Política | Sociedad
Qué fue del diálogo en los tiempos del debate (campal)
En este nuevo artículo de la serie 'Disruptiva', la filósofa reflexiona sobre qué significaría un diálogo político en democracia y para qué deberían servir los debates.
En tiempo de emociones a flor de piel, de hartazgos y de exageraciones, de corrillos, corros y vítores, de aplaudir porque alguien dice “lo que uno no se atreve” es el momento justo para pararse y desarmar lo que uno cree y profundizar en por qué lo cree. A veces lo que consideramos justo, con la mirada airada en el otro, nos ciega con respecto a la injusticia que nosotros mismos, sin saberlo, defendemos. La política no va de lo que es mejor “para mí” sino de lo que es mejor para “lo común”. Por eso ningún extremo es bueno y, por eso, enrocarse y vitorear ciegamente, nos hace sordos no a “lo nuestro” –que escuchamos alto y claro– sino a lo del “otro”, que rechazamos directamente.
Un elogio del diálogo abanderaría la escucha del otro, pero esto, escuchar, no es lo propiamente característico del mismo, sino, como bien viera Sócrates, conseguir construir un discurso común. Y de eso trata la política, de lo común, no de la defensa febril y vehemente de lo que es nuestro. Oponemos diálogo a monólogo, como si el diálogo (dia-logos) fuera cosa de dos que únicamente hablan entre sí, pero en realidad va mucho más allá y el efecto de esta acción, en estricto sentido, es mucho más profunda. De ser tomado en serio, el diálogo es la convergencia de dos modos de entender la realidad. Permítaseme remarcar un matiz etimológico: “dia” (de donde dia-logos) no es lo mismo que “dis” (de donde discusión o discurso). “Dia” expresa intercambio y confluencia de lo diverso, que se expone y se manifiesta para llegar a una conclusión común o, si se quiere, a un entendimiento compartido. “Dis”, en cambio, y así lo señala Pokorny, apunta no a una conclusión (un cierre común), sino a una separación basada en la falta de apertura ante otras posiciones: quien discute se cierra en su postura al tiempo que rechaza las otras, es decir, excluye. Y se enroca así en sus propias razones. Toda escucha es, entonces, munición para armarse contra el otro.
Antes que palabra o razón, logos, no se olvide, remite a una raíz griega que significa escoger, de donde procede la palabra légein, que puede entenderse como “ensamblar” elementos diversos y diferenciados, pero también como “reunir”. El diálogo no es meramente un “a través de la palabra” –si así fuera, por ejemplo, insultar sería diálogo, al fin y al cabo, se hace a través de una palabra–, sino reunir en un discurso común pareceres opuestos, contrarios y contradictorios. El diálogo no es por ello saber escuchar (se puede escuchar para después atacar, humillar o ridiculizar), sino saber construir entre dos o más posiciones distintas un légein común, es decir, llegar a un acuerdo. Precisamente, por eso Sócrates no escucha a aquellos que interroga para después pronunciar la última palabra, sino que, a través de sus preguntas, en el curso y decurso del intercambio de ideas, se cuestionan las estructuras que mantienen en pie las creencias, se “desensamblan” conjuntamente argumentos que no son fallidos y -esto es clave- se aprende. La propia posición no se amuralla, sino que se abre y cambia, enriquecida, integrando lo escuchado.
Si el diálogo es activo no es porque activamente escuche o activamente argumente, sino porque activamente modifico y cambio mi perspectiva del mundo allí donde el otro, con su diferencia, me abre un ángulo y una realidad que, por mi posición, no veía. Dialogar es construir desde el afloramiento de las diferencias, entrecruzar nuestro discurso con alteridades, estar dispuesto a modificar posiciones. Poner en común. Y es eso, precisamente, lo que se pide que haga la política: construir (del griego polizo) desde el disenso un lugar en el que quepan todos. De ahí la importancia del pacto. Y sin embargo, en tiempos del debate el diálogo solo aparece cuando existe o preexiste previamente una posición común que difiere y mucho de lo común que alberga diferentes posiciones.
La comprensión del debate ha corrido despareja suerte porque su concepto sí coincide con su aplicación. En sentido estricto, “debate” significa golpear al contrario de arriba abajo (“de-battuere”), de donde batalla (battualia), es decir, una lucha en la que de lo que se trata es de vencer y, por recordar ya una muy conocida expresión, convencer. Pero no vencer de cualquier modo: de dejar inconsciente o fuera de juego.
Hay dos modos de entender lo que es una campaña: la primera la que implica el conjunto de esfuerzos para conseguir un fin; la segunda, el tiempo en el que los ejércitos salen de sus cuarteles para masacrar al contrario. Y eso, destruir, es decir, eliminar por completo el légein o estructura del contrario, no es política.
En tiempos del neoliberalismo, los debates caen dentro de la lógica del mercado y las campañas son publicitarias. El espacio público se convierte en el mercadillo que visitan los fieles a su marca. Ya nadie compra nada del otro, sino que cada uno, desde su casa, jalea al de su “equipo” y le compra la mercancía de la que tiene ya excedente en su despensa ideológica, e insulta al que no pertenece a su puesto sin comprarle nada. Puede que escuche, pero hace tiempo que lo hace no para entender, sino para ofender. Si en campaña lo que se aprecia y jalea es el arte de golpear bien, difícilmente se dialogará y se pactará correctamente.
Y eso, que es de sentido común, es justo lo que caracteriza nuestro tiempo: la competitividad de los partidos. Cuando no hay interés alguno en construir lo común, sino en imponer la posición propia como lo común, llega entonces el ocaso de la política democrática y el amanecer de un sol que siendo político construye desde el fuera de juego, es decir, dejando “fuera” de la comunidad y en penumbra a todas aquellas formas de pensar que no encajan. Quizá debieran recuperarse en plena campaña electoral no los debates, sino el antiguo arte de la dialéctica (dialexis): no como pudiera ser entendida por Platón, sino yendo un poco más lejos: a la hegeliana, es decir, como asunción o integración (Aufhebung) de las diferencias en una síntesis más grande que la mera suma o mera oposición de sus partes. Lo común no implicaría la supresión de lo diferente, un dejar fuera de juego, un aniquilar al rival, sino que lo diferente, interno y constitutivo, es en realidad lo que conforma una unidad común en la diferencia a través de un movimiento de reciprocidad y que solo puede darse en la dialéctica del verdadero diálogo. Volver a uno, pero no para enrocarse en el punto de partida y excluir, sino sabiendo pactar e incluir. Quien no supere la prueba habrá revelado su manera de gobernar: la de atender sólo a los que han comprado la propia mercancía.
«Ningún extremo es bueno» no sé si es sinónimo de radicalidad pues la radicalidad entendiéndola como ir a la raiz de los problemas entiendo que es lo que se debe hacer.
Cómo el barco de la «democracia» española, está totalmente escorado hacia la derecha en circunstancias así y para hacer de contrapeso habrá que escorarse a la izquierda, es decir, oponer a la codicia y a la sinrazón de los poderosos, valores e ideales altruistas y constructivos.
Me cuesta concentrarme y me pierdo con estos artículos filosóficos por lo que reconozco que son más necesarios que nunca pués muchxs estamos perdiendo o hemos perdido ya tanto el ejercicio de la autocrítica como la capacidad de pensar, analizar, reflexionar, meditar, justo lo que más necesitamos hacer en estos tiempos.