Internacional

La cuna del Islam en Sudáfrica, contra la gentrificación

Tras meses de lucha vecinal, el histórico barrio de casas de colores de Bo-Kaap, en Ciudad del Cabo, ha recibido protección patrimonial para blindarlo ante el fenómeno que ha expulsado a decenas de residentes del primer enclave musulmán del país.

Panorámica de Bo-Kaap. CC BERNARD DUPONT

Artículo publicado en #LaMarea70: ‘La memoria de Europa’ (marzo de 2019). A la venta aquí

Hasta llegar a casa de Fowzia Achmat hay que subir un par de calles empedradas en las que la pendiente roba la respiración. Pero vale la pena hacerlo. Desde lo alto de la colina se puede contemplar todo el barrio, que es como ver toda Ciudad del Cabo, con sus torres acristaladas que vigilan el puerto y las viviendas unifamiliares suspendidas sobre la ladera. Entre el paisaje, entre las casas de colores un millón de veces fotografiadas y el verde majestuoso del parque nacional Table Mountain, se distinguen las formas redondeadas de varias mezquitas. A Fowzia le gusta contarlas. A simple vista hay al menos tres. “Eso indica que aquello era antes tierra de musulmanes”.

“Mi tataratatarabuelo llegó aquí desde la India y se casó con una esclava liberada. Ellos donaron parte de su tierra para construir la primera mezquita que se levantó en Sudáfrica”, relata con el orgullo de quien no ha dejado nunca de saber quién es: de la cocina de su casa, paredes marrón por fuera y madera por dentro, nace una brisa especiada que se mezcla con el olor a pan recién horneado. Del piso de abajo, como invadido por el sabor de la infancia, aparece un joven iraquí que viste la camiseta de la selección española. Para muchos estudiantes musulmanes, la vivienda de Fowzia es su residencia universitaria en Ciudad del Cabo. El único lugar en el que están en casa.

Bo-Kaap fue el primer enclave en el que se instalaron los esclavos musulmanes -bengalíes, indonesios y malgaches- al llegar a Sudáfrica a finales del siglo XVI. “Fundaron una comunidad única en la que convivían en armonía cristianos, musulmanes y pueblos indígenas: ¡eran habituales los matrimonios mixtos! Es más –continúa Fowzia–, aquí los niños musulmanes iban a estudiar a la escuela anglicana de Sant Paul”. En su casa hay un crucifijo y un libro de catecismo.

Fowzia, una de las líderes de la comunidad vecinal de Bo Kaap, PABLO L. OROSA

El barrio escapó a la segregación residencial impuesta por el régimen del apartheid: a diferencia de otras comunidades ‘no-blancas’ que fueron expulsadas al extrarradio de la ciudad, Bo-Kaap se convirtió en un gueto al que fueron enviados la mayoría de quienes encajaban en la etiqueta Cape MalayCape Muslim. Fowzia fue una de las 60.000 personas que fueron expulsadas en aquellos años del Distrito Seis, en pleno centro de Ciudad del Cabo. Como su familia profesaba el Islam, les adjudicaron Bo-Kaap. “Por aquel entonces el barrio llegaba mucho más allá. Hasta casi el Waterfront”. Basta con buscar las cúpulas de las mezquitas para dibujar las fronteras del barrio.

A un lado y al otro, los turistas funcionan como denominador común: sacan fotos del Green Point y más fotos aún de Bo-Kaap. De sus casas de colores. De su gastronomía de sabores picantes. De sus coches destartalados y sus puestos de artesanía. Su ubicación privilegiada, a un paseo del centro, de los barrios cool de Woodstock y Salt River, y de la propia fachada marítima de la ciudad, lo han convertido en el gran objeto de deseo para los inversores inmobiliarios. “Todo empezó hace 20 veinte años, comenzaron a comprar algunas casas, pero era algo casi intangible y la gente no se preocupó demasiado. La nueva oleada comenzó hace algo más de 8 años”, ”, señala Fowzia. Llegó el capital extranjero y levantaron hoteles, edificios de apartamentos, gin barscoffee shops. Hoy Bo-Kaap es una de las zonas más demandadas en Airbnb. A la mezquita de Nurul, construida en 1834, le han adosado un moderno despacho de arquitectura y el menú del día de la cafetería más próxima es un sándwich con café ecológico.

“Nosotros no nos oponemos al cambio, el cambio es algo natural y tiene cosas positivas, nos oponemos a cómo se hace ese cambio”, sentencia la mujer que ha conseguido levantar la conciencia de un barrio.

‘Redlining’ y el ‘apartheid’ económico

Su gran atractivo, una geografía majestuosa, con las montañas descendiendo abruptamente sobre el Atlántico, es al mismo tiempo el mayor inconveniente de Ciudad del Cabo, la segunda urbe más importante de Sudáfrica. Con 3,7 millones de habitantes y miles de turistas más, el suelo es la mayor commodity de la ciudad. Un terreno en pleno centro, con un patrimonio histórico único y cuyos dueños cuentan con un poder adquisitivo limitado es el sueño para cualquier gran inversor.

En 25 años de democracia dirigida ininterrumpidamente por el Congreso Nacional Africano (ANC) de Mandela, el país ha logrado importantes avances, pero también grandes derrotas. Ninguna como no haberse atrevido con la reforma de acceso a la tierra: aunque apenas supone el 10% de la población, la minoría blanca posee todavía el 72% de la tierra en Sudáfrica.

“No haber abordado este problema es un fracaso de las sucesivas administraciones del ANC, que tenía el poder para poner en marcha una reforma agraria, pero prefirieron mirar para otro lado”, lamenta el investigador del Wilson Center y exresponsable de la Brenthurst Foundation, Terence McNamee. “De hecho, el presupuesto para esta reforma ha sido reducido progresivamente en estos 25 años”, añade el comentarista político y exlíder local del opositor Democratic Alliance (DA), Clive Hatch. La entrada en el escenario político del Economic Freedom Fighters (EFF) ha obligado al ANC a posicionarse e incluir en su programa para las recientes elecciones la expropiación de tierras sin compensación.

Al igual que Estados Unidos tras la Gran Depresión con la creación del conocido como redlining, un modelo de desarrollo urbano que favorecía mediante créditos subvencionados y una legislación excluyente que la clases medias blancas se mudaran a barrios nuevos y homogéneos socialmente, la Sudáfrica post apartheid se sirvió de la propia fórmula de exclusión geográfica diseñada por el régimen segregacionista para reformular sus ciudades: a medida que la minoría pudiente –empresarios blancos o afrodescendientes enriquecidos a la sombra de la corrupción del ANC– se mudaba a las nuevas urbanizaciones levantadas junto a la playa, la montaña o el centro urbano, la población negra recogía su espacio en la ciudad. Y su sitio en las barriadas era ocupado por migrantes llegados de Zimbabwe, Mozambique o Namibia.

Es lo que ha pasado en Maboneng, el barrio más visitado de Johannesburgo, o en las localidades de pescadores que rodean el cabo de Buena Esperanza, hoy reconvertidas en lujosos paraísos para los amantes del surf. Es lo que en Bo-Kaap llaman el apartheid económico: gente que no puede pagar el coste de la vida en su propio barrio. Algo muy similar a lo que el resto del mundo conoce como gentrificación.

“Las leyes fueron retiradas, pero las raíces del apartheid siguen estando ahí. No ha habido integración: si naces pobre vas a seguir siendo pobre”, subraya Fowzia. La propia geografía de la ciudad, la física pero también el habitus diseñado por el régimen segregacionista en forma de infraestructuras –o falta de ellas–, imposibilitan la reconciliación: Ciudad del Cabo es, un cuarto de siglo después de la llegada de Mandela, una de las ciudades con el índice de segregación residencial más elevado del continente: 0,67 sobre 1. Las vías del tren o las autopistas separan barrios y familias, crean zonas de blancoszonas de negros, con cifras de paro radicalmente opuestas: mientras en Pinelands los jubilados se reúnen para jugar al tenis, en Khayelitsha más de 12.000 hogares carecen de baño.

Incapaces de competir con el capital especulador que llegaba a Bo-Kaap comprando viviendas familiares por hasta seis millones de rands (casi 375.000 euros) –los herederos vendían y se tenían que que ir a vivir con otros familiares, hasta 15-20 personas en un apartamento de dos habitaciones, porque no podían pagar la renta que les imponían los nuevos propietarios–, los vecinos y vecinas optaron por tomar las calles viernes tras viernes, por explicarles a otras vecinas y vecinos que aquello era una usurpación, que había que enfrentarse al Gobierno como en los viejos tiempos, cuando los por entonces ilegales dirigentes de la ANC se escondían en el barrio.

Lo lograron

El pasado mes de abril, Bo-Kaap fue calificado como patrimonio monumental nacional: «De ahora en adelante, las solicitudes de desarrollos urbanísticos dentro de Bo-Kaap serán evaluadas de manera más crítica con un enfoque adicional en el impacto que estas propuestas tengan sobre el valor patrimonial del edificio y el área”, anunció la responsable provincial de patrimonio Marian Nieuwoudt.

“Es un paso en la dirección correcta, pero todavía queda por abordar lo esencial”, alerta Fowzia en conversación telefónica. Hay hasta 15 proyectos urbanísticos pendientes de resolución y un barrio que no es lo que un día fue. Al caer el sol siguen sacando las sillas a la calle para charlar, siguen juntándose las familias para celebrar las festividades con recetas tradicionales y los muertos son acompañados con los ritos coloristas, como siempre lo fueron.

Pero hay algo que no es como tiene que ser. “Antes nos conocíamos todos, todo el mundo sabía de quién era hijo cada niño”. Ahora, como en cualquier barrio de cualquier gran ciudad, no. Los inversores compran y los turistas vienen, pero ninguno de ellos se integra. “Antes todas las tiendas de comestibles eran de familias indias. Cuando se comenzaron a marchar pasaron a manos de somalíes y bengalíes y después los inversores occidentales las reconvirtieron en cafés modernos. La población local no puede acceder a pagar los alquileres para poner en marcha negocios y puestos de venta tradicionales. (…) Quieren convertir el barrio en un lugar para gente de clase alta, para ricos, y no les importa destrozar un barrio que es único en el mundo”, resume la activista, de 68 años.

Apenas ultramarinos como Raage, gestionado por unos somalíes que ya son parte del barrio –“tienen otra forma de aproximarse”, subraya Fowzia–, conservan la esencia de lo que siempre fueron las tiendas del barrio. Un sitio donde se conoce a la clientela por el nombre. Donde se fía. Donde ir a comprar los ingredientes de siempre para las recetas de siempre.

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