Cultura
Mohamed Mrabet, un rebelde en la ciudad mágica
Cabaret Voltaire edita en español ‘El limón’, una de las novelas que el autor marroquí, memoria viva del Tánger internacional, escribió en colaboración con Paul Bowles.
Abdeslam tiene 12 años cuando se pelea con su profesor de francés. Deja la escuela, su padre lo echa de casa, se pone a trabajar en un bar y comparte piso con un adulto con oscuras intenciones hacia él. Abdeslam es, en suma, un niño de la calle, un menor que vive solo. Adolescente precoz, ve y hace cosas que no le corresponden por edad. Y no acepta consejos de nadie. Es tozudo y desconfiado. No le queda otra si quiere sobrevivir en un ambiente hostil. “Abdeslam soy yo. No voy a esconderme a estas alturas. No me da vergüenza”, revela Mohamed Mrabet cuando habla del protagonista de su novela El limón, traducida por primera vez al español por Alberto Mrteh y editada por Cabaret Voltaire.
Mrabet tiene hoy 83 años y ha pasado a la historia como el novelista que no sabía ni leer ni escribir. No es exactamente así. Lee un poco, con dificultades pero en todos los idiomas; por supuesto también en español. “Si vives en Tánger pero no hablas español, entonces no eres un auténtico tangerino”, sentencia con su preciosa mezcla de acentos, entre el árabe y el andaluz, tan común en los tangerinos de su edad. “Hablo árabe, bereber, español, francés, un poco de inglés… Yo nunca fui a la escuela, pero si tienes ojos, oídos y un poco de cabeza, lo aprendes todo”.
Ha escrito catorce libros, pero no con un bolígrafo. Los dictaba en un magnetófono, en todos esos idiomas, y luego era Paul Bowles, el gran pope literario de Tánger, quien los ponía negro sobre blanco.
Usted fue muy amigo de Bowles…
No, yo trabajé para Bowles, pero nunca fue mi amigo.
¿Y cómo acabó su relación con él? Otros escritores, como por ejemplo Mohamed Chukri, acabaron hablando muy mal de Bowles.
Yo odio a Paul Bowles. Es un pedazo de mierda.
¡Ahí va!
Lo digo en serio. Bowles ni siquiera era escritor. Así se lo digo. Él era músico, no escritor. Los últimos libros que escribió eran historias mías. Me robó centenares de historias. Y de los libros que firmamos juntos nunca recibí ni un duro. Todo se lo quedó Bowles. Me arruinó la vida.
¿Tampoco hizo amistad con todos aquellos artistas que lo rodeaban?
Bowles tenía una casa en Tánger con varias plantas [los apartamentos Itesa] y recibía allí a centenares de jovencitos que venían de todo el mundo. Yo me casé muy joven, a los 22 años. No podía ser amigo de esa gente.
Pero creo que sí conoció muy bien a Tennessee Williams…
Sí, a esos sí. Los conocí a todos. Tennessee Williams era el mejor. William Burroughs también era un gran tipo. Brion Gysin era una mierda. Gregory Corso era un hombre fantástico. Truman Capote era muy pesado y muy sobón pero daba igual. Y conocí también a muchas mujeres: Louise de Meuron, Claude-Nathalie Thomas, Barbara Hutton…
Entonces sí que tenía una relación fluida con ellos. Dígame, ¿quién era el peor?
¡Paul Bowles! Un gran hijo de puta.
Mrabet incluso responsabiliza a Bowles de la muerte de Jane, la esposa de este. Conviene detenerse un poco en esta historia, que sigue envuelta en un velo de misterio. Jane Bowles se casó con Paul en Nueva York en 1938 y nueve años después se trasladaron a Tánger. Allí vivieron como compañeros pero no exactamente como un matrimonio. Paul iba con chicos y Jane con chicas. Pero hubo una que tuvo una especial importancia en su vida: Cherifa, una mujer del campo, enigmática, a la que muchos tenían por hechicera. Se rumoreaba que embrujó a Jane, que la hizo enloquecer y que fue la responsable última de su perdición. Bobadas supersticiosas. Y machistas, claro. Tras un derrame cerebral, Paul la internó en un sanatorio de Málaga, donde moriría en 1973. Lo curioso es que, al contrario de lo que ocurre con Paul, nadie dijo jamás nada malo de Jane. Ella era el verdadero imán social de aquella pareja. Original, divertidísima y escritora de enorme talento (la novela ‘Dos damas muy serias’ se tiene por una obra maestra), congregó a su alrededor a artistas del mundo entero en busca de juerga, brillante conversación y camaradería.
Siempre se dijo que Jane murió a causa del alcohol y de su relación enfermiza con Cherifa.
¡Tonterías! Cherifa la quiso mucho. Y era mutuo. Jane le pagaba, le daba todo lo que quería, hasta le compró una casa fantástica. ¿Cómo iba a envenenarla si la trataba como una reina?
Si Mrabet estuvo tantos años al servicio de Bowles fue gracias a Jane, que lo conoció en una fiesta en la que él trabajaba de camarero y se quedó prendada de la belleza y la verborrea de aquel fabulador infatigable. Fue chófer, criado, acompañante, chico para todo. Se ha especulado mucho sobre la verdadera autoría de sus libros. Hay quien ve en su prosa el eco inconfundible de Bowles. Es probable que en ese menosprecio haya una dosis considerable de eurocentrismo, por no decir directamente de racismo. Lo cierto es que los temas tratados en Amor por un puñado de pelos [su primera novela, también publicada por Cabaret Voltaire] y en El limón son inequívocamente marroquíes y Bowles, un tipo particularmente retraído, no hubiera tenido acceso a ellos sin un intermediario. Mrabet inventa historias sin parar y tiene unas dotes narrativas extraordinarias que están emparentadas con la larga tradición oral bereber. Pero hay más: no se debería minusvalorar a un autor que es capaz de hacer un retrato psicológico de la preadolescencia tan afinado como el que Mrabet hace en El limón. Ahí hay un escritor, de eso no hay duda, y de los buenos, aunque él mismo lea y escriba con dificultades.
UN TÁNGER QUE YA NO EXISTE
Las suspicacias, los malentendidos y las rencillas con Bowles se agolpan en la memoria de Mohamed Mrabet, que va de un extremo a otro en su evocación de aquel Tánger excepcional. Lo mismo dice que los hippies “solo trajeron enfermedades” que habla con añoranza de una vida nocturna que las crónicas de la época calificaban de poco recomendable.
¿El bar La Mar Chica era tan peligroso como se contaba?
Nada de eso. No era para nada peligroso. Si alguien dice eso, miente. Era un bar en el que había un guitarrista flamenco y una bailaora con castañuelas. Abría a las seis de la tarde y cerraba a las cinco de la mañana. Y estaba lleno de europeos. La gente joven bebía, se divertía, nada más. Algunos hombres mayores iban con sus amiguitos. Pero no había peleas ni nada. Había muchos bares estupendos en aquella época. El Jimmy’s, por ejemplo, que estaba enfrente del cine Mauritania. O el Pussycat. En la calle Italia, cerca del hotel Minzah, había un negro americano que tocaba jazz. Todo era perfecto. Como debe ser.
¿Y ahora?
Tánger ya no existe. Y aquel tiempo no va a volver.
Mrabet mira al suelo y menea la cabeza con tristeza. Hay una imagen que puede explicar fácilmente su melancolía. Hace años, cerca del cine Goya, había una elegante pastelería muy concurrida entre los europeos. Era el salón de té de Madame Porte (cuya caja registradora regentaba una mujer española llamada Carmen Rojas, que para más señas era la madre de Jorge Vestrynge). Hoy ya no pueden oírse el tintineo de las tacitas de porcelana ni el rumor de los mil acentos de los parroquianos. Desde 2017, el local es un McDonalds.
La ciudad está repleta de este tipo de cicatrices provocadas por la fiebre especuladora y la construcción sin límite. Hace un par de años, sin ir más lejos, el alcalde islamista quiso derribar el mítico Café Hafa, cuyas terrazas se desparraman por un acantilado que se abre sobre el estrecho de Gibraltar. Si hay un sitio emblemático en la ciudad, ese es el Café Hafa. Afortunadamente, el buldócer enviado para liquidarlo pudo ser detenido en el último momento. “Tánger ha crecido demasiado”, se lamenta Mrabet. “Hay demasiada gente, demasiado coches, demasiados edificios modernos. Y muchísimo ruido. Es horrible”.
Bowles cuenta en sus memorias que, antes de instalarse allí, Tánger se le apareció en un sueño: “Me dejó un residuo de calma y dulzura. Yo caminaba a través de una compleja red de calles y túneles. Al despertar comprendí que aquella ciudad mágica existía de verdad. Era Tánger”. Hasta aquí la sensación poética, la perspectiva orientalizante del extranjero, la ciudad como parque de atracciones para el artista. Pero lo cierto es que el verdadero Tánger, el de la gente que vivía allí, era otra cosa.
Hasta la independencia de Marruecos en 1956, Tánger era una ciudad casi andaluza sobre la que no regía la ley española franquista. Allí no había censura política de ningún tipo. No había películas ni libros prohibidos. Su estatus de ciudad internacional gobernada por varias potencias (España, Francia, Italia, Reino Unido, Estados Unidos y Marruecos) la convierte en una rareza histórica. La idea es increíblemente seductora: un esqueje de España que no tuvo que sufrir nunca un gobierno español. Pero como escribió su cronista más eminente, Emilio Sanz de Soto, “los lugares mágicos no pueden durar eternamente. Ya se sabe que el ‘tiempo’ y la ‘magia’ estuvieron siempre reñidos”.
Tánger fue un refugio. Primero para los judíos españoles expulsados de la península por los Reyes Católicos. Luego para los republicanos que huyeron de la represión tras la Guerra Civil. Y así se conformó una sociedad extrañísima pero bien avenida. Los artistas anglosajones con sus ansias de droga y de chicos jóvenes vendrían más tarde y no se mezclarían con la población local. “Para esa gente era muy barato vivir allí”, explica Mrabet. “Tenían dinero en el banco y sólo con los intereses que les daban podían vivir como reyes. Yo vivía en una casa alquilada de dos habitaciones con cocina por 50 pesetas al mes. Imagínese cómo vivían ellos. Compraron hasta palacios”. Bowles en sus memorias corrobora sus palabras: “Tánger era una ciudad azul, barrida por el viento. Durante días, recorrí la medina alta y la casba hasta conocerme todas sus calles y callejas. Y empecé a pedir que me enseñaran las casas vacías. Eran todas absurdamente baratas, desde unos 2.000 dólares las grandes, con patios cubiertos, a 250 dólares una casita de dos habitaciones de estilo español, con huerto”.
Los españoles guardamos una especie de fascinación por Tánger, como si la ciudad hubiera sido nuestra en algún momento. Y no lo era.
Sí lo era.
¿Perdón?
Que sí lo era. En mi calle vivían 1.000 españoles y 200 marroquíes. Y la proporción era similar en todos los barrios.
¿Y eso no le parecía extraño?
No, ¿por qué?
Pues porque éramos extranjeros en Marruecos, porque no compartíamos costumbres ni religión…
Si algún marroquí criticaba eso es porque no era tangerino. Sería de otro lugar. Los españoles eran como de nuestra familia. Nos ayudábamos unos a los otros. Todos éramos tangerinos. Había un gran respeto entre nosotros.
Algo de eso deja traslucir Mrabet en El limón. Una vez más, autor y personaje literario se confunden en su narración: Abdeslam, al huir de su casa, encuentra refugio en una pequeña granja de españoles. Allí obtiene cama, comida y cariño. La historia no difiere mucho de la que cuenta Mrabet. “A mí me llamaban unos españoles que tenían cabras para que se las cuidase. Y yo lo hacía. Y después me daban 5 o 6 litros de leche y entraba en su casa y comía con ellos. Yo le daba leche a sus niños pequeños. Aprendí a hablar el español con ellos. Yo no puedo decir nada malo de los españoles. Pero esa gente también ha desaparecido. Los españoles de hoy son de otra pasta”.
Mrabet ha tenido la suerte de haber conocido las dos caras de Tánger, o su día y su noche, por así decir. Fue el niño rifeño criado con españoles y el atlético joven que acompañaba a los escritores americanos en sus melopeas. Y todo, asegura, sin dar la espalda a su cultura musulmana.
Vivió ocho meses en Hollywood, invitado por Tennessee Williams, y cuenta con cierta satisfacción su negativa a trabajar con Elia Kazan. “Me quería dar un papel en una película pero yo tenía que desnudarme y estar en la cama con una chica. ¡Mientras todo el mundo me miraba! Dije que no. Tennessee se llevaba las manos a la cabeza: ‘¡No puedes negarte! ¡Te van a pagar muchos dólares!’. Pero me negué. Los dólares, muchos o pocos, no quieren decir nada”.
Hoy su relación con el dinero ha cambiado considerablemente. Acusa a su agente literario en Europa, Roberto de Hollanda, de haberle robado de forma sistemática. La ristra de insultos que le dedica, tanto a él como a Bowles, es, por decoro, difícilmente reproducible.
Además de escritor ha sido boxeador (en la década de 1950 vino a Madrid a pelear, vivió en la calle Alcalá e hizo amistad con el campeón Fred Galiana), artista de circo, camarero por media Europa y pintor de éxito. “Mick Jagger me ha comprado centenares de cuadros. Y el año que viene habrá una gran exposición en Londres con mis obras”, dice con orgullo. Sus pinturas cuelgan incluso de las paredes del museo Guggenheim de Nueva York. Así que, después de todo, el chico que se peleó con su profesor de francés y se escapó por la ventana de la escuela consiguió, contra todo pronóstico, ser algo en la vida. “Yo sólo quería ser libre”, confiesa. “Nada más”.
El 15 de enero de 2020 se actualizó este artículo para incluir un enlace con la respuesta de Rodrigo Rey Rosa, heredero literario de Paul Bowles, sobre los pagos de este a Mohamed Mrabet.
Muy Senores mios,
les escribí pidiendo un comprobante – una grabación – de la entrevista del Sr. Manuel Ligero con Mohammed Mrabet que asegura no haber dicho que yo le he robado de forma sistemática. Hasta el día de hoy no he recibido respuesta. Para una cooperativa que según dice apuesta por un periodismo de investigación es una muestra de incapacidad. Las afirmaciones de Mohammed Mrabet son falsas y difamatorias. Ni Paul Bowles ni yo le hemos robado. Sin Paul Bowles nunca hubiera publicado nada. Al fin recibió de Paul Bowles mucho más de lo que le hubiera correspondido. Soy su agente desde 1990 y conozco los hechos. Un periodista responsable debería haber investigado en vez de publicar sensaciones.
Saludos cordiales,
Roberto de Hollanda
Estimado Roberto,
no hemos recibido el correo al que alude. Sí una pieza de uno de sus representantes, que ya ha sido publicada.
Si tiene alguna otra duda, escriba a la directora, Magda Bandera (mbandera@lamarea.com).
Amenísimo y con mucho encanto el artículo.
“los lugares mágicos no pueden durar eternamente. Ya se sabe que el ‘tiempo’ y la ‘magia’ estuvieron siempre reñidos”.
Lo mismo que tampoco es posible «mucho y bueno». Además que si lo bueno fuera mucho sería menos valorado.
Precioso artículo. Un placer de lectura.
Gracias