Sociedad

El niño vendedor

"“Y nosotros, ¿cuándo vamos a ir de vacaciones?”. “Cuando tengáis estudios”, le contestó muy serio. A ella se le cogió un pellizco ahí, que a esa edad no sabes muy bien si ‘ahí’ es en la barriga, en el pecho o en la garganta. Debe de ser porque ese ‘ahí’ es muy pequeño aún y lo abarca casi todo".

–¿Le puedo ayudar en algo?

La mujer bajó la mirada siguiendo el sonido de la voz. Ahí estaba él, a la altura de su ombligo, mirándole muy serio. 

-¿Qué necesita?– añadió.

Sintió que a la vez que se le relajaba el entrecejo, por los extremos de los ojos se le escapaba una sonrisa, la que intentó contener en sus labios. 

–Sí, una cadena– contestó ella, mientras volvía a recriminarse andar queriendo siempre sacarle horas a los minutos, y así, normal, andar dejándose atrás la vida, la cabeza y, en esta ocasión, la cadena de la bici y la toalla de la playa. Había salido de casa pedaleando como un rayo tras la última llamada de trabajo, en busca de uno de los últimos baños del verano en el mar, a ver si le despejaba tanta bruma de tantas cosas. Pero viendo cómo al que se le tensionaba ahora el entrecejo era a aquel niño de unos once años, dubitativo ante su escueta petición, se alegró de haberse tirado a la calle a su más puro estilo.

–Una cadena para amarrar la bici– aclaró la mujer, en esa edad en la que se empiezan a encontrar respuestas mirando al pasado. 

–¡Ah! Pensaba que era para… Sígame, sígame, están aquí. 

Ella le seguía, con la mirada fija en su coronilla, viéndose a sí misma muchos años atrás. 

–Perdone, es que han cambiado la mercancía de lugar y ahora… Aquí, aquí. Ahora mismo los dos modelos que nos quedan son estos. Le recomiendo el del bloqueo por numeración, es más seguro que el de la llave; ya sabe, cualquiera que sepa, mete un alambrito en la cerradura y…

Tenía ante sí al vivo entusiasmo, ese que ella había experimentado durante los años en los que pasaba las tardes con su padre en la tienda de recambios de automóvil. La madre bastante tenía con cuidar a sus dos hermanas pequeñas, así que después de comer y hacer los deberes, la niña bajaba las escaleras del edificio, cruzaba la calle y pasaba las tardes entre baterías, bujías y filtros de aceite. Un mundo que se le presentaba inmenso, de pasillos interminables llenos de mercancías que ordenar, inventariar y despachar con amabilidad: su escapada a la vida adulta. En clase, de lo tímida que era, se habría cortado la lengua, si no fuese una decisión irreversible, para no tener que hablar nunca jamás, lo que a esa edad es más o menos hasta la mayoría de edad. Pero aquí, entre mecánicos y compradores de escobillas para el limpiaparabrisas, se desenvolvía como pescadilla entre rocas: es la inmensa ventaja de que nadie te tome en serio. Su redonda cabeza apenas sobresalía del mostrador lo suficiente para buscar entre los catálogos los precios, coger la calculadora para sumar el margen de beneficio y hacer el oportuno descuento a los clientes habituales. Las matemáticas eran lo suyo, se decía. Todo ello bajo la orgullosa mirada de su padre. Hay pocas miradas tan apaciguantes como esa. 

–¿Me puede decir los precios de los dos modelos?– le preguntó la mujer muy seria, conteniendo las ganas de decirle “Yo fui tú y sé lo pleno que te sientes”. 

–Ahora se lo dice mi compañero  – dijo “mi compañero”, no “mi padre”,  o “mi tío”, como si quisiese desafiar su capacidad para contener las ganas de abrazarle. Si no lo hizo fue porque sabía que rompería la magia, además de, probablemente, asustar al crío. 

Le siguió hasta el mostrador, donde el niño depositó cuidadosamente la cadena. 

–Yo no puedo mirarlo porque no controlo aún el programa– explicó con su voz preadolescente, subido a una caja para ver mejor la pantalla. El dependiente le miró orgulloso. “Tiene que ser su padre, o su tío, o alguien que le quiere mucho”, piensa la ahora muchacha, rejuvenecida por el flash back. “Todos los niños deberían tener a un adulto que les mirase así y que les diesen esa parcela de autonomía en la que realizarse”, se dice.

A ella, la mesa de su padre le parecía el sitio más fascinante del mundo. Debía de serlo porque cuando no estaba atendiendo a los clientes –de ahí que ahora tenga los tobillos amoratados de tantas horas detrás del mostrador–, se sumergía allí con sus gafas y un cigarrillo a modo de escafandra y tubo de buzo para darle al teclado de su calculadora como si escribiese la más misteriosa de las novelas. Su padre siempre confío en ella. De ahí que cada jueves, los dos se pusieran, mano a mano, a sumar albaranes para hacer las facturas. Había que repetir la operación dos veces como mínimo, para asegurarse de que el resultado era correcto. Cada uno con su taquito. El viernes, en un Seat Panda verde agua, tocaba repartirlas por los talleres.  

–El de la numeración son 15 euros, y el de la llave, 10– le dice el dependiente (adulto). El niño la mira atento, ella no quiere decepcionarle, pero su vieja bici no merece una cadena nivel Securitas Direct de 15 euros. 

-Me llevaré la de 10– titubea la ciclista despistada, ahora decepcionada consigo misma–. Pero a sabiendas de que es menos segura– añade, ahora sí, con una sonrisa. Él se la devuelve aunque sin ocultar su desilusión.  

A ella, en cambio, los clientes de su padre sí la cuidaban. Lo sabía porque cuando él dejó de trabajar también los domingos, y ella era ya ‘mayor’, a menudo aparecían en casa para que les abriese la tienda y les sacase del apuro en el que les había metido esa batería o latiguillo. Y ellos le hablaban a la niña por su nombre. Ella también sabía quiénes eran, aunque no viniesen con el mono de trabajo. En las manos sí que tenían restos de grasa y a ella las bromas le seguían pareciendo igual de pesadas.

Ahora, esta mujer viaja por países donde trabajar no es un juego para los niños, sino una obligación. Y sus padres, lejos de mirarles con el orgullo con el que le observaba el suyo, lo hacen con vergüenza y culpabilidad por que estén allí para poder comer en lugar de en la escuela. 

Pero no estamos en Nicaragua, Guatemala o Senegal, sino en España en agosto. Y aún hay padres y madres que saben que nada nos hace más felices cuando somos niños que pasar tiempo con ellos, viéndoles desenvolverse en su hábitat natural, haciéndonos partícipe de su realidad, dejándonos jugar a ser sus compañeros y diciéndonos con sus miradas que todo esto que hacen es por nosotros, no por ellos.

Un día, supone que por decir algo –porque tampoco es fácil mantener conversaciones con los padres cuando tienes siete u ocho años–, y porque había pasado una familia de turistas madrileños por la tienda y para ellos, los madrileños era una etnia aparte, le preguntó a su padre: “Y nosotros, ¿cuándo vamos a ir de vacaciones?”. “Cuando tengáis estudios”, le contestó muy serio. A ella se le cogió un pellizco ahí, que a esa edad no sabes muy bien si ‘ahí’ es en la barriga, en el pecho o en la garganta. Debe de ser porque ese ‘ahí’ es muy pequeño aún y lo abarca casi todo. Pero ella sabía que ‘estudios’ era una cosa muy grande que significaba universidad y que en su familia ese espacio, más metafísico que real, no se había rozado aún. 

No supo decirle, ni entonces ni ahora, que su universidad eran ya esas estanterías repletas de piezas que encajar en su cabeza, esa calculadora en la que aprendería que las matemáticas y las humanidades eran primas hermanas que le permitirían entender y explicar cómo funcionaba el mundo, y que sus manos engrasadas, sus pantalones con agujeros por el ácido de las baterías y su manera de llamar a cada cliente por su nombre serían su forma de ejercer el periodismo. 

-Muchas gracias– le dijo el pequeño dándole la bolsa.

-Gracias a ti– le contestó ella. Y casi se le escapa un ‘papá’. 

Si te gusta este artículo, apóyanos con una donación.

¿Sabes lo que cuesta este artículo?

Publicar esta pieza ha requerido la participación de varias personas. Un artículo es siempre un trabajo de equipo en el que participan periodistas, responsables de edición de texto e imágenes, programación, redes sociales… Según la complejidad del tema, sobre todo si es un reportaje de investigación, el coste será más o menos elevado. La principal fuente de financiación de lamarea.com son las suscripciones. Si crees en el periodismo independiente, colabora.

Comentarios
  1. De 7,1 millones de niños refugiados en edad escolar, 3,7 millones no van a la escuela, revela un informe publicado este viernes por la Agencia de la ONU para los Refugiados, que además muestra que a medida crecen, los menores se encuentran con más obstáculos para acceder a la educación.

    El estudio precisa que sólo el 63% de los niños refugiados asiste a la escuela primaria, una cifra muy por debajo del promedio global de 91%. En cuanto a los adolescentes que reciben educación secundaria, el índice mundial es de 84% y el de refugiados alcanza apenas un 24%.

    El titular de ACNUR, Filippo Grandi, afirmó que la escuela es precisamente donde los refugiados tienen una segunda oportunidad. “Les estamos fallando al no darles la oportunidad de obtener los conocimientos y habilidades que necesitan para un mejor futuro”, dijo.El informe explica que la diferencia entre la cantidad de estudiantes de primaria y secundaria es resultado de la falta de fondos para la educación de los refugiados. Por esta razón, ACNUR llama a los gobiernos, el sector privado, las organizaciones educativas y los donantes a respaldar una nueva iniciativa que busca impulsar la educación secundaria para los refugiados.

    “Necesitamos invertir en la educación de los refugiados o pagar el precio de una generación de niños condenados a crecer sin ser capaces de vivir de manera independiente, de encontrar trabajo y de contribuir a sus comunidades”, señaló el Alto Comisionado.

  2. Aprovecho este artículo que rezuma ternura y sensibilidad para pedir una firma por la erradicación de las fiestas crueles con toros que encaja plenamente tanto el artículo como con la linéa de La Marea.
    «En muchos pueblos de España, las fiestas se celebran en forma de maltrato y tortura. Se divierten haciendo sufrir a otros: animales atados, perseguidos y aterrados por el fuego en sus cuernos. ¿Sabías que más de 2.500 toros son embolados cada año?
    Los toros sufren lesiones, caídas, brutales embestidas contra muros, estrés y, en muchos casos, la muerte. Los animales que no terminan en el matadero después de estos festejos, seguirán siendo usados hasta el agotamiento.
    Creemos que no hay nada que justifique la tortura y exigimos que cualquier espectáculo en el que sufra un animal sea prohibido. Para ellos, lanzamos la campaña más ambiciosa hasta la fecha para ponerles fin de una vez por todas. Los animales tienen derechos que no pueden ser pisoteados por mera tradición.
    Únete ahora, ayúdanos con tu firma, difunde….
    https://www.fiestascrueles.org/?utm_source=Mailing_ES_fiestas_crueles&utm_medium=Mailing_ES_fiestas_crueles&utm_campaign=mailing_ES_fiestas_crueles

  3. Una auténtica exquisitez la forma en la q expresas sentimientos y vivencias. Emotivo y real, una dualidad difícil de conseguir en tan poco espacio literario.
    Sergio lopez Estepona

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.