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Aprender no tiene edad
Relato de una experiencia educativa no formal de alfabetización y cultura general de un grupo de vecinas de El Tablero, en Tenerife (Canarias).
PURI GUTIÉRREZ // Todo comenzó con una noticia del periódico y este es ya nuestro ¡noveno curso!
Leyéndola pensé que al periodista se le había escurrido una errata: el 14% de la población de Santa Cruz es analfabeta. El 1,4%, se les desplazó la coma, dije riendo… No, Puri, no, respondió mi vecina, con la que tomaba café esa mañana, y refirió un listado de nombres de personas de nuestro pueblo. Son analfabetos, afirmó… ¿Cómo? ¿Que no saben leer?, contesté asombrada. Y no sé si atinarán a escribir su nombre, terminó.
Al día siguiente pegué carteles en los lugares (quiosco, farmacia, súper, bar…) más frecuentados del pueblo: se dan clases de alfabetización y cultura general, y fui al centro de mayores y les expliqué que iba a comenzar a dar clases para las personas que lo desearan, aunque supieran leer y escribir, que sería un ejercicio estupendo para nuestros cerebros, y gratis, por supuesto… Les pedí que avisaran a quienes consideraran; que podría venir quien quisiera aprender, y convoqué una primera reunión para el día siguiente, a la que acudieron ¡27 mujeres!
La intención era dar unas consignas generales e ir entrevistando a cada una para poder establecer niveles. Inicialmente, el número elevado me asustó un poco, cómo podría abordar con seriedad el trabajo con un grupo tan numeroso y de niveles tan heterogéneos, pero mi osado optimismo encontró razones –la necesidad y el deseo de aquellas personas– y soluciones –recurrir a las amigas maestras solidarias–… Finalmente el grupo quedó en 12 alumnas –todas viudas, excepto dos, y una media de edad de unos 75 años–, por lo que no fue necesario pedir ayuda.
Dos tardes a la semana, en sesiones de dos horas que se alargaban un poco al principio. Dos niveles, dos mesas en la clase: grupo de alfabetización (no lectoras) y grupo de cultura general (iniciadas en la lectoescritura y/o con algún curso/s de escolarización). Grandes y pequeñas, decíamos, jajaja… Dos mesas de trabajo que compartían algunas tareas y en las que nos entremezclábamos e intercambiábamos a veces.
La idea de la gran revolución pedagógica se esfumó y el aula se convirtió en la escuela que no habían podido tener. Con hora de lectura, dictado, cálculo de operaciones, resolución de problemas, ciencias naturales y sociales, además de cultura popular, que imparten las alumnas. Y una maestra que corrige y pone MUY BIEN.
Estábamos todas tan motivadas que ni cuando los varones del centro de mayores, mosqueados porque las mujeres tuvieran el arrojo que les falta a ellos para apuntarse a clases, y celosos de que aprendieran más de lo que ellos saben, desplegaron una campaña disuasoria dirigida a sus compañeras, reprochándoles su elevada edad, señalándoles su incapacidad para aprender, su torpeza y otras lindezas, ni cuando nos echaron del centro el primer día, nos minaron la moral, que se elevaba, y el grupo fue fortaleciéndose.
Nos mudamos, entonces, a un aula de la AV, en el edificio justo enfrente, que el presidente de la misma nos ofreció amablemente. Juntas y poco a poco comenzamos a comprender que lo importante no era tanto aprender –que lo es, y mucho–, como reforzarnos en la idea de que sí podemos hacerlo, que somos inteligentes y tenemos capacidad de sobra, y que encontrarnos para leer, escribir, calcular, alegar… nos proporciona seguridad y confianza, que nos sentimos a gusto y nos divertimos.
¡Lo que nosotras pensamos, sentimos, decimos y hacemos tiene valor! Y vale tanto como lo dice, siente o piensa cualquier persona, sea tu marido, el alcalde o el presidente del Gobierno.
Las alumnas, cuando fueron conscientes del aprendizaje y avance, no dejaban de agradecerme, como si yo fuera la artífice del milagro. Decidí centrarme en tres ideas para contrarrestar el mito.
Primera: todas somos protagonistas y sola, sin las otras, ninguna habría podido hacer nada.
La segunda es que cada una de nosotras es única y original, y en Aprender no tiene edad cada persona parte de su experiencia, realidad y nivel de aprendizaje propio, así que sus avances son personales y no se pueden comparar con los de las otras. Fomentar este principio, aparentemente obvio, acabó con cierta competitividad que había aflorado, y nos ayudó a centrarnos en nosotras mismas y dejar de mirar a la otra. Todas originales y únicas, con nuestras particulares capacidades.
La tercera es que por muchas ventanas y puertas que yo les muestre, las únicas que pueden abrirlas son ellas. Cada una abre sus puertas, así que en la fiesta de graduación de primer o segundo año –no recuerdo bien- regalé a cada alumna una llave grande antigua y un cuento que escribí para ellas, sobre la puerta a un mundo desconocido. Creo que sirvió como metáfora para ilustrar esta idea.
Las alumnas, como les gusta que las llame, aprenden mucho y se divierten, se van y regresan; tres o cuatro han abandonado en estos años y se han ido incorporando otras nuevas. Al cuarto o quinto curso se nos sumó un alumno y para ellas fue como si hubiese llegado un hijo. Abandonó el curso pasado por motivos de salud, pero dice que regresará en septiembre. Dejan de acudir fundamentalmente por enfermedad (se eleva la media de edad), o por obligaciones familiares (cuidan a la familia y a los nietos y bisnietos), pero hay un núcleo duro, lo llamo así, que persevera.
A veces viene una persona de visita al aula y nos enseña algo nuevo. A veces salimos nosotras para aprender también con otras personas en otros ambientes, y a mí me gusta pensar que el mundo nos hace más grande el pensamiento.
En el devenir de Aprender no tiene edad son muchas las actividades que hemos hecho, o en las que hemos participado. Celebramos los días que consideramos importantes, y hacemos fiestas para festejar la vida, o sin motivo ninguno. Cada curso organizamos la fiesta de entrega de notas y graduación, a veces con orla y birrete incluidos, y siempre con comida, familias y amigas, con poetas y escritoras con las que leemos nuestros textos… y músicos y bandas que traen sus canciones. Hemos viajado a la isla de La Palma juntas, preparamos merienditas y actos de lectura de poemas y textos; hemos visitado institutos y colegios para compartir con el alumnado, nos hemos encontrado con grupos de educación formal de personas adultas, colaborado con centros educativos, emisoras de radio… nos han hecho entrevistas, hemos dicho romances en el Día del Libro, hemos visitado librerías, exposiciones y ferias del libro…
Pero la batalla más dura ha sido enfrentarnos a la autoridad local, porque puso cadenas y candados a nuestro local y nos dejó en la calle –otra vez desalojadas–. La representante del Ayuntamiento nos llamó ilegales. El señor alcalde pretendía que nos hiciésemos un seguro, que nos diésemos de alta en la Hacienda pública, y tuviésemos un NIF para poder reunirnos a leer. Decidimos luchar. Resistir.
Le dijimos al alcalde que semejante injusticia nos obligaba a la desobediencia civil, y llamamos a las amigas y a los colectivos sociales, que nos apoyaron, lo mismo que algunas vecinas, y convocamos varias concentraciones en el pueblo, llevamos a los políticos a la tele y a los periódicos, y les dijimos que ninguna persona es ilegal y que los espacios públicos están para que la ciudadanía pueda usarlos; que gobernar con miedo no es el camino, y que la normativa municipal para el uso de espacios públicos no sirve para nada y que hay que cambiarla.
Al vernos sin local, el señor cura nos ofreció el salón parroquial y nos mudamos allí en el otoño de 2017, pero continuamos con la lucha por el local en la AV con nuestra pizarra, que es nuestra.
Las mujeres del aula Aprender no tiene edad abanderamos entonces una lucha vieja del pueblo, de 25 años atrás: recuperar el cuarto mortuorio, el tanatorio, que estaba en una de las dependencias de la AV, y ¡lo conseguimos! Después de dos años de tira y afloja logramos que lo arreglaran y remozaran, acondicionándolo, según normativas de rangos superiores, para el velatorio de difuntos. El edificio de la AV y el tanatorio están listos para su uso, ahora mismo –verano de 2019– a falta solo de la cédula de habitabilidad.
Las mujeres de Aprender no tiene edad seguimos en el salón parroquial, pero convencidas de que en 2020 podremos regresar al aula con nuestra pizarra y que nadie va a desear impedírnoslo.
Juntas nos hacemos más fuertes, con más confianza en nosotras mismas; hemos ido ganando seguridad, y todas –excepto dos, por timidez– son capaces de expresarse en público, leer, a pesar de las dificultades, hablar por un micrófono, cantar, recitar un poema o decir romances, así como narrar la propia experiencia vital.
Todas leen y escriben con cierta fluidez, pero lo más importante es que escriben historias. Relatos pequeños, recuerdos, anécdotas. Algunas más lanzadas que otras –extremo no relacionado, curiosamente, con el nivel de lectoescritura–. Escriben microrrelatos a partir de un detonante que provoca la evocación y las motiva a contar. Unas historias preciosas.
En general, podemos afirmar que el grupo no solo ha conseguido superar con creces el objetivo inicial de aprender a leer y escribir, sino que su estima y propio concepto ha aumentado en cada una, y en el colectivo; hemos aprendido lo que es una lucha social, somos compañeras que se escuchan con respeto, se aprecian y apoyan, y, lo que es más importante, nos hemos convertido en amigas.
Que bonita iniciativa y como admiro a las personas que las piensan y las saben llevar a cabo.
Esto es vivir positivamente, dar, recibir, compartir desinteresadamente, esto es desarrollar valores, crear plenitud interior.
Además han resultado ser unas resueltas luchadoras- defensoras de los derechos humanos.
Esto es pasar por la vida dejándola un poquito mejor que la has encontrado.
Gracias chicas de oro. Nunca mejor dicho.