que no puede elegir abrir la puerta a ratos a la compañía. Siempre laten, tras las grandes gestas, como un fondo que atraviesa los siglos, las tiernas y terribles vicisitudes de las historias de amor. 

La casuística es infinita. Pienso en amantes con engaño a terceros desquiciándose en la espera (y esas llamadas furtivas de camino al súper). En adolescentes que lo tenían a puntito para el viaje de estudios sintiéndose las personas más desgraciadas de la Humanidad. En abuelas y abuelos acatarrados sin baile ya ni bingo en que ver a su ligue del centro de mayores. Universitarios confinados en casapadres haciendo arder el whatsapp. Coqueteos con mascarilla en el almacén. Sexo cansado entre sofás a un metro de distancia para las enfermeras que acaban de llegar de trabajar. 

No, ni romantizo la cuarentena ni relativizo lo urgente. Pienso en el horror de las mujeres confinadas con sus agresores. Recuerdo que “juntos” no significa lo mismo en un apartamento con terraza que en un bajo diminuto con ventana interior. Tengo clavada en cada frase la presencia de demasiadas personas a las que todos los planes de vida se les han caído encima en estos días. 

Pero, de algún modo, todo es parte de lo mismo. Tiene radicalmente que ver con una construcción de la “normalidad” que revienta en cuanto cambian las coordenadas. 

Porque una cosa es el amor y otra los modos de vida. Demasiado a menudo entendemos por quererse ir siguiendo el camino que marcan las historias que nos han contado siempre. No es tan fácil plantearse otra opción. La gestión de distancias que constituye un romance viene medida por una regla que nos dice (conscientemente o no) a qué ritmo y en qué sentido tiene que moverse cada gesto. Construimos nuestras relaciones con movimientos tan controlados como el metro que avanzamos estos días en cada paso de la cola del pan. Y, por supuesto, le ponemos a todo hito un buen filtro para contarlo enseguida en Instagram. Así, ¿cómo no vamos a creer que somos nosotros quienes fallamos, si pese a todo nuestra foto no se parece al fotograma que marca el guion?

Pero sí, estos días, también eso se ha puesto patas arriba. Porque en la ruta prevista de los amores ha irrumpido lo inesperado, y no queda otra que hacerse cargo. 

Decisiones que llegan antes de lo previsto: “¿Y si pasásemos la cuarentena juntas?”. Distancias impuestas: “Qué mala suerte que te pillara todo esto lejos de aquí”. Tres comidas al día para familias que descubren que no se conocen mucho. Horas vacías para quienes solo habían sabido compartir ratos llenándolos de planes. Tardes en compañía del fantasma impertinente de las conversaciones por tener. Mensajes de chequeo con tu ex (ante el apocalipsis, todo rencor se relaja). Convivencias revelando problemones o maravillas. Rey del Tinder, ojalá se te den bien las relaciones epistolares. Cuerpos en pijama, “te invito a un concierto online”, caricias con pantalla interpuesta: bendito siempre, frente al amor pautado, el necesario entrenamiento diario de la imaginación. 

Sería quizá bueno no leer lo que les pase estos días a nuestras relaciones en una clave de éxito y fracaso. Quizá lo que ocurra sea tan solo el misterio de lo no pautado: averiguar qué pasa con eso que llamamos “amor” si cambiamos los modos de vida. Un atisbo de que hay (siempre) otro modo de jugar con las distancias.

Pensando, por cierto, también en que en estos días parece hacerse más presente la costumbre de dejar ver el plural de la palabra “amor”. Sea por exceso de presencia del cónyuge o por soledad que busca alivio, parece que atisbamos, de las vidas de todo el mundo, un poco menos de su churri y un poco más de amores varios. Amores, sí: así en plural, pero un plural que tiene poco que ver con la promiscuidad de los cuerpos, y mucho con lo distintas que son las necesidades que nos llenan los días. Amores en plural que significan el vermú con las amigas, amores en plural que significan el barrio, amores en plural que significan la atención a quien lo necesita, amores en plural que significan proyectos en marcha, amores en plural que significan un poco de flirteo para animarse, amores en plural que significan todas las redes que nos envuelven y a las que a veces no damos la importancia que pueden llegar a tener.

Por lo demás, lo que ya veníamos sabiendo de antes sigue vigente. Cuidado con las idealizaciones, que los idilios por carta los carga Disney. Ojo, que tu ex va a seguir ahí cuando ya sí que se pueda tomar café y a ver qué haces. Y no te olvides de que Instagram y la realidad tampoco son lo mismo en las casas de la otra gente

El resto ya nos lo dejó dicho Ibn Darray al-Qastalli desde hace cosa de mil años: “Si en los jardines que habita / me impiden ver a mi dueño, / en los jardines del sueño / nos daremos una cita”. Sirve para los súbitamente alejados, pero también para quienes, demasiado cerca, no aciertan a verse. 

A lavarse las manos, a seguir bien. 

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