Lo que no ha conseguido la sangrienta represión gubernamental de la revuelta más importante que ha vivido Irak en los últimos años, lo va a conseguir la pandemia del coronavirus.
Los jóvenes manifestantes, que llevan más de cinco meses en las calles contra el sistema implantado en 2003 por el Trío de las Azores, preparan la retirada de las calles tras ver morir a más de 500 compañeros por las balas de policías y francotiradores.
Vídeo: Patricia Simón
Farouh corre veloz con sus chanclas de plástico cuando la policía carga con gases lacrimógenos. Tiene 13 años, los pies, la ropa y la cara renegridos y ha llegado hasta aquí desde uno de los barrios más pobres de Bagdad, Al-Sadr City, a una hora en autobús de la céntrica plaza de Tahrir. Pese al caos, no se le cae la sonrisa de la cara hasta que le preguntamos por qué participa en las protestas que miles de jóvenes de una decena de ciudades del centro y sur del país protagonizan desde octubre de 2019. “Queremos un país en el que vivir”, espeta, una de las consignas más coreadas en la revuelta más importante que ha vivido el país desde la invasión de 2003. Farouh mira con seguridad y orgullo desde su metro y medio a los jóvenes que nos rodean. Todos quieren explicar sus motivos, pero la policía vuelve a atacar desde el otro lado de la trinchera que los manifestantes han construido con muros de hormigón.
La multitud se dispersa a la carrera, los conductores de los tuk-tuks -triciclos motorizados que hacen las veces de taxis y que se han convertido en un símbolo de esta revolución- trasladan a heridos por los disparos; estudiantes de medicina y enfermería vestidos con batas blancas ofrecen colirio para aliviar los ojos de los gases, mientras, de nuevo, los jóvenes más intrépidos vuelven a avanzar hasta la primera línea de las protestas: ahí donde las fuerzas de seguridad y francotiradores de milicias progubernamentales responden a los cánticos y las piedras que lanzan algunos de los chavales con disparos de fuego real –incluidas armas de guerra como Ak-47, como comprobamos por los casquillos de balas que manifestantes recogen del suelo. Pero no sólo. También granadas aturdidoras, gases y, desde hace algunas semanas, escopetas de caza: taladran así los cuerpos de los muchachos con perdigones, desgastando los contados recursos sanitarios de la revolución y amendrentándoles sin el coste político de causar un número tan alto de bajas.
Hubo días al principio de las protestas, en los que mataron hasta a 46 chavales por pedir mejoras en unos servicios públicos devastados, empleo y medidas contra la rampante corrupción. Tras ver en estos cinco meses cómo sus humildes demandas eran respondidas por su gobierno con el asesinato de casi 600 jóvenes, más de 20.000 heridos, casi 3.000 detenidos –muchos acusados de terrorismo–, cientos de desapariciones y secuestros, ahora ya no buscan reformas: exigen acabar con el régimen y la élite resultantes de la invasión del Trío de las Azores de 2003, de la que se cumple 17 años. Más de la mitad de los asesinados durante estas protestas eran menores de edad. Los hijos de aquella guerra comandan ahora esta revolución.
«Matándonos no conseguirán que dejemos de venir»
La guerra es ese agujero negro en la dimensión espacio-temporal en el que los jóvenes pasan de las aulas, los libros y la búsqueda de empleo a aprender a identificar la distancia a la que pasa una bala por su sonido, constatar lo rápido que ese amigo con el que se comparte días y noches de manifestaciones y sueños puede pasar de estar gritando consignas a ser un inerte rictus de espanto, y a que los días buenos sean aquellos en los que no se ha asistido a un entierro.
Esta es la rutina que viven los habituales en la plaza de Tahrir desde octubre. Hoy, por ejemplo, martes 25 de febrero, han sido cuatro los jóvenes finados. “Alaa era mi amigo. Ha recibido cinco disparos. Matándonos no conseguirán que dejemos de venir”, sostiene Baqr con una contundencia calmada, apenas unas horas después de su defunción, mientras decenas de jóvenes recrean un velatorio alrededor de una caja envuelta en la bandera iraquí. Un hombre de mediana edad vestido con disdasha recita versos del Corán, mientras muchachos clavados de rodillas en el suelo abrazan el falso ataúd rotos por el llanto. Son las once de la noche, les alumbra el emblemático Mural de la Liberación, que conmemora la constitución de la República de Irak en 1958 y que preside esta plaza en la que desde octubre acampan decenas de colectivos que se sienten interpelados por la protesta. De repente, un joven interrumpe la grabación. Es Abdo, primo de Alaa, y no quiere que su amigo se exponga a las posibles represalias por salir públicamente denunciando el asesinato. “Es nuestra responsabilidad”, dice con la voz rota mientras agarra el micrófono. Pero llega el hermano de Alaa contrariado, aún en estado de shock, y acordamos visitar a su familia al día siguiente en su casa.
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II. La revolución por el trabajo.
III. La revolución por la igualdad.
IV. La revolución contra las milicias.
V. La revolución de los pobres.
VI. La revolución contra el olvido y la impunidad.