Opinión
Vida en la ciudad
"Hay tiempo para un último movimiento: una sacudida agónica que nos recuerde dónde estaba el límite de lo intolerable, de lo inhóspito, de lo ruin", reflexiona la autora.
Si el movimiento es el cambio de posición de un cuerpo respecto a un punto de referencia en el espacio, el movimiento más radical no es el que te lleva más lejos, sino el que sacude, precisamente, el sistema de referencia. Y con él, todo lo demás. Cuando pensamos en la ciudadanía solemos hacerlo en los términos de la Revolución Francesa: vinculando los derechos políticos y sociales de una persona a una nación y a sus leyes. A menudo olvidamos las obligaciones derivadas de ese estatus, porque de alguien que nace y vive en España pero no paga sus impuestos –principal responsabilidad con el Estado– no diríamos que deja de ser ciudadano del país.
¿Qué ocurre si cambiamos el punto de referencia de la “pertenencia nacional” por el de la “voluntad de cercanía”? Es decir, ¿si en vez de aferrarnos a un origen compartido (tierra, sangre, historia) fijamos un destino común? Ocurre que las comunidades, grandes o pequeñas, se concretan en el cuidado de lo próximo, incluso cuando eso contradiga las normas del Estado (ya sea el rescate de vidas en el Mediterráneo o la resistencia física a los desahucios). Si movemos la punta del compás que dibuja el arco de la convivencia, ¿no se convierte la vecindad –que empieza aquí pero sigue y sigue, como una cadena de favores– en la auténtica ciudadanía? ¿En una trinchera contra sistemas políticos y económicos inhumanos, donde los Estados reconocen el derecho a la vida pero no garantizan los medios necesarios para sostenerla con dignidad?
La diferencia entre la concreción de la vecindad y la abstracción de la ciudadanía la encuentro en una reflexión de la filósofa Marina Garcés sobre la hospitalidad y las ciudades: “A menudo nos cruzamos y yuxtaponemos sin generar ningún tipo de convivencia”. Coincidimos en los espacios pero no los compartimos, bien porque “ni siquiera vemos al otro, nos da miedo o estamos atravesados de fronteras”, bien porque “estamos de paso” por nuestra propia vida y no tenemos el tiempo, el espacio o los recursos suficientes para detenernos en otras. De este modo, no entramos en contacto con otros, nacionales o extranjeros, ni con la parte desconocida de nosotros que se revelaría con esa interacción. Es fácil adivinar la causa principal de este fenómeno: “El capitalismo provoca la puesta en circulación permanente de la vida”, igual que circulan las monedas y las mercancías.
Según lo entiendo, lo que diferencia el movimiento de la circulación es la voluntad, el deseo de cambiar de posición (de país, trabajo, casa o vida). El movimiento es anhelo, es avance y no huida; la circulación forzosa es inercia económica. Circular constantemente nos impide movernos. Siguiendo esta dinámica, habría dos formas de estar en las ciudades: como habitantes, transformándolas y dejando que nos transformen, o como consumidores y espectadores en un gran centro comercial, recorriendo los pasillos sin dejar ningún rastro perdurable en las personas y espacios de nuestra vida cotidiana. ¿Qué ciudad queremos para qué ciudadanía?
Esta tensión se atisba desde hace más de medio siglo en obras como Muerte y vida de las grandes ciudades (1961), de Jane Jacobs, y El derecho a la ciudad (1968), el clásico de Henri Lefebvre sobre el urbanismo capitalista, ambas reeditadas hace poco. En la última década han aparecido muchos trabajos que actualizan el debate. Destacan los de David Harvey, autor de libros como Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana (2013), y casualmente me recomiendan a Anna Minton, que en Ground Control: Fear and happiness in the twenty-first-century city (2012) analiza la privatización de los espacios y servicios de las grandes ciudades británicas. La periodista se detiene en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, foco de especulación, beneficio privado y segregación urbanística salvaje. Un sueño húmedo del PP en el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid en tres ocasiones (con las candidaturas para 2012, 2016 y 2020) y que el nuevo alcalde popular planea resucitar.
Tras recuperar el Ayuntamiento, la derecha también ha mostrado mucha urgencia por desmantelar Madrid Central (aunque hayan tenido que recular), suspender por ahora los foros locales (espacios de participación vecinal), censurar las banderolas reivindicativas del Orgullo LGTBI y desmontar la zona peatonal de la calle Galileo para convertirlo en plazas de aparcamiento. No se trata solo de una revancha simbólica contra la herencia de Ahora Madrid, sino de despolitizar y acelerar la mercantilización del espacio público, porque es ahí donde ponemos cuerpo a ese otro tipo de ciudadanía de la que hablábamos. El consistorio también ha desalojado de La Ingobernable (en el Paseo del Prado), uno de los centros autogestionados más activos de la ciudad, cuya okupación evitó un pelotazo urbanístico aprobado por Ana Botella en el último minuto de su mandato.
Despolitizar la calle es un acto profundamente ideológico. Escribía Beatriz Preciado –ahora Paul B. Preciado– en agosto de 2011, en un artículo recogido en su libro Un apartamento en Urano (2019):
“Es significativo que frente a esta marea alta de cercamientos neoliberales los movimientos de indignados hayan elegido como gesto político definitivo la ocupación del espacio público, y más en concreto de las plazas, foros por excelencia de gestión de lo colectivo. […] Los ecólogos dicen que un suelo está muerto cuando los agentes tóxicos han acabado con todos los microorganismos que oxigenan y regeneran la tierra. Del mismo modo, si el acercamiento vence, el capital acabará con todo lo colectivo: el día que muera el suelo de la Puerta del Sol, de la plaza de Cataluña o de la plaza Síntagma tendremos que hablar de necrocracia, una democracia muerta y para la muerte”.
Esta visión orgánica de la ciudad conecta con la de Marina Garcés cuando dice que “Barcelona es un campo de soja, explotable como un recurso natural cualquiera”. Si el cultivo de soja es uno de los principales factores de la deforestación del Amazonas, el turismo es “la industria legal más depredadora que existe”, como antes la minería o el sector agroalimentario. Desde hace años, Garcés reflexiona sobre el extractivismo, la explotación intensiva de los recursos de un lugar, tanto de sus materias primas como de su capital cultural y humano. “Los recursos naturales somos nosotros, nuestra memoria colectiva y nuestro patrimonio”, alertaba ya en 2014. ¿Qué tiene esto que ver con el movimiento? Todo, en la medida en que el extractivismo arrasa el ecosistema urbano para convertir el suelo en una pista de circulación de turistas, mercancías, vidas precarias y especulación financiera.
Sobre el turismo, pero no solo, recuerdo un fragmento de Michel Houellebecq en su novela Plataforma (2001): “Yo tenía la intuición de que el mundo tendía a parecerse cada vez más a un aeropuerto”. El protagonista lo piensa mientras recorre el aeropuerto de Phuket y observa la mezcla de productos de lujo internacional (Hermès, Vuitton) y souvenirs tailandeses (conchas, seda) que ofrecen los comercios. Todo con código de barras. “Las tiendas seguían siendo un espacio de vida nacional, pero vida nacional segura, debilitada, plenamente adaptada a los estándares del consumo mundial”. ¿Es ese el modelo definitivo de ciudad, un lugar de tránsito con estrictos códigos de seguridad y circulación, zonas de embarque prioritario, artículos folclóricos o de acceso exclusivo y poco margen para los imprevistos, donde la ciudadanía es la ficción impresa en un documento de identidad?
Antes de que llegue ese día hay tiempo para un último movimiento: una sacudida agónica que nos recuerde dónde estaba el límite de lo intolerable, de lo inhóspito, de lo ruin, y de lo que podemos llamar vida en la ciudad.
Concentración 16 noviembre, 14 horas, junto a la Puerta del Perdón en Sevilla por la recuperación del Patio de los Naranjos inmatriculado por el arzobispado. (Coordinadora Recuperando)
La Archidiócesis de Sevilla se inmatriculó en febrero 2010 el Patio de los Naranjos y la Giralda.
La Catedral, la Giralda y el Patio de los Naranjos no son de la jerarquía de la Iglesia, son patrimonio común y bienes culturales de todos y todas.
Pobres ciudades y sociedades las «gobernadas» por la derecha (el brazo político del capital).
(Y, como dicen mis paisanos de «Adebán» aún hay curros que les votan, ¿Estamos tontos u quééé´?): https://www.youtube.com/watch?v=i5svbSGmNoc
Zaragoza ha pasado de tener uno de los ayuntamientos más progresistas del país a uno de los más autoritarios, retrógrados; pero sobre todo «comprometidos» con el cambio climático.
«Ayuntamiento de Zaragoza: 400.000 euros en luces de Navidad tras recortar 1,8 millones a los colegios públicos y 1,6 al cambio climático.
El Ayuntamiento de Zaragoza (PP y Ciudadanos con el apoyo de Vox) ha iniciado la instalación de la iluminación navideña. En ella invierten 400.000 euros (en 2018 –con Zaragoza en Común en el Gobierno– fueron 100.000). Y ya han anunciado que serán 700.000 en 2020. El dispendio llega después de que hayan metido la tijera hasta el fondo en partidas como la mejora de los colegios públicos, la lucha contra el cambio climático o la inserción laboral.
https://arainfo.org/ayuntamiento-de-zaragoza-400-000-euros-en-luces-de-navidad-tras-recortar-18-millones-a-los-colegios-publicos-y-16-al-cambio-climatico/
Para reflexionar:
«Según lo entiendo, lo que diferencia el movimiento de la circulación es la voluntad, el deseo de cambiar de posición (de país, trabajo, casa o vida). El movimiento es anhelo, es avance y no huida; la circulación forzosa es inercia económica. Circular constantemente nos impide movernos. Siguiendo esta dinámica, habría dos formas de estar en las ciudades: como habitantes, transformándolas y dejando que nos transformen, o como consumidores y espectadores en un gran centro comercial, recorriendo los pasillos sin dejar ningún rastro perdurable en las personas y espacios de nuestra vida cotidiana. ¿Qué ciudad queremos para qué ciudadanía?»