Opinión
La mirada de José Ovejero | Y ahora se van
El escritor se pone en la piel de los candidatos tras el debate televisivo del lunes.
Y ahora se van, cada uno supuestamente por su lado. Supongo que hablando consigo mismos, como nos pasaba cuando después de un examen nos reprochábamos no haber dicho tal o tal cosa, haber expresado mal una idea, haber perdido una oportunidad. Cada uno luchando con sus inseguridades, que han intentado ocultar lo mejor que pueden, alguno sobreactuando, otro acudiendo a una rigidez que pretende parecer energía. Puede que también alguno orgulloso de su actuación.
Se van y seguro que la burbuja protectora de colaboradores y aduladores no bastará para hacerles creer que han generado ilusión, confianza, entusiasmo. Aunque a lo mejor ni lo esperan. Saben que su actuación no se mide en afecto ni en esperanza, sino en la dudosa matemática de la intención de voto: es esencial no quedar peor que el contrario, no reconocer errores, no mostrar inseguridad, no decir verdades que puedan desagradar al ente espectral compuesto por los votantes potenciales.
Se van quizá temiendo no volver a estar nunca más ahí, que esa haya sido su última función. Y me pregunto si también ellos sentirán la tristeza que hace tiempo nos invade a tantos ciudadanos, provocada por la sensación de que la democracia se ha convertido en un simulacro reglamentado, en el que en lugar de la verdad se busca el efecto. En el que se sonríe a la cámara para adornar una mentira y cada frase está medida no para comunicar sino para causar un daño. O a lo mejor son ya tan profesionales que han aprendido a limitar las expectativas igual que un vendedor de seguros no está obligado a creer en las virtudes del producto.
Se van unos magos cuyos trucos han dejado de importarnos, unos tahúres que no se juegan su dinero sino el nuestro, sacerdotes de una religión en la que nadie cree. Y es tan fácil echarles la culpa, que nos salga una mueca de desprecio al ver cómo se alejan. Pero también pienso que esos hombres se limitan a decir lo que deseamos oír –cada uno dirigiéndose a su audiencia–. Hacen los gestos precisos. Nos evitan las verdades incómodas. Nos permiten tener razón y buena conciencia. Nos conceden el privilegio de la superioridad moral. Desempeñan la misma función que el retrato de Dorian Grey. Cargan con nuestras arrugas, nuestras cegueras, nuestras complicidades. Les pagamos por ello.
A la democracia aún se la espera en este país desde que la asesinaron en 1936.
Está muerta en las cunetas. Esa es la base dónde se asienta la «democracia» española.
De aquellos barros estos lodos. Peor para todos si queremos seguir autoengañándonos.