Opinión
Por qué hace falta un muerto en el Open Arms
"Las pocas personas que no arrastrasen un síndrome postraumático antes de subirse a la patera lo están desarrollando ahora mismo en esa celda a cielo abierto en la que las políticas de la Unión Europea e Italia han convertido al Open Arms", escribe la autora.
Controlar la gestión del tiempo mediante la inacción es a veces el crimen de lesa humanidad más letal. Por eso, el primer castigo de los maltratadores suele ser el silencio, después viene la primera hostia. Solo los que están en una posición de poder pueden controlar los tiempos para convertirlos en una bomba de relojería.
Hoy, Óscar Camps, director de la ONG Proactiva Open Arms, tras describir en un vídeo la desesperada situación que se vive en la embarcación, preguntaba en referencia al bloqueo de la situación: “¿Qué más hace falta? ¿Muertos?”. De esta manera, el socorrista ha verbalizado lo que desde hace días tememos en silencio: que Salvini esté buscando que la degradación física y mental provocada por esta nueva forma de sitio que ha dictado contra el barco de rescate –a través del hacinamiento, el agotamiento y la desesperanza– siga mellando la moral de las 107 personas que llevan 18 días esperando tocar tierra, hasta que ocurra una desgracia que dé alas a sus teorías fascistas: que son violentas, que son peligrosas, que son una amenaza, que son seres indeseables que están mejor muertos y muertas que en nuestras calles.
Escribía Soledad Gallego Díaz en una indeleble columna de 2006: “Dicen que el dolor es real sólo cuando consigues que otro crea en él. Si no lo logras, tu dolor es locura. Es necesario creer en el dolor de los palestinos, acosados, atacados, asesinados, para que no caigan en la locura: hay que reconocer su dolor real, dar testimonio público de su sufrimiento, de su soledad y de su amargura, para evitar que caigan en la enajenación y en el suicidio”. Los náufragos que sobreviven física y mentalmente, a duras penas gracias a la tripulación del Open Arms, son esos palestinos a punto de caer en la enajenación y el suicidio. Por eso, no podemos permitir que, como advertía José Saramago en Ensayo sobre la ceguera, quede “oculto el crimen, reservados para otra ocasión los remordimientos”.
Las pocas personas que no arrastrasen un síndrome postraumático antes de subirse a la patera –resultado de las violencias que les empujan a abandonar sus países, que se estrellan contra sus cuerpos a lo largo del éxodo, que se ensañan con sus vidas en la devastada Libia– lo están desarrollando ahora mismo en esa celda a cielo abierto en la que las políticas de la Unión Europea e Italia han convertido al Open Arms, que paradójicamente nació con la vocación de rescatar nuestras conciencias europeas naufragadas. Mantenerlas encarceladas en esas condiciones y con la orilla al alcance de la vista es una nueva y refinada forma de tortura diseñada por Salvini y sus secuaces, dirigida a quebrar su cordura y consciencia de ser humanos, como describió Primo Levy su encierro en un campo de concentración nazi en Si esto es un hombre.
No hace falta bombardear para matar cuando puedes empujar a que la gente desee suicidarse, como está haciendo el ministro italiano. No hace falta gastar saliva escupiendo insultos racistas contra los migrantes si los obligas, primero, a jugarse la vida para salvarla, y después, cuando son rescatados, a desear haberla perdido. No hace falta vender tu discurso de que son el enemigo si los hacinas, aislas y quiebras hasta que caigan en esa locura que nos convierte a todos en enemigos de nosotros mismos y de los otros.
Salvini está esperando que haya un muerto para que creamos que, si desembarcan, el siguiente muerto podemos ser nosotras. Con su incapacidad de intervención, la Unión Europea está demostrando que la que está muerta es ella. Con nuestra hastiada resignación, estamos cavando a paladas y cansinamente nuestra propia fosa: la de pensar que los que enloquecen son los que huyen persiguiendo vivir, en lugar de nosotros, de nosotras, que hemos decidido dejarnos morir paralizados –y aplastados– por la impotencia y la resignación. Somos nosotros los que estamos hundiéndonos en la enajenación para no ver que lo que hacen y hacemos con los otros es la antesala de lo que –tenemos que ser valientes y asumirlo– pueden y podemos hacer contra nosotras mismas, contra nosotros mismos. Y admitir que, como en Ensayo sobre la ceguera, somos “ciegos que, viendo, no ven”. Y eso que el Open Arms es solo la parte más visible de la punta del iceberg.
Es el capitalismo, estúpido!
Es la dictadura del capital, la más letal y peligrosa, por global y sutil, que nos ha convertido en seres alienados, temerosos, en muertos vivientes.