Cultura
Y la ópera se hizo cine. De ‘Marnie’ a ‘El Resplandor’, la lírica del siglo XXI
"Durante todo el siglo XX la ópera ha sido ese esparcimiento burgués. [...] Hoy la ópera es más de todos, algo más de todos, diremos", explica el autor.
Artículo publicado en #LaMarea69: ‘Se necesitan periodistas’ (marzo de 2019). A la venta aquí
Durante todo el siglo XX la ópera ha sido ese esparcimiento burgués que algunos compositores, como aquel joven Pierre Boulez, quisieron volar por los aires y otros, tentados por ella, abordaron desde postulados altamente intelectualizados y militantes. Recordemos a Luigi Nono y sus tragedias de la escucha en forma de soberbios frescos sonoros de ideología marxista (oígase Al gran sole carico d’amore). Se trataba, si no de hacer tabula rasa, sí de replantear un género lastrado por la icónica imaginería sociológica que, todavía en nuestro tiempo, sigue caracterizándolo. Hoy la ópera es más de todos, algo más de todos, diremos. Y lo es en buena medida gracias a la entrada en las programaciones de los títulos más pretéritos en conjunción con los que se escriben en la actualidad. Incluso un vetusto y respetabilísimo vanguardista como György Kurtág ha sucumbido a ella, estrenando en Milán el pasado año Fin de partie, a partir de Final de partida, de Samuel Beckett. Lo hizo con 92 años. Un compositor ligado a átonos y líricos aforismos atado en el final de su vida a un feliz legado de casi dos horas de duración; una ópera.
Sin embargo, antes que continuar hundiendo sus raíces en fuentes eruditas, la ópera (al menos, una buena parte de ella) en el siglo XXI ha decidido romper su docto cascarón y acudir a veneros puramente cinematográficos. La relación entre el género y el séptimo arte viene de lejos, pero ni ha sido un idilio perenne ni tampoco un affair tormentoso. Se han mirado de reojo, y de vez en cuando se han producido felices encuentros. Podemos pensar en esa suerte de subgénero ensayístico musical que es la ópera filmada con obras como Los cuentos de Hoffmann, de Powell y Pressburger, el Parsifal de Hans-Jürgen Syberber o el Moisés y Aarón de Straub y Huillet a partir de la ópera de Schönberg.
También han sido (son y serán) muchos los directores de cine tentados por imprimir su sello estético sobre un escenario. Michael Haneke hizo un Mozart en blanco y negro en su Così fan tutte en el Teatro Real de Madrid en 2013, Woody Allen optó por el Puccini de Gianni Schicchi para su reciente primer escarceo lírico y la Ópera de París lleva años esforzada en seducir a Pedro Almodóvar. Abbas Kiarostami y David Cronenberg son otros cineastas que también sucumbieron al género que fundara (aceptemos el convencionalismo), Claudio Monteverdi.
Pese a todo, decíamos, los teatros de ópera, conscientes de que la renovación del público es una urgencia inapelable, parecen decididos a profundizar en ese maridaje con la imagen. Y, más allá del oropel que puede suponer para la alfombra roja de una noche de estreno el contar con la visión escénica y la presencia de un director o directora de cine, ahora de lo que se trata es de contar películas con una orquesta en el foso. El descafeinamiento de la ópera no es más que otro efecto secundario de la posmodernidad, acaso pensando quizá en que la generación millenial, así y solo así, podría verse estimulada por sentarse en una butaca durante más de dos horas. Felizmente, en este nuevo retruécano de los gestores operísticos por popularizar el dramma in musica, hay cosas que se están haciendo bien. No sabemos qué resultados arrojará la cita más inmediata, la que propone este mes de marzo el Teatro de la Monnaie de Bruselas, en la que el compositor norteamericano Mark Grey, conjuntamente con el director de escena Àlex Ollé (La Fura dels Baus), presentará su perspectiva del clásico de Mary Shelley, Frankenstein, conectando la producción con toda la mitología audiovisual que el personaje trae a sus espaldas.
Para muchos de nosotros y nosotras, y para quienes nos antecedieron en el árbol genealógico, Marnie es la película que Alfred Hitchcock rodó en 1964 o, en todo caso, la novela de Winston Graham sobre una joven inglesa que dedica su vida al robo y al engaño adoptando múltiples personalidades. Desde el pasado año, Marnie es también una ópera de Nico Muhly, un compositor de hechuras pop al que le encargó la excursión lírica nada menos que la Metropolitan Opera de Nueva York, y que ya se ha visto también en la English National Opera de Londres. Por cierto, en 2011, su hermana mayor inglesa, la Royal Opera House, había estrenado Anna Nicole, de Mark-Anthony Turnage, biopic de la malograda estrella pornográfica Anna Nicole Smith. Es otra historia, sí, pero no deja de ser una pista en este mapa catódico-lírico.
El cine de horror, con un material siempre tan inflamable para extraer de él todo tipo de connotaciones reflexivas, no ha sido ajeno a esta cada vez más asentada asociación. En 2008, la Ópera de Los Ángeles y el Théâtre du Châtelet de París daban a conocer La mosca, sobre el mismo guion del filme homónimo de David Cronenberg y con música del mismo autor de la banda sonora de la película, Howard (El señor de los anillos) Shore. Y, más modestamente, Paul Moravec pergeñó en 2014 la ópera El Resplandor, a partir de la novela de Stephen King y la película de Stanley Kubrick, estrenando su versión musical en la Ópera de Minnesota. Cambiando de registro, solo un año antes, el madrileño Real había dado alas a Brokeback Mountain, siguiendo a pie juntillas el relato de la oscarizada cinta de Ang Lee, con música de Charles Wuorinen, por cierto una de las adaptaciones que juzgamos más felices por cuanto la ópera ahondaba en el carácter oscuro y denso de un filme que no desdeñaba evidentes convencionalismos.