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‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 8.
Octava entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'
Viene huracán. De los fuertes. Hasta aquí no suelen llegar tan fuertes. Todavía nos quedan unas cuantas horas para que llegue hasta aquí, menos mal. Espero que me lleguen las fuerzas para hacer mi parte de preparar puertas y ventanas para la lluvia. Menuda noche de poco dormir y mucho discutir pasé con el compañero Guadalupe. Le sacó toditas las pegas a mi proyecto. Lo ve todo negro, qué tío, no sé si es pesimismo crónico o falta de imaginación. No es que me hiciera falta más pesimismo desde fuera. Ya estaba bien consciente de que parece imposible que algo así salga bien. Pero bueno, me vino bien platicar con Guadalupe: así voy perfilando el plan.
Toda la noche discutiendo con Guadalupe, y masticando café en grano. Y las tripas locas, claro. No salí del baño seco. La fiesta de la poposta. Entre que me recupero, voy a poner aquí en orden las notas que fui tomando a lo largo de la noche. Siguiendo con las heces, finalmente me he decidido por la Escherichia coli. Primero contemplé la Saccharomyces cerevisiae, porque lo ideal para meter mi orgánulo es emplear un organismo eucariota, o el Agrobacterium tumefaciens, porque es nuestra mejor herramienta para ingeniería genética, y es de donde sacamos la vitamina B12, con lo que ya tenemos toda la maquinaria industrial y multitud de laboratorios optimizados. Pero la E. coli sigue siendo nuestro organismo modelo por excelencia, y eso hace que problemas que aún ni se me han ocurrido probablemente ya esten resueltos en coli. Además, E. coli es la bacteria más trabajada en Biología Sintética, es decir que ya es bien conocida la mayor parte de su maquinaria genética y metabólica, lo que la hace programable. En un proyecto tan ambicioso como el mío, y encima si lo voy a emprender básicamente en solitario, me he de apoyar todo lo posible en lo que ya se sabe. Así que dejo de lado la idea del orgánulo, que me facilitaba pensar las cosas con más sencillez, pero que tampoco aportaba nada funcionalmente.
Más importante: me ha quedado claro de que la primera generación de procesadores que prepare en las bacterias habrán de ser clásicos. Es decir, como pequeñas computadoras convencionales, a las que les demos una serie de estímulos, que apliquen una secuencia de operaciones lógicas y que nos den una respuesta. Esto existe ya, claro, pero funciona con mecanismos moleculares que son lentos, grandes y ruidosos. Fundamentalmente incompatibles con la coherencia cuántica. Reproducir estos logros de la Biología Sintética a una maquinaria que nos sirva pueden ser años de trabajo, quizá décadas, pero el salto directo a las computadoras cuánticas no es realista. Cuando nuestras bacterias ya sean capaces de procesar señales clásicas de forma rápida y compacta, ya empezaremos a retocar sus proteínas para que manejen señales cuánticas.
En la primera fase, para iniciar cada experimento necesitaremos un estímulo metabólico, para codificar la información de entrada. Un estímulo metabólico podría ser aumentar o disminuir la concentración de uno o más nutrientes en el medio de cultivo, por ejemplo. Algo para lo que ya haya receptores moleculares conocidos, algo a lo que de forma natural alguna bacteria ya responda por sí misma. Entonces, emplearíamos la señal celular que detecta ese cambio en el medio de cultivo para activar alguna interacción molecular que cambie la forma de plegarse una parte específica de la proteína. Y, a partir de eso, poner en marcha algún cambio en una función celular específica. Resistencia a un antibiótico, o capacidad para metabolizar un nutriente distinto, algo que nos permita detectar el estado final del cálculo. Emplearemos el complejo proteico nuevo para mediar entre procesos que de forma natural ya existan en bacterias, pero que previamente estén desconectados. Esto no es cuántica, pero nos permitirá tener una versión rudimentaria de las mismas piezas que emplearemos después.
En la segunda fase, la entrada y salida de información deberían ser ópticas, porque para mantener las propiedades cuánticas, especialmente pensando en que vamos a trabajar a temperatura ambiente, tenemos que ser muy rápidos, y el procesamiento metabólico siempre es muy lento. Así que la información de entrada en esa etapa será un pulso corto de luz, o una serie de pulsos, que desencadenen el proceso. El mecanismo para esto podría ser el mismo de antes, cambios sutiles en la estructura de las proteínas que formen el procesador. Una serie de fogonazos de distintos colores ponen en marcha una serie de movimientos moleculares bruscos, y la computadora se pone en marcha, y al final del proceso, unos fogonazos de bioluminiscencia nos dan el resultado.
Necesitaré también poner a punto un sistema de diseño por evolución dirigida. El objetivo final es optimizar el procesado de señal evolutivamente, por selección artificial, digamos. Con cálculos muy sencillos, si yo ya conozco lo que tiene que salir, puedo premiar el resultado correcto con mayor eficacia a la hora de aprovechar nutrientes, o con resistencia a antibióticos. Las colis crecen deprisa, y quizá podamos forzar que evolucionen deprisa. Tras unos cientos o miles de generaciones donde insistentemente se recompensa el cálculo correcto y se penalizan los fallos, seguro que podemos sacar cosas verdaderamente complejas. Empleando mis tripas como chasis para esta especie de motor de cálculo biológico-cuántico, además, podré prescindir de laboratorio durante largos periodos del proyecto.
A largo plazo, supongo que podremos preparar cepas distintas, cada una cableada a un algoritmo concreto, aunque eso aún queda muy lejos. Cada vez que queramos hacer una variación, habrá que separarlas con cultivos diferenciales: mucha asa de siembra, mucha esterilización a la llama y mucho gel de agar-agar. Muy laborioso, pero son todo tecnologías robustas del siglo XX.