Cultura
[AVANCE EDITORIAL]: ‘Indomable. Cuadernos del fútbol africano’
Panenka publica el primer título de su editorial: el début literario del ex futbolista de Sabadell Alberto Edjogo-Owono.
Extracto del libro Indomable. Cuadernos del fútbol africano (Panenka, 2019), de Alberto Edjogo-Owono, a la venta el 2 de octubre.
En África, el fútbol es mucho más que un simple deporte. Las semanas previas a un partido importante, no se habla de otra cosa. Cómo llegan ambos equipos, cuáles son los precedentes más próximos al duelo. Se destaca cómo tal jugador, hijo de una estirpe de cazadores expertos, tiene la capacidad de reproducir en el césped el instinto depredador que su abuelo exhibía en la sabana con una lanza. O cómo tal centrocampista ha incorporado a su juego la pausa y la destreza de sus antepasados, una saga de ebanistas de mucho prestigio. Este tipo de conversaciones eternizan debates en cualquier rincón del continente.
Los niños que corretean ágiles por los cuadriculados terrenos de arena que se extienden en los límites de Luanda sueñan con escribir historias de gloria del fútbol angoleño como lo hizo Fabrice Akwa, que llevó a las ‘Palancas Negras’ a la Copa del Mundo de 2006 a fuerza de goles. En Abiyán, ciudad costamarfileña que aún se lame las heridas de una cruda guerra civil, se están plantando las semillas para que florezca el nuevo Drogba. A las afueras de Túnez, huyendo del tráfico infernal, los aspirantes ponen todo su empeño en depurar su técnica para parecerse algún día al ilusionista Youssef Msakni. La sangre en las rodillas y el polvo en la camiseta son las medallas que coleccionan los pequeños porteros por detener un penalti entre dos árboles en Lusaka, intentando recrear las grandes paradas del arquero zambiano Kennedy Mweene. El fútbol permite soñar despiertos a millones de niños y niñas en África, y ese es motivo suficiente para abandonar por un rato Occidente y dirigir la mirada a un continente excepcional.
En cualquier país africano, si juega la selección nacional o el club de la región, todo se paraliza. Durante 90 minutos de pasión y disfrute, se olvidan los problemas territoriales, las injusticias del pasado, los abusos coloniales, las luchas internas entre vecinos, los enfrentamientos tribales e, incluso, los tiempos mejores que están por llegar. Solo interesa lo que ocurre en el terreno de juego, ese oasis rectangular de césped seco y alto. El gol se convierte en el refugio de los atormentados. Los futbolistas lo sienten en sus carnes cuando saborean el ambiente que se respira en uno de esos partidos. Y es por eso que ellos, ya identificados como ídolos, hacen grandes esfuerzos por estar ahí, donde sus raíces les reclaman.
Para comprender mejor el presente del continente sobre el que trata este libro es imprescindible trasladarse al centro de Europa un invierno de finales del siglo XIX. En 1884, con el objetivo de ocupar su territorio y poder de esta manera explotar sus materias primas y controlar sus puntos estratégicos, las grandes potencias europeas decidieron repartirse África a su antojo. En la Conferencia de Berlín, unos cuantos dirigentes que vivían en el norte del planeta adquirieron unilateralmente el derecho a decidir sobre un montón de gente que vivía en el sur. Ningún Estado africano estaba representado en aquellas reuniones. La conclusión fue bien clara: cualquier nación occidental que tuviera presencia efectiva en un territorio africano, podía acceder a la soberanía de dicha superficie. Y así fue como se dibujaron unas nuevas fronteras, trazadas con escuadra y cartabón, que cortaron por la mitad pueblos, etnias y familias sin pedir su consentimiento.
Toda la costa mediterránea de África se la repartieron el Reino Unido y Francia. En la parte más oriental, alemanes y británicos se hicieron con el litoral de arriba abajo, aunque ofrecieron algunas parcelas a los italianos. En la parte occidental, bañada por el Atlántico, belgas y, cómo no, franceses y británicos llegaron a controlar la mayoría de puertas de entrada desde el continente americano, dejando algo para portugueses y españoles. España, precisamente, reafirmó su soberanía sobre Guinea Ecuatorial, denominada así por su ubicación en el golfo de Guinea y a la altura del ecuador. En el interior de esa nación que hoy es una pequeña república, en el poblado de Niefang, para ser más exactos, nació mi padre. Y gracias a esa ascendencia, tuve la posibilidad de jugar con la selección de mi país de origen. Un manantial inagotable de vivencias que han forjado parte de mi carácter y de mis ideales.
En uno de los viajes que hice con la selección de Guinea Ecuatorial, en 2005, inmersos en la Copa CEMAC de Gabón (torneo que disputan los seis países que comparten mercado común en África Central: Guinea Ecuatorial, Camerún, Chad, República Centroafricana, República Democrática del Congo y Gabón), tuve la oportunidad de entender parte de la idiosincrasia del pueblo africano. Para viajar a aquel torneo tuve que pedir permiso al Sabadell, mi club por aquel entonces, puesto que iba a ausentarme durante una semana de la competición, pero no me pusieron ningún problema. El torneo CEMAC se divide en dos grupos de tres equipos formados por futbolistas que juegan en sus ligas locales y tres futbolistas sub-23 que pueden proceder de una liga extranjera. La duración del campeonato no debe demorarse más de siete días, que se quedan en cuatro si tu conjunto no accede a la final.
Nada más llegar a Libreville, una noticia nos sacudió: el presidente de la República de Togo, Gnassingbé Eyadéma, acababa de morir por un paro cardíaco. Se decretaron cuatro días de luto en toda África Occidental, algo que retrasó el inicio del certamen. Cuatro días vacíos sin nada que hacer en la capital gabonesa. Como no había instalaciones abiertas para poder entrenar, tuvimos que buscar espacios al aire libre para ejercitarnos. Una mañana, cogimos un saco de balones y unos cuantos conos para preparar una sesión. Encontramos un palacio cuya extensión sobrepasaba los límites de la vista, una mansión extraordinaria que recorría un largo territorio hasta perderse en el horizonte. Una pradera de césped verde y frondoso con animales paseando libremente, coronada con una gran casa de belleza exuberante. Aprovechamos una de las esquinas de césped a las puertas de aquella gran finca para trotar un poco, hacer unos ejercicios de cambio de ritmo y retomar el contacto con el cuero de manera suave.
A media sesión, sin embargo, entre circuitos de activación y algunas series de pases básicos, unos hombres uniformados, armados y visiblemente enojados salieron vociferando para echarnos de aquel lugar de malas maneras. Lógicamente, obedecimos sin rechistar. Una vez pasado el sobresalto inicial, y después de preguntar por lo ocurrido, me confirmaron que era la casa del entonces jefe de Estado de Gabón, Omar Bongo. «Ningún líder africano puede permitir que su casa no esté a la altura de la de sus países vecinos. Es una forma de mostrar orgullo por el propio país. Demostrar que no somos inferiores a nadie«, me dijeron.
Entonces lo vi claro. Después de siglos de no poder decidir sobre el rumbo de su propio destino a causa de la colonización, los Estados africanos, una vez ya autónomos, buscan constantemente motivos para reivindicarse. Muchas generaciones han vivido bajo el poder del hombre occidental que, con el pretexto de la evangelización, sometió al autóctono en su propia casa y lo rebajó al papel de criado. El irrefrenable movimiento de liberación de finales de la década de 1950, no obstante, desencadenó una cascada de declaraciones de independencia por todo el continente. Esos anhelos de libertad encontraron en el fútbol un gran escenario en el que poder dar rienda suelta, por fin, a ese espíritu indomable.