Cultura
Un cuento triste: morir en 2030
Noelia Adánez sitúa esta historia en 2030, una historia sobre el fascismo, la cultura y las violencias.
Corría el año 2030.
La tecnología había perdido su capacidad emancipatoria para siempre y se había consolidado como un instrumento al servicio del capital. Un modelo de producción imposible de conciliar con el respeto a la sostenibilidad medioambiental –que quería decir entonces, y aún ahora, hacer posible la vida en el planeta garantizando su reproducción de manera que otras generaciones futuras pudieran decir lo mismo, es decir, pudieran asegurar el futuro de otras generaciones– se impuso.
Ese modelo de producción extractivo, enrocado en las energías fósiles, se extendía sin tregua en virtud de un diseño económico propicio que compensaba pérdidas con ayudas. A pesar de que la noción ayudas era en principio opuesta a la lógica del sistema, lo cierto es que nadie dudaba de su existencia ni cuestionaba su oportunidad. Las ayudas resolvían los errores de un mercado supuestamente libre que nunca repartía beneficios con criterios de justicia, sobre todo porque bajo la noción de libertad se ocultaban prácticas que la subvertían. Los oligopolios, la presión del capital sobre las instituciones de gobierno y la pérdida de autonomía del entramado político que se había consensuado en torno a nociones como democracia y derechos humanos, estaban a punto de transformar el paisaje social para convertir lo intolerable en imposible. Y, como es sabido, un mundo imposible está condenado a desaparecer.
Conforme las desigualdades aumentaban, el interés por la cultura menguaba; conforme más se evidenciaba la falacia del libre mercado –paradójicamente-–más se cuestionaban las subvenciones públicas a aquellos sectores de la economía incapaces de organizarse como sectores productivos. Y la cultura era, en ese sentido, un sector paradigmáticamente incapaz de organizarse. Las ayudas estaban bien vistas salvo en el ámbito de la cultural, al menos en mi país.
A medida que la ultraderecha y el neofascismo cuestionaban la asistencia institucional a la producción cultural, ocupaban el espacio de la cultura hasta agostarlo: bien apropiándose e identificándose con una cultura de masas desactivadora de ciudadanía, bien generando su propio discurso cultural a través de fundaciones, productoras y medios de comunicación encargados de difundir la idea de que la cultura es accesoria en el mejor de los casos y, en el peor, un bien de consumo privado que se puede pagar quien quiera y quien no, que no consuma.
Las historiadoras concuerdan en que el auge de la ultraderecha estuvo a su vez propiciado por la incapacidad de las izquierdas para organizar el descontento, el dolor colectivo y la ansiedad provocada por una crisis cíclica cuyo punto de inflexión vino a coincidir con un agotamiento de las democracias liberales y, lo que es peor aún, del consenso europeo organizado al poco de una guerra mundial cuyo impacto histórico y posteridad comenzaban a desdibujarse.
En realidad, las historiadoras estaban tan angustiadas pensando en que el recién estrenado siglo XXI no lograba superar todos los conflictos del pasado siglo XX, que olvidaron que los conflictos del pasado son una lengua que hablamos también en este presente. Preocupadas por sostener la posteridad del pasado, se desentendieron de incorporar a la sociedad civil en la producción de sus discursos. Querían organizar y explicar ese conflicto para desactivarlo, querían poner orden en un tiempo histórico acelerado, querían proponer una visión del mundo que explicara un futuro concordante con un pasado que se pudiera explicar y asumir como un territorio de extrañamiento y diversidad, pero también de vida y empatía. Pero no lo estaban consiguiendo.
Sin embargo, al inicio de la década de los años treinta hubo una reacción por parte de colectivos organizados de la sociedad civil y por parte del mundo de la cultura en Europa, que consiguió estructurar un movimiento de protesta con incidencia institucional y un fuerte seguimiento social. Lo imposible parecía estar sucediendo. La crisis climática y el agotamiento económico de un modelo vinculado a la depredación, junto con la incapacidad para transitar hacia otras economías soportables, hicieron que la ciudadanía buscara respuestas. Ante la incapacidad del fascismo del siglo XXI para resolver el problema de “la pérdida de sentido”, la cultura, la expresión cultural en todas y cada una de sus facetas, sus profesiones y sensibilidades, parecían por fin estar organizándose.
A primeros de febrero de 2030 tocaron a mi puerta unas compañeras para contarme cómo iba a ser marzo este año. Lo que haríamos y, sobre todo, lo que dejaríamos de hacer. Porque es sabido que para hacer, hay que dejar de hacer. Teníamos una dirección, un propósito y una estructura. La celebración del 8-M como una jornada de huelga había quedado atrás hacía mucho tiempo. Las feministas buscábamos innovar y sorprender con nuestras acciones al adversario. Ahora, las compañeras nos diversificábamos para desbordar el espacio público con nuestros cuerpos y sus propuestas. Cada año era una cosa distinta. Un no parar de energías colectivas en busca de espacios para hacer y espacios para dejar de hacer: teatros, casas; bibliotecas, bares; salas de música, centros de salud. Y así.
Solo que cuando llegaron yo ya no estaba.
Me ha matado ayer mi compañero.