Análisis | Sociedad

Las razias de El Ejido: veinte años no son nada

La masa se ceba, se muscula rápidamente con la testosterona, la ignorancia y el miedo hasta transformarse en vómito de violencia. Y cuando la violencia se ha abierto paso sólo es posible frenarla también con la fuerza. En El Ejido, la fuerza imbatible fue la convocatoria de una huelga.

Una de las viviendas donde residían marroquíes que fue quemada durante los disturbios racistas de El Ejido en el año 2000 (Reuters)

Primero el miedo 

después, si no estás atento 

la crueldad lo invade todo 

Isabel Bono

Cuando sentimos que no somos nadie es fácil fundirse en turba, buscar la identidad en la potencia de las hordas, sentir que retomamos el control de nuestras vidas en la pertenencia a la masa. Eso fue lo que pasó hace exactamente veinte años en El Ejido, después de que dos agricultores y una joven fuesen asesinados por dos extranjeros en el intervalo de unos pocos días. En el primer caso, el homicida fue condenado a más de 30 años de prisión. En el segundo, a 11 años porque era un hombre con esquizofrenia paranoide diagnosticada.

La conmoción que los sucesos provocaron inicialmente se tradujo rápidamente en ese mensaje que sigue blandiendo la extrema derecha en países como Alemania de «que vienen a matar y violar a nuestras mujeres», lo que hizo estallar la espita del odio en lo que algunos declararon como ‘la caza del moro‘: hombres hasta entonces aparentemente normales salieron a las calles de la ciudad almeriense como si de paramilitares del Ku Klux Klan se tratasen. Armados con barras de hierro y bates de béisbol, incendiaron durante tres días carnicerías Halal, locutorios, una mezquita, viviendas y chabolas de los trabajadores migrantes de los invernaderos. Organizaron patrullas para apalizar, amedrentar, insultar y amenazar a sus vecinos. Marcaron con pintadas racistas las calles. Incendiaron coches para cortar el tráfico e impedir así que pudiera acudir la Policía. Se encaraban con los agentes que intentaban frenar la razia, con periodistas nacionales e internacionales que llegaron para cubrir el primer brote xenófobo en España, con los ciudadanos y ciudadanas que les reprochaban su actuación.

La masa ampara el anonimato, la rápida, resbaladiza y tramposa deserción de lo único que somos: responsables de nuestros actos. La masa se ceba, se muscula rápidamente con la testosterona, la ignorancia y el miedo hasta transformarse en vómito de violencia. Y cuando la violencia se ha abierto paso, cuando el código de conducta común se ha desechado, cuando el primer escaparate ha sido reventado, la primera casa reducida a cenizas, el primer golpe blandido contra un cuerpo ajeno, sólo es posible frenarla también con la fuerza. Una fuerza que, en el caso de El Ejido, fue imbatible: tras tres días de ataques, el 8 de febrero los trabajadores extranjeros no acudieron a los invernaderos.

La huelga, indefinida inicialmente, duró dos días. El 10 de febrero, las asambleas de migrantes y las asociaciones empresariales y sindicales de Almería, alcanzaban un acuerdo refrendado por el Gobierno de España y de la Junta de Andalucía. El documento incluía la garantía de proteger la seguridad de los trabajadores extranjeros, el alojamiento urgente de las más de 400 personas que perdieron sus viviendas, la creación de un fondo social para indemnizar las pérdidas que hubiesen podido sufrir, el compromiso de los empresarios para que los migrantes tuviesen representación en el convenio del campo y la creación de una comisión de seguimiento que velase por la ejecución de los acuerdos. Nunca se cumplieron

Veinte años después, el partido de extrema derecha Vox es el segundo más votado en El Ejido, una ciudad donde conviven millonarios con miles de trabajadores viviendo en condiciones infrahumanas en chabolas de plástico y antiguos cortijos en ruinas por los que pagan alquileres desorbitados. ONG con proyectos en algunos de los países más pobres del planeta tienen que seguir yendo semanalmente a prestarles atención sanitaria. Sin luz ni agua corriente, sobreviven en ese cuarto mundo que nuestras sociedades enriquecidas se han acostumbrado a albergar como engranaje imprescindible de su motor económico.

No ha vuelto a haber razias porque la Ley de Extranjería es el mejor sistema de represión y amedrentamiento para que las personas migrantes no osen reclamar los derechos más fundamentales. Pero la semilla del odio, que brotó en el año 2000 escandalizando a buena parte del país, está ahora diseminada por todo el territorio nacional: la riegan diariamente con sus mentiras, sonrisas cínicas y visitas a centros de menores, campos de tiro y al Parlamento la señora Monasterio y los señores Abascal y Ortega Smith. Pero no solo. También medios de comunicación que durante años han pagado a tertulianos dedicados a hacer apología del odio, divulgar bulos y prejuicios, y crear así la agenda política y el estiércol ideológico sobre el que luego se ha enraizado parte de la derecha y la extrema derecha españolas.

Quienes se lucran gracias a la transmisión del virus del odio, saben que no hay conductor mejor que las masas. La democracia consiste, por el contrario, en construir sociedades comunitarias que reconozcan a cada individuo en su dimensión única e irrepetible. El Ejido debe permanecer indeleble en nuestra memoria histórica: un aviso de lo que que ocurre cuando las leyes excluyen a una parte de las personas de su condición ciudadana, cuando se normalizan las castas sociales, cuando, en definitiva, institucionalmente se sientan las bases de un apartheid. Luego, que nadie se eche las manos a la cabeza cuando el control lo tomen las turbas. 

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