Opinión
El helicóptero de Franco: dos sensaciones opuestas de la misma imagen
"Fue liberador ver cómo el dictador era sacado del lugar donde yacen sus víctimas. Pero fue horrendo a la vez ver al dictador en las alturas con sus víctimas abajo".
A veces me pasa que una misma imagen me suscita dos sensaciones opuestas. Y eso es lo que me ha ocurrido con la exhumación de Franco, con el momento en el que el helicóptero alza el vuelo y se lleva, 44 años más tarde, al dictador. Me pareció justo ver cómo la persona que había sembrado el terror durante los 40 años que duró la dictadura era sacado del lugar donde yacen sus víctimas. Fue una sensación liberadora. Pero me pareció opresivo al mismo tiempo observar al dictador dando un paseo, un último paseo, por las alturas, con ataúd y flores, mientras las víctimas siguen amontonadas abajo, sin identificar, en las profundidades, en el mismo Valle de los Caídos y en las fosas comunes tapadas de este país.
Fue reconfortante ver en estas imágenes que se estaba haciendo lo que pide la democracia como sistema que respeta y vela por los derechos humanos. Pero fue triste a la vez pensar en cómo la democracia, aun con el dictador fuera, sigue teniendo una deuda pendiente con los derechos humanos de las personas que fueron represaliadas y sus familias. Muchos y muchas no han podido ver estas fotografías, estos vídeos. Muchos y muchas no han podido recuperar los restos de los suyos. Ni siquiera saber dónde fueron arrojados.
No quise hablar este día con ninguna víctima del franquismo ni con ninguna persona relacionada con el movimiento memorialista porque algunas ya me habían comentado meses atrás que lo veían de una forma y otras de otra. Siempre he tenido dudas sobre si la exhumación del dictador debía producirse antes que la exhumación de las miles de víctimas. Por eso quise abstraerme, solo este día, de otras sensaciones que no fueran las mías.
Vi las imágenes desde mi casa, a ratos en la tele, a ratos en el ordenador. En un momento dado bajé a tomar un café. El bar estaba prácticamente desierto. La tele estaba encendida. Los restos de Franco aterrizaban en el cementerio de Mingorrubio. Había una sola chica en la barra que no miró en ningún momento a la pantalla, sostenida en alto. El camarero tampoco hizo ningún comentario. Hablamos de música.
Ahí fue cuando la imagen de la exhumación de Franco, en ese bar, me transmitió la soledad en la que sus familiares trasladaron el cuerpo, ahí fue cuando recordé la imagen sobria de la ministra de Justicia, el Estado democrático –goteras aparte– separado de la dictadura. Porque poco antes, mientras observaba la salida a hombros del ataúd, no estaba entendiendo por qué, de no querer trasmitir imágenes, no se estaban evitando también las que nos estaban dejando ver. No digo que los familiares no tengan derecho a honrar los restos de su abuelo o de su bisabuelo. Lo que digo es que esa parte también pudo ser íntima y privada.
Y eso es lo que me ha pasado con la exhumación de Franco. Que por un lado siento que se ha derribado un símbolo indestructible hasta hace muy poco tiempo y por otro confirmo una vez más cómo fueron enterrados unos y cómo fueron arrojados otros. Las familias de los primeros buscan un ataúd. Las familias de los segundos buscan huesos.
Aun así, con todas estas contradicciones, creo que este histórico 24 de octubre de 2019 hemos avanzado mucho.
«El estado democrático, goteras aparte,»
De democracia nada, vencieron y aquí siguen, todo bien atado, y como tienen comprados los medios de comunicación para manipular han conseguido que los vientos soplen a su favor y cada día se imponen con más desfachatez y desvergüenza llevándonos a sus mejores tiempos. No hagamos el juego a quienes les interesa que nos creamos que vivimos en democracia, aunque ya ni siquiera se pueda pedir nuestros derechos ni protestar.
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Ya lo había dicho Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza, a comienzos de agosto de 1936: «La violencia no se hace en servicio de la anarquía, sino lícitamente en beneficio del orden, la Patria y la Religión». El hecho de que esa violencia se ejecutara en nombre de valores tan superiores como la Patria y la Religión, con mayúsculas, facilitaba mucho las cosas, comparada con esa otra violencia «en servicio de la anarquía». Además, si lo que se defendía resultaba tan importante y decisivo como la supervivencia de la Iglesia, de la sociedad perfecta, de la institución representante de Dios en la tierra, el derramamiento de sangre de los «sin Dios», de los «hijos de Caín», era justo y legítimo, consecuencia de una «guerra santa de reconquista espiritual» que exigía ese baño de sangre para arrancar de raíz lo imperfecto.
Es la diferencia entre el Valle de los Caídos, un lugar grandioso para “desafiar al tiempo y al olvido”, homenaje al “sacrificio de los héroes y mártires de la Cruzada», y las decenas de miles de republicanos, asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas, abandonados por sus asesinos en las tapias de los cementerios, en ríos, en pozos y minas, o enterradas en fosas comunes.
Sacar a Franco del Valle de los Caídos es el fin de una parte de la historia que comenzó en julio de 1936, en la era de los fascismos, y que ha continuado hasta bien entrado el siglo XXI. Esa historia no está cerrada para miles de familias de todos esos desaparecidos que nunca han encontrado en la democracia políticas de retribución. Mientras dure ese desequilibrio de recuerdos y lugares de memoria, el pasado seguirá abierto.
(Julián Casanova – historiador)
https://laicismo.org/y-que-me-dice-usted-del-anticlericalismo/