Los socios/as escriben
‘Las tres revoluciones que viví’. Capítulo 5.
Quinta entrega de la serie distópica de Alejandro Gaita 'Las tres revoluciones que viví'
Por fin se quedaron los despachos vacíos en la Universidad Libre. Me caen bien mis colegas, pero me gusta más trabajar sola, tranquila. Al anochecer, como casi todos los días, entré en el Departamento, elegí una silla, saqué mis papeles del archivador, me puse la radio bajita y me saqué unas tortillas de maíz dulces que había cogido por el camino. Mientras mastico, en la radio se acabó el programa semanal que escucho para aprender un poco de tzotzil y de tzeltal, y ahorita un compañero platica de la interasamblea de Chiapas. Ecología. Llevan unos meses discutiendo sobre si organizan una revolución dentro de la revolución. No más minería de las exciudades, no más expropiaciones fuera de nuestras fronteras. Veremos en qué queda todo eso.
Antes de venir a trabajar hoy he pasado la tarde echando una platicada sincera con Esmeralda, para intentar superar lo de Salvador, y mi miedo a la violencia. A sufrirla y a verme obligada ejercerla. Ella es de la misma edad que tenía Salvador, es decir que los dos nacieron a finales del XX. Esmeralda nació en Oaxaca, así que vivió desde el principio la etapa pre revolucionaria. Le estuve preguntando por la historia del proceso, y por el papel de la violencia política. Según ella, aquí más que una historia de la revolución política hay una historia de colapsos y adaptaciones. Sobre todo, el colapso del Estado: las manifestaciones y los disturbios, primero, que dieron paso a áreas de autoorganización y desconexión con el sistema estatal, con el mal gobierno. Acompañando, el colapso de los estudios, o más bien de las perspectivas profesionales. Ahí surgieron como adaptación los centros autoorganizados de capacitación, que fueron vitales para la transición. Y acompañando a todo esto, el colapso de los narcos, de los caciques y los terratenientes, por las catástrofes climáticas de los cultivos y el auge de las drogas de laboratorio de la Supremacía.
Los estertores de toda la violencia de narcos, caciques y terratenientes significó que hubo que hacer dos revoluciones paralelas, el doble de trabajo: contra el Estado y contra toda esa panda de matones no estatales. Para las mujeres, hubo que resistir contra distintos grupos de violadores armados. A Esmeralda personalmente no le pasó nada, pero sí que vio a su alrededor, y no fue capaz de evitar, algo que por ahora prefirió no detallarme. El patriarcado yo también lo conocí en la Supremacía, claro, pero desde su experiencia me explicó también su visión. Que nunca fueron solamente las violaciones, para empezar. Eran, y son, los compañeros que, pensando que te respetan, te llaman «damita». Eran, en la ciudad, los pollaviejas de la legión Holk. En el campo, es el analfabetismo de muchas, que sigue alimentando el prejuicio de padres y esposos de que las compañeras no van a saber hacer el trabajo, o que no valen para la asamblea.
Según Esmeralda, frente a toda la violencia y pese al patriarcado, la clave para superar los colapsos fue partir de un sustrato revolucionario suficiente, y un amor por el entorno. Y esto fue así pese a que los colapsos llegaron cuando el tejido social ya había sufrido daños terribles: jóvenes de un mismo ejido trabajando para cárteles rivales, vecinos que pierden la confianza. Cuando tienes miedo de que te espíen, sales menos de casa y dejas de participar en la vida en común. Llegó a haber ‘checadores’ a la entrada de muchos pueblos que actuaban como retenes informales del cártel.
Pero sí hubo una comprensión, por una parte suficiente de la población, de la necesidad vital que había de un cambio de sistema. Esta vez no era ‘socialismo o muerte’ sino ‘capitalismo o vida’. No era la revolución socialista contra el imperialismo ni contra el capitalismo, era la aspiración al Buen Vivir frente al ecocidio depredador. Lo era, y lo sigue siendo. Es verdad que justo antes del colapso más de un tercio de las hectáreas arables de México llegaron a ser marihuana y amapola, pero a la vez la riqueza biológica de las zonas indígenas ya habían hecho que México estuviera entre los primeros lugares del mundo en el panorama ambiental mundial. Buena parte del sustrato revolucionario era amor por la tierra.
Los orígenes históricos de ese sustrato revolucionario, en toda la zona azteca, fueron los campos comunales o ejidos y los trabajos colectivos o tequios. Todavía en los últimos años del siglo XX, la constitución de Oaxaca permitía la elección a los pueblos indígenas de sus representantes mediante «usos y costumbres» y sin partidos políticos. Le temblaba la voz y se le ponían los ojos jóvenes a Esmeralda cuando recordaba al Consejo de Organizaciones Oaxaqueñas Autónomas y al Comité de Defensa de los Derechos Indígenas. Organizaciones que defendían territorios indígenas y promovían la organización comunitaria. Me cuesta creerla, pero según Esmeralda el origen del Comité fue un pequeño colectivo de teatro. No me imagino yo un grupo de teatro en mi barrio allá en NY como germen de un colectivo revolucionario.
La propia Esmeralda estuvo hace casi 50 años en la histórica Comuna de Oaxaca, los tres meses que duró: más que la Comuna de París. Pocos años después participó en la recuperación de 300 hectáreas y en la creación de la «Finca Alemania». Un total de 2000 familias conviviendo y capacitando a los chavos para que pudieran luego ir a las comunidades a enseñar, y se llegaron a expandir a 50 comunidades. Me contó mil historias de la finca, pero al final fue confirmarme las mismas ideas que ya me había contado Manolo en su día. Que sí, que la historia de la revolución aquí fue una historia de violencia. Pero sobre todo de violencia sufrida, nada de magnicidios, eso me da un poco de paz. Organización, más organización, y desconexión. Y así van a seguir.