Internacional

Afganistán, maldita

'La mirada' de Mónica G. Prieto: "19 años de guerra y de matanzas de civiles en nombre de la lucha contra el terrorismo, para terminar aliándose con el 'terrorista'".

Seguidores de Abdullah Abdullah asisten a su ceremonia de juramento como presidente, en Kabul, Afganistán. REUTERS

La mirada’ es una sección de ‘La Marea’ en la que diversas autoras y autores ponen el foco en la actualidad desde otro punto de vista a partir de una fotografía. Puedes leer todos los artículos de Mónica G. Prieto aquí.

Mientras el coronavirus copa portadas, páginas interiores, minutos de radio y televisión y párrafos en las redes sociales, ocurren hechos en el mundo que podríamos catalogar de históricos. Por ejemplo, en Afganistán, Estados Unidos y los talibán han firmado un acuerdo que pone teóricamente fin a 19 años de guerra, la misma que comenzó George W. Bush en 2001 tras el atentado del 11-S. Entonces, Washington actuó con impunidad, amparado en su categoría de víctima del salvaje ataque que se cobró tres mil vidas, cebándose contra un remoto país asiático que no tenía ninguna responsabilidad en aquellos hechos. Un país que, además, llevaba inmerso en uno u otro conflicto desde 1979, pero que tenía la mala suerte de haber sido elegido como base del organizador del atentado, Osama bin Laden, líder de una osada Al Qaeda que se atrevió a declarar la guerra a la principal potencia mundial.

Al Qaeda, además, trabajaba aliada con un paraejército de extremistas islámicos que durante años impusieron la Sharia en Afganistán: los talibán, en pashto los estudiantes de teología. El yemení Bin Landen no respondería por ello hasta ser ejecutado en Pakistán años después, pero los afganos sí pagaron con sus vidas el enésimo revés que ponía al país en jaque. Contra los enemigos invisibles, los usos convencionales no funcionan. Aun así, EEUU decidió responder con una guerra convencional que se cebó en un país apenas desarrollado y víctima de sus señores de la guerra y los intereses extranjeros desde la Guerra Fría. 

Las guerras se superponen en Afganistán desde hace 40 años, por omitir los levantamientos tribales suprimidos en la primera mitad del siglo XX, cuando se regía por una monarquía. Pero pocos conflictos, salvo la invasión soviética, son comparables al librado por EEUU gracias a una maquinaria bélica de última generación desproporcionada frente a los talibán. Sin embargo, puestos a buscar vencedores ahora que se retira Estados Unidos, Washington no gana, precisamente.

El acuerdo pactado por el enviado de Donald Trump, Zalmay Khalilzad, y rubricado en Doha el 29 de febrero implica una retirada completa, en 14 meses, de todo el personal militar de EEUU y la OTAN. También una amnistía para 5.000 combatientes talibán a cambio de 1.000 miembros de las Fuerzas de Seguridad afganas detenidos por los estudiantes de Teología, siempre que haya un compromiso escrito de que abandonarán la violencia y de que el liderazgo talib negociará con el Gobierno de Kabul. Ha anunciado el fin de las sanciones contra los talibán para agosto, siempre que los extremistas no se vuelvan a aliar con enemigos de Washington y participen en el proceso político.

Los insurgentes, a cambio, prometieron reducir la violencia, aunque se han vuelto a disparar los ataques contra los uniformados afganos en prácticamente todo el territorio en las últimas semanas, demostrando el verdadero talante del movimiento. Es decir, EEUU se fía de la palabra de un grupo paramilitar extremista para retirarse y desvincularse del conflicto afgano, tras azuzarlo durante dos décadas. Afganistán parece maldito. Sería más fácil confiar en que dicho acuerdo se materializará en paz o estabilidad si Kabul tuviese un Gobierno sólido, pero tampoco es el caso.

El presidente y el primer ministro, Ashraf Ghani y Abdula Abdula, se han autoproclamado presidentes en sendas ceremonias que coincidieron en el tiempo y en el lugar, hasta el punto de estar separados por un muro. Podría ser una anomalía, pero Afganistán vive anclado en las anomalías desde hace más de un siglo, en los reinos de taifas y en las dictaduras descentralizadas de sus líderes tribales, por lo que el actual escenario de competencia por el poder entre Ghani, Abdula y los talibán condena al país centroasiático a permanecer anclado en la inestabilidad y la violencia.

Tampoco ha conocido otra cosa, y todo hace indicar que el Acuerdo de Doha es una mera excusa para consumar la retirada norteamericana -uno de los grandes proyectos de Trump es acabar con las aventuras militares en el exterior- pero no una solución para Afganistán, que quedará más debilitado, más destruido y más arruinado gracias a la invasión norteamericana. Las promesas de diálogo político interno son papel mojado, y los talibán, que llegaron a establecer un califato en el 90% del territorio del país en 1996 –reconocido como autoridad legítima por Emiratos Arabes, Arabia Saudí y Pakistán– no van a renunciar fácilmente a una parcela de poder que no podría recuperar si se desmarca de la acción. 

Washington se marcha dejando el control del incendio en manos de los pirómanos, tras disfrazarlos de bomberos. Tras casi dos décadas de guerra, Estados Unidos ha legitimado al movimiento extremista aliado con Al Qaeda –que ya tiene representación oficial en Qatar– transformándolo en un interlocutor válido. Y no solo eso. Como escribía en las páginas del New York Times la exasesora de Seguridad Nacional norteamericana Susan Rice, el acuerdo implica que “en 14 meses, Estados Unidos se quedará sin ninguna capacidad militar o antiterrorista en Afganistán, subcontratando de facto la seguridad norteamericana a los talibán”.

19 años de guerra y de matanzas de civiles en nombre de la lucha contra el terrorismo, para terminar aliándose con el terrorista. Los grandes perdedores son, de nuevo, los afganos, que no solo tuvieron que padecer los desmanes de los talibán cuando tomaron el poder y la espantosa guerra lanzada por Washington contra estos, sino que ahora verá cómo los invasores que se retiran les dejan en mano de los aliados de Al Qaeda. Como decía Nelson Mandela, la paz se hace con los enemigos y no con los amigos, pero resulta inquietante asistir a la normalización de un grupo de extremistas que nunca ha renunciado a su objetivo: imponer un estado islámico en Afganistán.

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