Análisis

La culpa y la deuda: inercias teopolíticas en tiempos revueltos

"¿Qué hacemos hoy cuando nos preguntamos de quién es la culpa de la fallida investidura? ¿Hay daño?, ¿Quién lo recibe? ¿Es culpa de unos, de otros o de todos?". La filósofa se sumerge en el concepto de la culpa para analizar las fallida investidura del presidente en funciones Pedro Sánchez.

Clientes de un bar de Ronda (Málaga) siguen el debate de investidura por la televisión el 25 de julio (REUTERS/Jon Nazca)

Echar la culpa. Tener la culpa. Cargar las culpas, sentirla e incluso pagarla. La culpa es suya o mea culpa. Empleamos tan a menudo la palabra “culpa” como tan a menudo olvidamos su origen. Puede que nosotros seamos ateos, pero nuestra lengua, sus semánticas y sus estructuras no: “culpa”, del latín arcaico “colpa”, no pertenece de pleno a la terminología del Derecho, donde ciertamente toma pie, o a la de la ética, sino a la de la religión que, a causa de préstamos y confluencias que fusionan a Roma con un cristianismo, el del siglo I, que de forma emergente se abre paso en diálogo con el estoicismo, le proporciona a nuestro actual concepto su base. Y así decimos, por ejemplo, que nos sentimos “culpables” y, como tales, nos sentimos deudores: debemos algo a alguien, a Dios, a la comunidad, a la familia, porque no hemos actuado como corresponde.

San Mateo 6, 9-13: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Así lo recuerda Nietzsche en La genealogía de la moral. Hablamos judeocristiano sin saberlo e, indirectamente, pensamos y construimos nuestros mapas mentales y articulamos nuestros modos con varias cruces por el camino. Dios mío, no puede ser. Pero es. No es culpa suya, lector/a, o culpa nuestra: si el lenguaje articula nuestro modo de pensar y nuestro modo de pensar condiciona nuestra interpretación del mundo, esta comienza desde el nacimiento cuando poco a poco nos vertebramos en torno a una lengua, la materna, que es resultado de su propia historia. 

Nadie dirá que alguien es culpable de algo bueno, sino responsable o causante de lo bueno y eso ya nos da algunas pistas para saber a que nos referimos con culpa. Las condiciones que delimitan lo que sea esta vienen dadas por dos elementos: haber cometido un acto malo y desencadenar con él una serie de acciones que han hecho daño y por el que se es imputable. Por tanto, cuando decimos que alguien echa las culpas, las carga o las tiene, estamos diciendo que ha hecho algo malo y que, por ello, está manchado o mancillado, pero además, de seguir las fuentes justinianas, a diferencia del dolo (daño con intención fraudulenta), la culpa lo es siempre por negligencia o por omisión. Y a todo culpable le corresponde una pena. No saben lo que hacen. O sí.

Colpa” remite a una raíz muy antigua que significa golpear (en griego bofetón se dice kolaphos): pero el que tiene la culpa de algo no es aquel que ha golpeado y “marca” al otro, sino curiosamente en el que queda marcado, manchado o mancillado por ese golpe. De ahí que los criminales queden marcados y los pecadores manchados y cargan así el peso de su falta. Y es un peso que lastra, que hunde, que duele, que hacer sufrir, como también señala Nietzsche, sobre todo por el remordimiento y por el miedo a un castigo. Hay sin embargo algo peor: el llamado “sentimiento de culpa” tan fácil de inculcar al otro que puede no ser responsable, para que se haga “cargo” del daño que uno mismo ha causado. Una K, por ejemplo, se escribía en la frente de aquellos que, adscribiendo al otro una falta que era suya ante la administración romana, eran sorprendidos en su delito. Era un Kalumniator según nos recuerda Agamben empleando la K. de El proceso de Kafka. La culpa, cuando no quiere ser encarada, necesita siempre de alguien que la porte. Alguien debe pagar, ¿no? 

Las palabras cambian, como cambian sus sentidos, con el tiempo, con el uso, con el cambio de contextos y de mentalidades, y se resemantizan o resignifican. Ahora bien, si se tira de un concepto como si se tirara del hilo, con él aparece toda una constelación de palabras de la que formaba parte cuando significaba lo que ahora no debería significar es hora de sospechar. La secularización tiene, sin saberlo, marcas indelebles del pasado. Una sola palabra es el caballo de Troya de una manera automatizada de actuar. Hagamos la prueba. Tiremos de “culpa”. Aquí están: aún hoy decimos expiar la culpa (que significa purificar algo profanado) o, incluso, hablamos de castigo, perdón, remordimiento y arrepentimiento. ¿Qué hacemos hoy cuando nos preguntamos de quién es la culpa de la fallida investidura? ¿Hay daño? ¿Quién lo recibe? ¿Es culpa de unos, de otros o de todos? ¿Quién es el deudor y a quién se le debe? ¿Qué se debe? ¿Cuál es el castigo que recibirá el culpable? ¿Podrán los políticos expiar su pena y los votantes podremos perdonarlos? ¿No saben lo que hacen? ¿Se arrepienten de lo acontecido? ¿Entonamos nosotros, los votantes, el mea culpa, y estamos por ello castigados –como en el infierno de la repetición de lo mismo– a ser llamados a unas nuevas elecciones para que expiemos el mal y lo hagamos mejor la próxima vez? ¿Qué significa hacerlo mejor? ¿Cuántas K se escribirán en la frente? Y aquí se juega todo: que no es cuestión de culpa, aunque ella nos sirva como portal caleidoscópico para abrirnos paso a la dimensión escondida de la política que aflora en los momentos de echar las culpas para que “paguen otros”: la teología que subyace, pese a todo, en nuestro tiempo. No en vano, como hizo ver Carl Schmitt, si tiramos del hilo, nuestra política y sus modos tienen más de teopolítica de lo que se quisiera. Teopolítica significa que puede no creerse en Dios, pero la articulación del orden social y político sigue una estructura como si lo hubiera. 

Quien tiene la culpa de algo queda marcado y, como un estigma, esa será su cruz. A falta de Dios, se lucha por no quedar estigmatizado como forma de evadir el castigo social. Quien echa las culpas, busca marcar el estigma en el otro. A través de la deuda caemos en la dinámica de los acreedores que buscan compensación. Y así centrados en el hecho (daño) y en el estigma (culpa) del causante (culpable) se oculta el auténtico problema: los mecanismos de decisión que han funcionado en el proceso de la acción. La culpa sólo puede eximirse con el perdón del otro o con la redención divina. Lo hecho, hecho está suele decirse. Conviene no confundir culpas, que sólo dejan el margen del castigo, y responsabilidades que, de ser asumidas, permiten soluciones. En la política no caben culpas si se quiere resolver un problema. Dejado atrás supuestamente el orden teológico, del hombre moderno depende su propia salvación. No es Dios quien nos perdona y no es ante él que somos deudores. Por eso no basta con saber hacer algo, sino que es necesario saber reconducir y salvar aquello que se hace, es decir, responder por ello y saber enmendar la parte que corresponde.

Mientras que alguien es culpable ante el hecho y el daño consumado, somos siempre responsables, más allá del acto mismo concretado en el hecho, es decir siempre debemos responder (lat. respondere) y actuar en consecuencia conforme a los principios que se derivan de nuestras decisiones (lat. spondere). Con la responsabilidad podemos volver sobre nuestra acción al alejarnos del acto consumado y entender qué ha pasado y por qué ha pasado.   

La política no es el lugar para culpar o perdonar por una fallida negociación. Es el lugar de hacerse cargo, de ob-ligarse, es decir, de asumir la acción y el efecto de cumplir una promesa implícita con la que nos ligamos a los demás y a nosotros mismos con nuestros principios, como es la de saber concretizar y armonizar el encargo de una convivencia posible y adecuada en la diferencia al presentarse a unas elecciones. Por eso de nada sirve señalar culpables, cuya marca sólo es útil para el castigo, sino responsables, quienes al responder en cada momento, con conciencia, honestidad e introspección, de lo que hacen buscan soluciones. No es tiempo ni de salvaciones ni de redenciones. Tampoco de expiación ni de perdón. Sino de reparación y de solución. Es tiempo de responder de los propios actos, de responsabilizarse y de explicar a quienes han cumplido con sus responsabilidades los motivos por los cuales las cosas son como son para poder, al menos, situarse. No hacerlo no acarreará una pena en el infierno, pero sí hará un infierno de lo que no lo era. Quizá sea hora de parar algunas inercias del lenguaje. 

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Comentarios
  1. No importa nada más que la culpa/estigma lo tenga el otro en el telediario de las nueve. En todo este ballet que se traen hasta las próximas elecciones, hay una insidiosa y silenciosa construcción de una Gran Culpa del Otro que Impide a la Izquierda Conseguir Su Objetivo Histórico. Probablemente, por medios y ganas (ganas de conservar la marca Psoe como de izquierdas) se lleve el gato al agua PS; probablemente Podemos sea víctima del complejo de inferioridad heredado del PCE y se coma el marrón o se disuelva en la trampa de la casa común. Bien es cierto que PI no es tonto y a lo mejor se acuerda de la Orden 227 y plante cara al Psoe.

  2. Ah, ja, CONCIENCIA, HONESTIDAD, INTROSPECCION,
    ëso es sabiduría ¿y dónde está?,
    si el pueblo no la tiene, si el pueblo está cada vez más lelo, manipulado y desinformado, ¿podemos esperar que escoja gobernantes sabios y honestos?.
    Los poderes económicos que son los que gobiernan a su antojo las naciones del mundo se van de rositas mientras sus víctimas pagamos las facturas de sus desmanes. Ya decía mi abuela: mientras haya tontos vivirán los ricos.
    Cuando los pueblos despierten y tengan más fuerza que el capital, los políticos, hoy fagocitados por el capital, estarán al servicio de los pueblos.

    ESTAMOS TONTOS U QÉEE (Grupo Adebán)
    https://www.youtube.com/watch?v=i5svbSGmNoc

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