Los socios/as escriben
Empatía, cuestión de práctica
"Los seres humanos somos así; nos cuesta sentir empatía. Podemos pensarla, racionalizarla, creer que la poseemos, pero no podemos sentirla hasta que no la experimentamos", reflexiona el autor.
Son las 10:00 horas de un sábado cualquiera de otoño. El cielo presenta una pavorosa tonalidad plúmbea; da la impresión de que su bóveda, pesada como el hormigón, está a punto de caer sobre la ciudad. La luz es tenue como un recuerdo añejo. Las predicciones meteorológicas anuncian chubascos dispersos. No se espera una gran afluencia de coches en las carreteras radiales que conectan la capital con el resto del país.
Amparado en estos datos, monto a mi hijo en el coche y me dispongo a viajar a mi ciudad de nacimiento, donde reside mi familia, para pasar el fin de semana. El niño se he levantado inapetente y apenas ha desayunado. Así que cojo un paquete de galletas por si el hambre apareciese durante el viaje. No obstante, lo más probable es que se quede dormido. El traqueteo le relaja hasta debilitar su resistencia. Y, con tres años recién cumplidos, dormir le nutre casi tanto como comer.
Salimos del garaje y ponemos rumbo a la carretera. Quince minutos más tarde, mientras nos acercamos a la AP6, intuyo que algo va mal; el tráfico es excesivo a esas horas de la mañana. La circulación muy densa. De la impresión de que estamos en medio de una operación salida. Preveo que habrá retenciones más adelante.
Y en efecto: apenas unos minutos más tarde, quedamos atrapados por las pegajosas garras de una congestión. Así las cosas, enciendo el GPS y observo que se ha producido un atasco de varios kilómetros. Es posible que se deba a un accidente. Es la única explicación para semejante anomalía.
El niño dormita en la silla de seguridad del asiento trasero con la cabeza caída hacia adelante. Parece un Cristo en la cruz. Con la espalda pegada al respaldo. Al límite del escorzo. La posición forzada por la estructura. Su rostro derrocha felicidad; parece levitar ajeno al maremágnum de vehículos que nos rodea.
Dos coches de la Guardia Civil se abren paso al cabo con las sirenas encendidas. Ha debido ser una colisión muy aparatosa, de otro modo no se entiende tanta inmovilidad. Cuando por fin echamos a andar, el niño se despierta. Según el GPS, aún estamos lejos de salir de esa maraña metálica que cubre por completo el asfalto; más de treinta minutos para cruzar el lugar donde los coches han chocado. Espero que no haya heridos, pero, de forma egoísta, mi mayor preocupación es salir de allí enseguida, pues el niño, además de sueño, también tiene hambre. Tanta que no tarda más de cinco minutos en comerse todas las provisiones de galletas.
Entonces comienza el calvario. Mientras los limpiaparabrisas barren la capa de agua que empaña mi visión, una frase horada mi cabeza: “papá, tengo hambre”. Él no tiene edad suficiente para entender que estamos en un atasco, que no tengo más comida y que, en cuanto salgamos de allí, pararemos en una gasolinera y le compraré lo que quiera. Él solo entiende que tiene hambre. Es un impulso animal. Irracional. Una necesidad que necesita cubrir de inmediato, sin racionalizar, sin poder modificar su mente y prepararla para aguantar un rato el sufrimiento.
De forma maquinal, repite: “papá, tengo hambre”. Una, dos, tres, cien veces… Después comienza a llorar. El hambre le irrita. Le pone nervioso. Está atado a la silla como un lunático. Miro hacia el asiento de atrás con desazón y ternura. Luego miro hacia un lado. Parece que, poco a poco, la caravana avanza. Con suerte, en unos veinte minutos podremos circular con normalidad. Pero veinte minutos escuchando “papá, tengo hambre” en bucle pueden ser una suerte de tortura para mí y un suplicio para él, que, al fin y al cabo, es el que tiene hambre.
Es entonces cuando me doy cuenta de algo que no había experimentado nunca; el sufrimiento y la frustración que provoca el hecho de que tu hijo tenga hambre y no puedas alimentarlo. Un sentimiento provisional, en mi caso, pero suficientemente intenso como para entenderlo. Para vivirlo en primera persona. Los seres humanos somos así; nos cuesta sentir empatía. Podemos pensarla, racionalizarla, creer que la poseemos, pero no podemos sentirla hasta que no la experimentamos.
Así pues, en aquel momento soy capaz de ponerme en la piel de los más de trescientos millones de padres que no pueden alimentar a sus hijos cada día. El “papá, tengo hambre” resonando a todas horas en sus cabezas, en millones de cabezas, en mi cabeza. ¡Es terrible! Nadie debería pasar por el trago de no poder alimentar a sus hijos. Es un derecho universal que sin embargo no se cumple. Y, lo peor, quienes tenemos alimentos de sobra, no nos preocupamos por ello. Lo vemos como una ficción que solo sucede en las películas o en países remotos donde los seres humanos viven y sufren como animales.
Media hora después paramos en una gasolinera y compramos galletas y zumo y chuches. Y el “papá, tengo hambre” queda como un recuerdo y una enseñanza que, tal vez, todos los padres occidentales deberíamos experimentar a fin de entender que el hambre y la desnutrición infantil son las mayores vergüenzas a las que se enfrenta la humanidad. Aunque quizá sean las mayores vergüenzas porque la humanidad, en vez de enfrentarlas, las obvia.
La policía griega está disparando gases lacrimógenos y granadas de humo a cientos de personas en la frontera turco-griega que huyen de la guerra y la pobreza.
Ahora mismo, nuestros líderes europeos están allí con el fin de apoyar y fortalecer estas prácticas.
Dejémosles claro que queremos proteger a las personas y defender a la humanidad.
https://act.wemove.eu/campaigns/Mas-humanidad?utm_source=civimail-28947&utm_medium=email&utm_campaign=20200303_ES
Tenemos lo que merecemos.
Nos hemos deshumanizado y seguimos en ello.
Para una persona humanitaria, con empatía, vivir los tiempos actuales tiene que resultar muy duro.
Yo era una persona sensible; reconozco que he perdido esa sensibilidad; cuando ves tanta bestialidad en el mundo y tanto pasotismo (y también perversidad) en la sociedad, desgraciadamente creo que te vas adaptando. No debería ser así, claro que no; pero ¿qué puedes hacer si ves que la gente va a «lo suyo» y pasa de todo?
LA IDIOTIZACION DE LA SOCIEDAD COMO ESTRATEGIA DE DOMINACION
La gente está imbuida hasta tal extremo en el sistema establecido, que es incapaz de concebir alternativas a los criterios impuestos por el poder.
Para conseguirlo, el poder se vale del entretenimiento vacío, con el objetivo de abotagar nuestra sensibilidad social, y acostumbrarnos a ver la vulgaridad y la estupidez como las cosas más normales del mundo, incapacitándonos para poder alcanzar una conciencia crítica de la realidad.
En el entretenimiento vacío, el comportamiento zafio e irrespetuoso se considera valor positivo, como vemos constantemente en la televisión, en los programas basura…
https://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2018/08/20/la-idiotizacion-de-la-sociedad-como-estrategia-de-dominacion