Cultura
A favor de la emoción
¿Por qué es relevante el estreno de ‘Adú’? Porque el tema de las migraciones estaba ausente de nuestro cine desde hace décadas. Sólo por eso ya sería suficiente.
En 2018, 70 millones de personas dejaron sus hogares en busca de una vida mejor. Y la mitad de ellos eran niños y niñas. Esa es la cifra, pero las cifras ya no nos dicen nada. ¿Es mucho? ¿Es poco? ¿Comparado con qué? Los números se prestan fácilmente a las lecturas interesadas. Ya ni siquiera nos importan los hechos. Los partidos ultraderechistas están viviendo por ello una época dorada. Todo el mundo sabe que roban y mienten, nadie es tan imbécil o está tan desinformado como para no saberlo. Da igual. Van a votarles en masa hagan lo que hagan y digan lo que digan. Veamos un ejemplo atroz de lo que son capaces de decir: “Una nación con un 14% de paro, con salarios de miseria, con un sistema de pensiones insostenible y con unos menas que cobran, en ocasiones, más que nuestros jubilados, nuestras viudas o nuestros autónomos, tiene una emergencia y no es la climática. Hay una emergencia social en España”. Esta patraña no es nueva. Si donde dicen “menas” ponemos la palabra “judíos”, hasta el más imbécil o desinformado sabrá perfectamente cuál es la filiación política de quien la expele. Es el deber ineludible del periodismo demostrar que este purulento absceso verbal no es más que una sarta de mentiras. Y ya se ha hecho.
Pero seamos realistas: el periodismo no es suficiente. También necesitamos narraciones ejemplares y emotivas para educarnos. Siempre fue así, desde la noche de los tiempos. No hablamos de ‘fake news’ sino —y perdonen si suena pomposo— de arte popular comprometido. Y ahí es donde se enmarca ‘Adú’, que llega el viernes a los cines.
La película de Salvador Calvo cuenta la historia de un niño de Camerún (Moustapha Oumarou) que huye de su aldea porque le persiguen unos traficantes de marfil. Ha sido testigo involuntario de cómo matan a un elefante en una reserva natural y temen que se vaya de la lengua. Su periplo, lleno de obstáculos, mafias, violencia y abusos, sólo se detendrá cuando llegue a la verja de Melilla. Paralelamente se desarrollan otras dos historias que acabarán confluyendo en el mismo punto geográfico: el de un trabajador español de una ONG (Luis Tosar) que trata de reconciliarse con su hija rebelde (Anna Castillo) y el de un guardia civil (Álvaro Cervantes) atormentado por la forma en la que él y sus compañeros ejercen su labor represiva en la valla.
Muchas de las historias narradas por Calvo y su guionista Alejandro Hernández nos sonarán. Las hemos visto en la prensa con muy pocas variaciones. La última es la del niño migrante encontrado muerto en el tren de aterrizaje de un avión en el aeropuerto de París. También la del juicio frustrado a los guardias civiles acusados de la matanza de la playa del Tarajal. Y el propio Calvo ha declarado que el personaje de Massar (Adam Nourou), el joven que acompaña y cuida al pequeño Adú en su camino, está basado en una persona real, un chaval somalí que hizo de chapero para sobrevivir en su viaje hacia España. Murió de sida.
Conocemos esas historias reales y otras similares pero, como apuntaba Patricia Simón en un excelente artículo, ¿qué más tiene que pasarle a esta gente para que les prestemos atención? Si el periodismo, en su sincero empeño por señalar las injusticias, pudiera dar respuesta a eso ya lo habría hecho. Quizás faltan otros géneros que nos aproximen al fenómeno, como la novela o el cine.
Jorge Dioni suele decir que le sorprende lo poco que la crisis económica ha penetrado en la narrativa literaria española de la última década. Aparece en ‘La trabajadora’ de Elvira Navarro, ‘Feliz final’ de Isaac Rosa, ‘Tiempo de encierro’ de Doménico Chiappe… y poco más.
El cine español no ha sido mucho más prolífico con el tema de las migraciones. ‘Las cartas de Alou’ (1990), ‘Bwana’ (1996) o ‘Flores de otro mundo’ (1999) son películas de otro siglo. Con honrosas excepciones, para hacer cine en España se necesita tener una posición acomodada, y eso parece restringir enormemente el abanico de historias a tratar. Pedro Vallín, autor del controvertido ensayo ‘¡Me cago en Godard!’, lo llama “la dialéctica del narrador contra el autor”. El narrador habla de lo que le rodea, el autor habla de sí mismo. Hay un cine del nosotros y hay un cine del yo. David Simon, por ejemplo, es un narrador que lo mismo escribe del narcotráfico (‘The Wire’) que de los chanchullos urbanísticos (‘Show me a hero’) o de la prostitución (‘The Deuce’). Y no, que sepamos no ha sido camello ni concejal ni proxeneta. Lógicamente, ningún director español ha cruzado a pie el Sáhara ni el estrecho en patera. Ni falta que hace. Pero autores, eso sí, tenemos un montón.
Llorar es bueno
“Éstos son los tiempos, también, de la emoción. Todo el mundo se emociona. «Estoy emocionada», «estoy emocionado». Estamos a la caza de emociones. Se busca la emoción como el orgasmo. Los dos duran poco”, escribía con ironía Manuel Leguineche en su último libro. No le faltaba razón, pero la emoción no tiene por qué ser algo malo. Al contrario. La explicación es muy sencilla: la indignación es una emoción, la rabia ante las injusticias es una emoción. La euforia, la ternura, la risa son emociones.
Vivimos, políticamente, en el tiempo de la emoción, en el peor sentido que se le pueda dar a ese término. Para ser más precisos, asistimos al bochornoso espectáculo de la manipulación emocional con una finalidad reaccionaria. Sin embargo, quizás también desde la izquierda se debería empezar a apelar a los sentimientos (a usar las armas del enemigo, si lo prefieren) para contrarrestar con relatos ejemplares el ascenso de los nacionalismos, el empuje de la ultraderecha, este obsceno brotar de banderas.
Desde la intelectualidad de izquierdas se dice que “explotar los bajos instintos” es algo moralmente reprobable. La izquierda, heredera de la Ilustración y principal guardiana de su legado, cree que se debe aspirar a cambiar la mentalidad del pueblo a través de la razón. Es una tarea elevada, educar al pueblo. Que empiece a pensar con la cabeza y deje de sentir con las tripas. El resultado de tanto tiquismiquis político ha sido el aislamiento de sus ideas y el aburguesamiento de sus intelectuales. Chaplin era popular, ideológicamente comprometido y enormemente emocional. ¿Y hay un arte más emocional que la música? “Cada movimiento social que ha ganado lo ha hecho con canciones”, dice el guitarrista Marc Ribot. Hasta grabó un disco, ‘Songs of Resistance, 1942-2018’, para demostrar su tesis. El 15M y Occupy Wall Street no tuvieron una canción a la que agarrarse. El actual movimiento feminista sí: ‘Un violador en tu camino’.
Hay varios motivos por los cuales el estreno de ‘Adú’ es una buena noticia. Primero por su tema, el drama de la inmigración, tan presente en nuestra vida y tan olvidado en nuestro cine. Luego por la solvencia de su reparto (¿cuándo ha estado mal Luis Tosar?). Y finalmente por el procedimiento que utiliza para interpelarnos: la emoción. ‘Adú’ está hecha para que llores. Y lloras. Y eso es bueno. No hay por qué avergonzarse. Quizás no sea la mejor película del mundo, de acuerdo, pero toda esa emoción tiene un propósito noble.
El violín de Itzhak Perlman en ‘La lista de Schindler’ hizo más en la lucha contra el antisemitismo que ‘Noche y niebla’, el sobrecogedor documental de Alain Resnais sobre el exterminio perpetrado por los nazis. Esto no es una opinión: son números. Y no significa que haya que elegir entre la ficción emocional y el documento real, entre el cine y el periodismo. Hay que recurrir a los dos porque estamos en guerra. Una guerra cultural despiadada. Y la estamos perdiendo.
Es el capitalismo, estúpido!!! (no va por tí Manuel Ligero, es la famosa frase de Clinton)
Deberíamos ir a las causas de la inmigración y denunciarlas (no a poner parches a los efectos), exigir a nuestros gobiernos que la escandalosa cifra, y lo que camuflan, que invierten ya sólo en gastos militares (OTAN) para masacrar, crear conflictos y violencia en el mundo la inviertan en tratar de solucionar las causas por las que las personas se ven obligadas a emigrar. Inviertan en erradicar la violencia, escuelas, hospitales, proyectos agrícolas.
También es verdad que muchos españoles están pidiendo en la calle porque sólo cobran, al menos es lo que me dicen, 250/300€ cuando un inmigrante recibe más ayuda.
Tambien hay parte de verdad en las palabras de Serge Latouche sobre todo con la inmigración de determinados países latinoamericanos que ni están en guerra ni están tan mal económicamente. La gente, como nosotros mismos, quiere formar parte de este sistema expoliador capitalista al que llamamos, sin rubor alguno, «la democracia».
«Al principio, cuando yo iba a África había buen ambiente, mucho dinamismo, la gente quería transformar sus tierras, había muchas iniciativas, pero han desaparecido. La última vez que fui los jóvenes ya no querían luchar más contra el desierto, ahora lo que quieren es ayuda para encontrar papeles e ir a Europa, ¿por qué? No es porque ahora sean más pobres que antes, es porque hemos destruido el sentido de su vida. Los últimos 10 o 20 años de mundialización tecnológica han representado una colonización del imaginario 100 veces más importante que los 200 años de colonización militar y misionaria. Se les crean nuevas necesidades, en la tele se les venden las maravillas de la vida de aquí y ellos ya no quieren vivir allí».
https://www.lamarea.com/2016/04/27/85087/