Análisis
Tò gàr géras estì thanónton: sobre caídos, tumbas y valles
"Una tumba no es, pese a todo, sólo un montón de tierra. Ni todo montón de tierra cura, aunque las recubra, las heridas de una ejecutación sepultadas bajo un difunto que no está en el lugar que le corresponde.", escribe la autora.
No se asusten por el título de este artículo. En realidad corresponde a una fórmula, casi un estribillo, de una historia que se cantaba hace siglos, en la Grecia homérica del siglo VIII a.c., para recordar las gestas de los grandes héroes de Troya. Significa algo así como “la parte que corresponde a los muertos”. La pronuncia Aquiles llorando a Patroclo y la verbaliza, con dolor y desgarro, Hécuba ante el cadáver de su hijo Héctor. Ambos han caído en combate y es menester erigir un túmulo sobre sus restos mortales, cantar sus hazañas y llorarles hasta que el dolor de la pérdida del ser singular y único a manos del enemigo permita un duelo que es, a su vez, comunitario. Sólo así la herida puede cerrarse: no sólo con la tierra sobre el cadáver, sino con la justa posición del muerto en la comunidad, es decir, por el reconocimiento en aquel canto y con aquellas exequias. Aquel muerto singular deviene, de ese modo, el de todos. Su muerto es también el mío. El difunto adquiere de este modo “la parte que le corresponde” en un reconocimiento público que lo resitúa en la comunidad otorgándole el valor que merece. De ahí el horror que representaba para los familiares no poder contar con un cuerpo al que dar sepultura y dispensarle un último cuidado. Enterrarle es además su último acto de inscripción en la comunidad y el que, por jugar con la fórmula homérica, le coloca en el lugar que le corresponde. Esa era, en realidad, la función de la tumba a nivel social. Hacer visible el lugar del difunto (del caído en este caso) para la comunidad. Esa forma de recordar y de dar un sitio al difunto en la comunidad a través del modo en el que es reconocido es lo que da título a esta mortuoria disrupción.
Una tumba en principio es solo un montón de tierra: eso significaba originariamente “tymbos”, la tierra que amontonada sobre los restos mortales conformaba no un valle, sino una montaña. El túmulo (tumulus) era así el sepulcro que se elevaba sobre el cadáver, el cuerpo caído (cadere) de aquel que, sin vida ya no podrá, como recuerda Isidoro de Sevilla, levantarse más (cadendo, de dónde cadáver). Una cavidad así, una concavidad, en la que se depositaban los restos mortales, fueran estos huesos o cenizas, que era después recubierta para conformar un convexo túmulo. A su modo, pues, cóncavo y convexo, una tumba es un vientre inorgánico, un útero tanático frente al útero natalicio que engendrará la imagen del recuerdo del difunto para la comunidad. Sobre la tumba un nombre, bajo el nombre un epitafio, con el epitafio un recuerdo, con el recuerdo una prueba de vida y de la importancia del difunto. Esto es lo que queda cuando alguien muere: sus restos, nuestra memoria compartida entre nosotros para con ellos y esa extraña figura de ausencia, la del difunto, aquel que ha cumplido o ejecutado (defungi) su vida. Otra cosa y bien distinta es ser ejecutado. El ejecutor y el ejecutado no deben compartir tumba, sobre todo si la tumba se consagra a ambos… y al mismo tiempo. Una tumba, por otro lado, no es una fosa. Una fosa no se eleva, se hunde, se traga a los muertos y los arrastra, en muchas ocasiones, al anonimato que no deja, si quiera, lugar al último cuidado al pariente. Frente a la visibilidad de la tumba, se encuentra la invisibilidad de la fosa común, zanja con restos de violenta ausencia.
Ahora bien, lugares distintos simbólicamente ocupa el difunto para la familia (cuando se depositan sus restos en el panteón familiar por ejemplo) que cuando ha de pensarse en un lugar público que habla de su valor y valoración para la totalidad de la sociedad. En este caso se le reconoce no sólo como un familiar, sino como una figura pública. Y esta es la clave: el reconocimiento por el lugar que se le otorga. Si como héroe o como un hombre que merece, como todos, un sepelio: una tumba o un sepulcro hechos monumento con un lugar preeminente (se reconoce un “valía” para todo un país), una tumba en un cementerio (se habla de su importancia para la familia), una fosa anónima en un lugar perdido (en la que otros son los que desposeen de valía y valor al que ha muerto), una fosa común hecha lugar de rememoración (se reconoce el dolor y el sufrimiento, lo injusto de su muerte). El primero es un monumento de exaltación. El último un monumento de reconocimiento público del dolor del otro. El primero habla de dominio. El último de reconciliación. Ambos monumentos son excluyentes. Todo monumento, como sostiene Reinhart Koselleck, es portador de significado y fundador de sentidos. ¿Qué se recuerda o conmemora, según lo dicho, el Valle de los Caídos? ¿Cuál es su sentido y significado? ¿De qué tipo de monumento se trata? ¿Conmemora o rememora? ¿Fue la muerte que allí se recuerda una muerte con sentido? Si la respuesta es la “patria” conmemora, si la respuesta es que carece de sentido, rememora. Quien conmemora celebra y puede hacerlo con orgullo, compartiendo así con los otros (con–memorare) la gloria de un pasado que alumbra. Quien rememora no quiere olvidar y vuelve por ello a pasar por la mente (re-memorare), quizá para que no vuelva a pasar, la desgracia de un pasado que, de repetirse, todo lo oscurecerá.
Es cierto que un abismo temporal entre aquella época y la nuestra nos separa, pero no ha de olvidarse que quien merecía un túmulo, un promontorio a la vista de todos, era según los antiguos aquel que por sus hazañas había ganado un lugar privilegiado en la memoria de los vivos. Todo túmulo, por tanto, dignifica los restos de aquel cuyos gestos recuerda, pero lo hace en tanto en cuanto es la sociedad, vale decir, la comunidad, quien lo sitúa en un lugar de mayor o menor reconocimiento o de mayor o menor exaltación. Una tumba no es, pese a todo, sólo un montón de tierra. Ni todo montón de tierra cura, aunque las recubra, las heridas de una ejecución sepultadas bajo un difunto que no está en el lugar que le corresponde. Juntar restos de dos bandos en una guerra y situar, sobre ellos, los restos a modo heroico de alguien que causó el padecimiento de muchos no es una forma de reconocimiento. No rememora, conmemora. No pone a los muertos en el lugar que les corresponde: es una contradicción perversa como quien cubre de tierra victimarios y víctimas y lo hace colocando jerárquica y simbólicamente los restos en lugares que, lejos de unir, inciden en una forma de dominio. No se debería, aunque sólo sea simbólicamente por el lugar de su enterramiento, reconocer como “héroe” a quien sembró un país de muerte. No se debería dejar que los restos de sus víctimas hagan de túmulo. Hay monumentos que lejos de “reconciliar” nada, no dejan cicatrizar heridas pasadas. Son aquellos en los que los muertos son de “bandos” y se perciben como nuestros muertos. Se puede no estar de acuerdo con mover los restos mortales de un dictador y repetir la letanía de que los “muertos hay que dejarlos tranquilos” porque el pasado no debe removerse. La cuestión es que si la herida sigue doliendo es que, de una vez por todas, hay que limpiar la tierra que se echó por encima. Lo que ha desencadenado la exhumación no es “volver a sacralizar” un monumento de reconciliación, sino mostrar el secreto que en realidad subyace: que para algunos sí era un lugar “sagrado” de peregrinación y un monumento patriótico; que la división ideológica sigue latiendo, precisamente porque no se ha afrontado el daño; que sigue habiendo muertos, pero que todavía no son de todos.
En el plebiscito del proximo 10-N yo voy a votar NO al PSOE.
…… porque España no es propiedad del PSOE…..
por mucho que lo parezca, el PSOE no es el dueño