Sociedad
La revuelta de los trabajadores sin techo: Estadio Ciudad de Lepe
Miles de trabajadores extranjeros de los frutos rojos se ven obligados a vivir en asentamientos chabolistas ante la falta de viviendas en alquiler en Huelva. Decenas de ellos se han organizado para exigir un lugar donde vivir y algunos otros han pasado semanas en un encierro, en señal de protesta, en el campo de fútbol de la ciudad onubense.
“Somos negros, no tontos, no nos tratéis como si fuésemos niños”. Lamine Piakite había mantenido la calma hasta ese momento, pese al cansancio de llevar 21 días dedicado a apoyar a los trabajadores encerrados en el campo de fútbol de Lepe (Huelva). Allí llegaron después de que el asentamiento chabolista en el que vivían quedase reducido a cenizas el 14 de octubre. Cuando el guardia de seguridad arrancó las pancartas que este joven maliense había pegado junto a otros migrantes en la fachada exterior del estadio, y lo justificó alegando que lo hacía por “órdenes del dueño del polideportivo” y porque la FIFA “prohíbe exhibir mensajes en las instalaciones deportivas”, los años de ninguneo acumulados hicieron estallar a Lamine: “¿Qué dueño? Sabemos que el campo es propiedad del Ayuntamiento de Lepe, trátanos con respeto”.
Según ha contabilizado La Mar de Onuba, el 14 de octubre ardía por vigesimoséptima vez en los últimos ocho años el asentamiento chabolista levantado junto al cementerio de Lepe, el más grande de este pueblo de 27.000 habitantes empadronados. Allí residían de manera regular más de 200 personas: en tiempos de la campaña de frutos rojos –que se alarga desde diciembre hasta junio– más de 500 trabajadores y trabajadoras llegados de distintos puntos de la península sobrevivían durante meses durmiendo entre palés y plásticos, sin luz, agua corriente ni saneamiento, mientras plantaban y recolectaban frambuesas, fresas, moras y arándanos por menos de 40 euros al día. Así, desde hace veinte años, cuando comenzó el milagro agrícola onubense.
El empleo de bombonas de gas para cocinar, la alta inflamabilidad de los materiales para construir los chamizos y el aumento de la población que se ve obligada a vivir en la treintena de guetos que hay repartidos por la provincia de Huelva, han convertido en habituales estos incendios. La noche anterior se había producido otro, que fue rápidamente sofocado por los propios chabolistas. Menos de veinticuatro horas después, las llamas volvieron a surgir. Cuando los bomberos llegaron a las 21.51 horas al lugar de los hechos, media hora después de que fuesen avisados, según confirma José Antonio Ramírez, jefe del Consorcio de Bomberos de Huelva, el jefe de operaciones informa a la central de que el incendio está muy avanzado y que no se puede intervenir en el asentamiento, por lo que ordena hacer un cortafuegos con maquinaria pesada en el perímetro para evitar que afecte a más áreas.
Los jornaleros migrantes, según narran algunos de ellos, observan entonces desconcertados e indignados cómo arden sus viviendas. Al amanecer, mientras los bomberos enfrían el terreno calcinado, la policía cierra el paso a los afectados que intentan recuperar las pocas pertenencias que se han salvado de la pira, y unos operarios contratados por los propietarios del terreno vallan el perímetro. Poco después, unas retroexcavadoras peinan los restos, una labor que, como confirma el consistorio lepero, «dada la urgencia de la actuación, contó con la colaboración de empleados municipales».
Al otro lado de la calle, las tiendas del centro comercial abren sus puertas, conjugando en una fotografía lo que se ha venido en llamar ‘cuarto mundo’: condiciones de vida propias de los países más empobrecidos en el seno de sociedades ricas. Unos grandes almacenes que extenderán en los próximos meses sus tentáculos con nuevos locales en el terreno ahora calcinado, junto a los que también está prevista la construcción de viviendas de protección oficial, a las que tampoco podrán acceder los desahuciados por las llamas.
Algunos damnificados se trasladaron a otros asentamientos chabolistas, en los que viven regularmente unas 2.000 personas, según un informe de ONG locales, repartidos por el corazón del milagro del fruto rojo onubense: Lepe, Lucena del Puerto, Moguer, Palos de la Frontera y la mancomunidad de Mazagón. Otros fueron acogidos por conocidos –también migrantes– en sus casas; varias decenas fueron inicialmente trasladados a los habitáculos que las empresas agrícolas disponen para las temporeras contratadas en Marruecos; algunas mujeres –una minoría en el poblado chabolista– fueron acogidas en pisos de entidades sociales de la zona; una treintena se instaló en un proyecto de albergue a medio construir que desde hace una década está habitado por trabajadores migrantes; y medio centenar fueron ubicados por el Ayuntamiento, gobernado con mayoría absoluta por el PP, en los vestuarios del polideportivo municipal, en el Estado Ciudad de Lepe.
Decenas de ellos, cansados de tener que reiniciar sus vidas entre cartones una y otra vez por los incendios, de ser trabajadores sin hogar, los jornaleros sin techo de los frutos rojos, decidieron organizarse como Colectivo de Trabajadores Africanos de Lepe: «Ya no queremos más chabolas, queremos que nos alquilen viviendas o módulos prefabricados en los que vivir como personas. Llevamos veinte años trabajando aquí y el incendio nos ha servido para decir basta”. Así lo resume Amadou Doumbia, que lleva los últimos 11 de sus 29 años en España: «No queremos que a los hijos de nuestros hermanos les sigan llamando en el colegio los niños de las chabolas”. Él vive en una habitación alquilada y se ha convertido en uno de los portavoces del movimiento.
Amadou Doumbia, varias decenas de trabajadores africanos y algunos magrebíes han pasado las últimas cuatro semanas apoyando desde la calle que da acceso al polideportivo al medio centenar de trabajadores, muchos de ellos sin papeles, que fueron realojados en los vestuarios del campo de fútbol, donde dormían en colchones en el suelo. El objetivo: visibilizar la falta estructural de acceso a la vivienda de los trabajadores migrantes. Al principio, cuando el consistorio consideró el acogimiento una medida de emergencia, se les permitía pernoctar allí de nueve de la noche a nueve de la mañana, cuando partían a trabajar. A finales de octubre, el consistorio ordenó su expulsión tras considerar que ya no era necesario este recurso humanitario, pero los trabajadores decidieron transformar su situación de vulnerabilidad en una oportunidad para reivindicar su derecho a poder alquilar una vivienda, y decidieron convertir su refugio en un encierro. A partir de ese momento, como comprobó in situ este medio y le confirmaron los propios guardias de seguridad, la orden fue que aquellos que saliesen no podían volver a entrar. Una estrategia para agotar la protesta.
Uno de los afectados por la nueva norma fue Ibrahim Hafid, 51 años, marroquí. Nos encontramos con él después de pasar la noche del viernes 1 de noviembre acurrucado bajo unos cartones en una de las entradas para la mercancía del Mercadona que hay frente al polideportivo. A apenas doscientos metros, se encontraba el ahora calcinado asentamiento chabolista donde ha vivido los últimos siete años, desde que empezó a trabajar en los invernaderos. Da vueltas sobre sus pasos mientras fuma y salpica su discurso con recurrentes “Hay días malos, ¿verdad?”. Su mirada pasa de vidriosa a acuosa en varios momentos de la conversación.
La tarde anterior, cuando volvió de la plantación de frambuesas –más de la mitad de los frutos rojos onubenses están destinados a la exportación: unos 700 millones de euros de facturación en 2018– no le permitieron entrar en el recinto deportivo. Tras mucho insistir, le dieron su ropa para que pudiera cambiarse. “¿Qué pretenden? Si nos dejan abandonados en la calle, sin comida, sin un sitio donde dormir… Pareciera que quieran que hagamos algo mal, que rompamos una puerta y nos colemos. Hay lluvia, frío… ¿cuál es la alternativa?”.
Con los 38 euros al día que gana Ibrahim recogiendo las delicadas frambuesas provee del sustento a sus tres hijos, a su esposa y a su madre, que permanecen en Marruecos. “Yo no pido nada, solo que me digan dónde puedo hacer una chabola, o que me alquilen una vivienda, o un habitáculo de las empresas agrícolas. Yo quiero pagar, pero no meterme en un sitio con otras diez personas porque eso es una granja, una cárcel”. A la tarde del día siguiente, el domingo 2 de noviembre, hay programado un partido de fútbol en el estadio y nadie ha informado al Colectivo si los trabajadores encerrados serán desalojados o se celebrará con ellos dentro. “Yo quiero que la gente juegue al fútbol, no quiero molestarles, solo queremos un sitio donde vivir y pagar por él”, prosigue Ibrahim.
La quincena de personas entrevistadas para este reportaje afectadas por el chabolismo subrayan que quieren pagar por su vivienda. Algunos representantes políticos y empresarios les han acusado en los medios de querer “casas gratis”.
El insostenible milagro de los frutos rojos
Más de 80.000 personas trabajan en la campaña onubense de los frutos rojos, que comienza en septiembre con la siembra, se intensifica en diciembre con la recolecta y alcanza su pico entre marzo y junio. Un negocio que factura unos 1.000 millones de euros anuales en Huelva, para el que se contrata en Marruecos a unas 19.000 temporeras y para el que el Servicio Andaluz de Empleo lanzó una oferta de 10.000 puestos a finales de septiembre y que se cerró con apenas 200 solicitudes, pese a que en esta provincia hay más de 8.000 personas registradas como desempleadas agrarias. Gran parte de la explicación, para sindicatos y trabajadores, radica en el programa informático empleado, en el que apenas hay medio millar de personas inscritas y, sobre todo, en que el convenio del campo de Huelva es el más bajo de España: 38 euros por jornal.
Para José Luis García Palacios, presidente de la Interprofesional de la Fresa y los Frutos Rojos de Andalucía (Interfresa), de la Federación Onubense de Empresarios, de la Caja Rural del Sur y de la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores de Huelva, “no es de recibo que los empresarios tengan que buscar mano de obra en el extranjero porque no hay interés en trabajar, con miles de puestos ofertados», según declaró recientemente a ABC. El empresario instó al Gobierno andaluz a llevar a cabo una “actualización” del subsidio agrario porque “resulta penoso que no se incentive la búsqueda activa de empleo» en lugar de promover «una sociedad subsidiada». García Palacios también defendió el convenio: “Si tan malo fuera el convenio del campo, Huelva no gozaría de la paz social que tiene».
Preguntados por La Marea, fuentes de Interfresa rechazaron pronunciarse sobre la situación de los trabajadores de los frutos rojos que no pueden acceder siquiera a una vivienda compartida en alquiler por “tratarse de una responsabilidad de las administraciones”.
Las administraciones, que han sido consultadas igualmente por este periódico, han rechazado igualmente tener responsabilidad en esta situación. En el caso del Ayuntamiento de Lepe, Jesús Toronjo, teniente de alcalde delegado de Personal, Relaciones Laborales, Prensa y Comunicación, sostiene que “el problema de la vivienda de los temporeros inmigrantes es un problema a nivel provincial, regional y nacional”, por lo que han “pedido una respuesta conjunta a todas las administraciones competentes, Diputación Provincial de Huelva, Junta de Andalucía y Gobierno de España”.
Desde la Dirección General de Coordinación de las Políticas Migratorias del Gobierno andaluz (PP y Ciudadanos) explican que no disponen de “recursos directos, como viviendas, sino que la gestión que se lleva a cabo desde la Dirección General es el reparto de subvenciones para proyectos de ONG dirigidos a la integración y/o participación de esta población y subvenciones a entidades locales para la construcción o reforma de viviendas para temporeros”. En 2017, el Ayuntamiento de Lepe aprobó el Plan de la Agenda 2020 para la erradicación del chabolismo, cuyas medidas incluían el incentivo del alquiler y la construcción de 100 viviendas prefabricadas. Hasta el momento, solo se tiene constancia de un piso en alquiler vinculado a este programa y según el teniente de alcalde Toronjo, el plan continúa vigente: «Seguimos trabajando junto con Fecons para la implantación de dichas medidas”. Desde el Ministerio de Trabajo explican a La Marea que “los asentamientos son competencia autonómica y municipal”.
Mientras, miles de trabajadores, ante la falta de un parque de viviendas en alquiler, las reticencias de los propietarios a arrendarles las pocas que hay, así como la ausencia de un plan público de acogida, se ven obligados a vivir en poblados chabolistas. A menudo, en peores condiciones que las que tenían en sus países de origen: sin agua corriente, ni luz, ni saneamiento. A principios de diciembre, con el inicio oficial de la campaña, los asentamientos quintuplicarán el número de pobladores.
Issouf Diara tiene 39 años. Lleva más de 13 trabajando en España y, hasta este año no ha podido regularizar su situación administrativa por la imposibilidad de cumplir con los requisitos de la Ley de extranjería: un contrato de 40 horas semanales de, al menos, un año de duración. Cobra 38 euros al día por recoger frambuesas durante seis horas, cuando hay trabajo –depende del estado de maduración del fruto–. De ahí tiene que sacar para él y mandar dinero a sus dos hijos adolescentes que estudian en Mali, a su esposa y a su madre. Todos dependen de su jornal, no se ven desde que emprendió el éxodo y jamás les contaría que desde que llegó a España en una patera vive en chabolas: apenas unos palés formando un cubo, plásticos recubriéndolo –que antes cubrieron los invernaderos–, un camastro, una caja haciendo las veces de mesita de noche.
Hasta la noche del incendio. Desde entonces, como una veintena más de damnificados, fue acogido por otros migrantes en ‘el albergue’: un enorme edificio que el Ayuntamiento empezó a construir con fondos de una subvención europea en los años de la burbuja y que en 2010 dejó abandonado. Desde entonces, decenas de trabajadores sin techo viven aquí de manera autogestionada y bajo un código de sencillas normas: respetar la convivencia y contribuir en los turnos de limpieza, cocina y de mantenimiento de la infraestructura. Hoy, por ejemplo, arreglar el suministro eléctrico que tienen enganchado del alumbrado público y que solo funciona por las noches, cuando se encienden las farolas de la calle.
En una de sus decenas de habitaciones pernocta Issouf, que lleva buscando sin éxito un piso compartido para alquilar desde verano, cuando los incendios en el asentamiento empezaron a sucederse sin tregua. Cada mañana, se sube a su bicicleta y pedalea una hora para llegar a su lugar de trabajo. En temporada baja ha tenido que viajar más de una vez hasta tres horas en autobús para trabajar días sueltos en Portugal.
Aquí en Huelva, la mayoría de estos hombres trabajan por jornal, a menudo, sostienen, sin contrato; otras, bajo la fórmula de obras y servicios, que se extingue cuando la cosecha ha sido recolectada.
El desarrollo de la agricultura intensiva en la provincia onubense desde finales de los años 90 desembocó en que el Gobierno de España autorizase en 2002 las contrataciones primero en países de Europa del Este y a partir de 2006, en Marruecos, Senegal y Filipinas. Desde un principio, se dictaminó que fuesen mujeres, de entre 20 y 40 años aproximadamente, con hijos menores de 14 años a su cargo, casadas, divorciadas o viudas. El objetivo: evitar que se quedasen en España tras finalizar su contrato.
Pese a esta medida, en las campañas de 2015 y 2016, quedaron vacantes un 20% de los empleos. En lugar de mejorar las condiciones, el Gobierno autorizó ampliar las llamadas contrataciones en origen para cubrir los 70.000 puestos de mano de obra que estimaron necesarios. Entre los requisitos exigidos a las empresas está el de proveer a las trabajadoras de alojamiento durante su estancia, inmuebles que se encontraban vacíos en el momento del incendio del asentamiento de Lepe y que, tras la celebración de un encuentro entre administraciones, entidades sociales y empresas, algunos de estos últimos decidieron poner a disposición de los afectados.
Los miembros del Colectivo de Trabajadores Africanos se preguntan por qué no alquilan estos barracones a los temporeros que ya trabajan en sus explotaciones a lo largo de todo el año. Según un estudio de las ONG locales, el 70% de los habitantes de los asentamientos son hombres, de los cuales el 74% tiene permiso de residencia, mientras un 23% restante lo ha perdido –la llamada ‘irregularidad sobrevenida’ por no poder acceder a contratos de un año de duración– o están esperando que pasen los siete meses de media de espera que arrastran las Oficinas de Extranjería para regularizar su situación. Solo un 10% tiene contratos de entre 7 y 12 meses al año; el 45%, de entre 4 y 6 meses, y un 32%, de menos de 3 meses. Por ello, es habitual que muchos de ellos tengan que aceptar en ocasiones trabajar sin contrato o rotar por otras regiones para enlazar campañas como temporeros.
Huelva, frontera sur
Uno de los grandes obstáculos que encuentran los trabajadores sin hogar de Huelva es que no pueden empadronarse, uno de los requisitos fundamentales para el acceso al permiso de residencia. “A pesar de no tener teóricamente ese carácter, en Huelva se cumplen muchas de las características de las regiones fronterizas: se trata de espacios de transición (en el que algunas personas deciden asentarse) y en los que ocurren unas dinámicas laborales, económicas y sociales específicas y diferentes al resto de los espacios cercanos. Es por ello que consideramos que esta provincia tiene un perfil fronterizo y debería ser parte de toda la reflexión y medidas que se toman en torno a la Frontera Sur”, suscriben en el informe Realidad de los asentamientos en la provincia de Huelva (2017) las siete ONG autoras del mismo: Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, Asociación de Nuevos Ciudadanos por la Interculuralidad (ASNUCI), Cáritas, Cooperación y Desarrollo con el Norte de África (CODENAF), Fundación Europea para la Cooperación Norte-Sur (FECONS), Huelva Acoge y Mujeres en Zona de Conflicto.
Francisco Sanhá Braimo prepara la cena para los encerrados en el polideportivo en la cocina del albergue, donde vive desde hace varios años. Es uno de los veteranos de los africanos: en su país, Guinea Bissau, cuenta, fue cocinero del presidente, pero ni así tenía visos de mejora de sus condiciones de vida. Así que migró a España. Desde entonces, se ha convertido en una suerte de protector para los más jóvenes. “Cuando necesitaban comida en el asentamiento, y podía sacar de mi dinero, también les cocinaba algo. La solidaridad es parte de nuestra cultura africana”. Francisco, que viste una camiseta de un partido político de la oposición guineana, juega a hacerse el ofendido con los miembros más jóvenes del Colectivo de Trabajadores Africanos porque no hagan caso a los “más ancianos, como marca la tradición”. Les pone música política mientras cocina para que conozcan las luchas de su continente.
Mientras, Antonio Abad, un defensor de derechos humanos que recaló en Lepe después de viajar en varias ocasiones a Marruecos para conocer la situación de los migrantes africanos, enjabona en el patio del albergue las ollas y palanganas en las que trasladan diariamente el pollo con arroz para los encerrados en el polideportivo. Cuando les permitían salir y entrar, podían ir al comedor social, pero ahora tienen que llevarles la comida al interior del recinto deportivo. Junto a Antonio Abad, un par de hombres lavan su ropa para toda la semana a mano en cubos con agua jabonosa. Cae la tarde del domingo y un joven llega de trabajar en bicicleta con su perro, que le acompaña a todas partes. Una pareja –él argelino y ella de Europa del Este– recogen la ropa seca de los tendederos que se disponen por todo el recinto. También para las duchas tienen que hacer turnos porque la presión del agua enganchada no da para varios baños a la vez. Han decorado las zonas comunes con plantas cultivadas en cubos reciclados y en los espacios que en un estudio de arquitectura fueron pensados para jardines públicos crecen plantas de té.
Pagar por cargar el móvil
Hamaro Fofoura (39 años, Mali) tuvo que salir huyendo de las llamas sin tiempo para apenas vestirse, ni, sobre todo, para guardar sus documentos, lo primero que una persona migrante intenta salvar consigo. “Con lo que me costó conseguir el permiso de residencia, ahora no puedo volver a solicitarlo porque no tengo dinero para pagar las tasas. Estoy quedándome en casa de unos conocidos, pero cuando me tenga que marchar, porque ellos tampoco tienen sitio de sobra, sin un sitio donde ducharme, donde dormir, donde hacerme el bocadillo, ¿cómo voy a trabajar?”.
Detalles como dónde cargar el móvil se convierten en una odisea para las personas que tienen que vivir en chabolas. “En algunos locutorios nos dejan gratis, en otros nos cobran 50 o 60 céntimos”. Hamaro también busca una vivienda en alquiler.
Apostado en el muro del polideportivo, le escucha Issouf, que cuenta que su hijo adolescente le insiste en que quiere seguir sus pasos y reunirse con él. “Yo no quiero que esté como yo, aguantando por las noches palés y plásticos para no empaparse. Quiero que estudie y que se construya una vida en Mali, que tenga tranquilidad. Aquí cada día te quitan un poco más las ganas de vivir”, sostiene con su mirada dulce tras unas gafas redondas de estilo John Lennon.
Antes de trasladarse al asentamiento del cementerio, Issouf vivía en otro más pequeño, en el que todos sus habitantes son de Mali, Guinea Conakry y Costa de Marfil. Construido entre naranjos abandonados, decenas de chabolas se disponen en filas, con sillas y sofás recuperados de la basura haciendo las veces de sala de estar. Desde aquí se observan las distintas capas de la ciudad: el asentamiento, los invernaderos, las viviendas de Lepe al fondo.
Bajo estos árboles encontró también refugio en la chabola de un amigo el maliense Issaif Issa, después de perder en el incendio la suya, en la que llevaba viviendo ocho años. “Desde que llegué a España en 2006 solo he trabajado con contrato una vez”, sostiene. Tenía 26 años cuando llegó en patera a España, donde ya vivía su padre. Durante 4 años trabajó como albañil en Madrid, hasta que la crisis dio al traste con su empresa. Su padre retornó a Mali, pero él se quedó: “¿Cómo voy a volver después de todo el sacrificio que hizo mi familia para que pudiera venir?”, explica mientras un veinteañero llega en bicicleta cargado con dos garrafas de agua. Cada día, los habitantes de los asentamientos se organizan para hacer labores de aguador: ir a cargar bidones de agua a tomas a cientos de metros para lavarse, cocinar y beber.
Las nubes barruntan lluvia y las moscas están más pegajosas de lo normal, y eso que aquí el suelo de tierra compactada está impoluto. Por ello, mantienen bien cerradas las ‘puertas’ de las chabolas: dentro, apenas cuatro metros cuadrados, un colchón sobre cajas de fruta recicladas, una tabla haciendo las veces de estantería con un tubo de pasta de dientes, un tarro de gel de baño, desodorante…
Al final del asentamiento, una chabola convertida en cocina. En la pared, un listado con los turnos de cocina. Compran conjuntamente los ingredientes para ahorrar, hoy es domingo y serán más comensales. Alguno de ellos visten camisa, pantalones impolutos y gafas de sol. Es su día libre.
A unos minutos en coche de aquí, en el centro de Lepe, dos ancianos ven la vida pasar en la terraza de un bar. Antonio Villegas nació hace 92 años en un pueblo gaditano. Siendo aún un niño, empezó a migrar dos veces al año a Francia como temporero para recolectar remolacha. «Los pobres tenemos que ir donde haya para comer», sentencia. A su lado, su amigo Diego Romero, 80 años, asiente y añade: «¡Cómo nos perseguían los gendarmes! Como ahora hacen con ellos», dice mirando a los migrantes que caminan por la avenida. «Cuando llegábamos a Irún nos pasaban revista y si había alguien enfermo, los enviaban de vuelta. He pasado por eso, así que no puedo pensar mal de ellos. Nosotros también éramos sin papeles, pero los dueños nos daban alojamiento y algunos, de comer. Pero, sobre todo, pagaban mejor que en España», recuerda. «Antes, al menos, mandábamos dinero a nuestras familias y podían levantar una casita, pero hoy ¿quién se puede comprar una casa?».
Antonio Villegas insiste en el hambre que pasaron, en toda la vida que se pasó como pescador con su barquito, en cómo le ha quedado poco más de 600 euros de pensión. Diego habla del hambre que ve ahora entre los migrantes, «tener que verles recogiendo colillas del suelo….». En la mesa de al lado un hombre más joven reniega con la cabeza, culpa a los gitanos de acaparar los servicios sociales, a los políticos de no pensar en los locales. En las elecciones del pasado domingo, Vox fue el partido más votado en Lepe con más de 3.319 papeletas, seguido del Partido Popular con 3.174 y el PSOE con 2.654. En quinta posición quedó Podemos, con 803 votos.
Los más castigados por la crisis
Ya de vuelta en la entrada del polideportivo, descienden de un autobús los jugadores del equipo visitante. Finalmente el partido se celebrará y Antonio Abad se pregunta en voz alta “qué locura es esta en la que se va a celebrar un partido en un campo de fútbol con personas que lo han perdido todo”. Los hinchas aparcan sus coches, evitan pararse ante los carteles que han pegado la treintena de trabajadores africanos en los muros exteriores del polideportivo: “No estamos aquí por gusto”, “Ningún ser humano es ilegal”, «Queremos solución, por favor»….
El Ayuntamiento ha dado orden de que los migrantes encerrados puedan ver el fútbol desde las gradas. Desde fuera escuchamos las canciones de Shakira, Rosalía y otros temas de reggaeton con los que amenizan a la afición mientras comienza el partido. Siloue Donafologo se ha apartado un poco del grupo para conversar con su mujer, española, y su hija de tres años por teléfono. Vive también en el albergue, no ha llegado a vivir en chabolas, pero está apoyando a los encerrados por una cuestión de solidaridad.
Llegó a España procedente de Costa de Marfil en 2008. Durante los dos primeros años trabajó en una lavandería en Sevilla, hasta que la crisis la obligó a echar el cierre. Desde entonces ha trabajado en todo lo que ha podido y, al final, no le ha quedado otra alternativa que separarse de su familia, que vive de alquiler en Sevilla, y venir a Huelva a trabajar en los invernaderos. Cuando recoge naranjas, le pagan unos 60 céntimos por caja –unos 22 kilos–, “la fresa es muy difícil, duele mucho la espalda”, apostilla. “La solución es muy sencilla: que pongan contenedores y que la gente tenga dónde vivir ya que no hay casas para alquilar”, explica. La petición, repetida una y otra vez por cada uno de los entrevistados, recuerda a la escena de Las uvas de la ira en la que cuando los trabajadores agrícolas pedían un sitio digno en el que pernoctar, los capataces se mofaban de ellos alegando que si cedían, qué sería lo siguiente que pedirían.
“Muchos trabajadores están ahora en Lérida, Barcelona, pero cuando empiece en pocas semanas la campaña vendrán. ¿Dónde pretenden que duerman?”, añade.
El domingo 10 de noviembre por la mañana, antes de que se abriesen los colegios electorales, el Ayuntamiento desalojó a los 27 trabajadores que, según el Colectivo de Trabajadores Africanos, quedaban encerrados en el estadio Ciudad de Lepe. Cuatro de ellos fueron hospedados en una pensión y el resto no sabían dónde iban a pasar esa noche. El Colectivo ha convocado una manifestación el viernes 15 para exigir que no quieren seguir siendo trabajadores chabolistas, ni sin techo: quieren tener derecho, al menos, a poder pagar por un sitio en el que vivir.
Los nuevos muros de Berlín de Europa
30 años después, en Europa hay más de 1.000 km de vallas y muros, el equivalentes a 6 muros de Berlín. (CEAR).
Hay que exigir a los gobiernos que inviertan en proyectos de desarrollo, en agricultura, riego, saneamiento, escuelas, hospitales en los países empobrecidos en lugar de invertir y duplicar el presupuesto de la organización terrorista OTAN para bombardearles y expoliarles sus recursos o para someterlos. Creo que sería la mejor solución para unos y otros.