Feminisimo

El temblor

El recuerdo de aquellas primeras rutas, quince años después, por las que dos amigas viajaban 'solas'.

Fotograma de la película 'Thelma & Louise'

En La Marea, hace tres veranos, iniciamos una sección sobre las experiencias de mujeres que viajan en solitario a partir del dossier A mi bola. Aquí puedes leer algunos textos de las participantes. Si quieres contarnos tu experiencia, puedes escribir a redaccion@lamarea.com.

Era nuestra primera gran aventura solas: un par de amigas, con la mochila a cuestas, en un país que todavía despertaba recelo entre nuestros mayores como para que unas jóvenes se dedicaran a recorrerlo ‘solas’. ‘Solas’ solo se aplica en plural cuando la suma son dos o más mujeres. No hay un ‘solos’ cuando son un hombre y una mujer: ahí se entiende que está todo lo que debe estar. Nosotras, con la altivez de la veintena recién estrenada, mirábamos con suficiencia a los rostros preocupados de nuestros padres y madres que a estas alturas ya sabían que no podían oponerse, ni apenas verbalizar consejos o precauciones. Las cosquillas de excitación que genera el sentimiento de emancipación cuando vemos, por primera vez, a nuestros padres y madres autocensurarse se mezcla con una especie de angustia con retazos de orfandad: si ya no hay que rebatirles, ¿ahora qué?

Tras tomar barcos, trenes y taxis colectivos, y haber estrenado ya las calles de varias ciudades, aquella mañana tocaba subirse a un autobús para seguir dirigiéndonos al sur –el descubrimiento de lo irrenunciable siempre se inicia por caminos al sur–. Los autóctonos habían sido los primeros en ocupar los asientos por derecho propio, así que el conductor nos señaló las plazas libres en las que debíamos sentarnos, separadas por varias filas, dichosas nosotras de mezclarnos entre esos ‘otros’ a los que en nuestro país algunos aún temían. 

El chófer decidió reprender a mi vecino de asiento por no haber aceptado de buena gana mi compañía, mientras yo observaba, encajonada junto a la ventanilla, cómo la conversación iba subiendo de tono, mientras me recriminaba mentalmente haberme dejado encerrar sin margen de maniobra –los y las periodistas pareciera que naciéramos con el instinto de tener siempre controlada la salida de emergencias–. Fue entonces cuando mi accidental compañero de viaje sacó del cesto que cargaba sobre sus piernas un cuchillo de más de 20 centímetros de hoja. Aún hoy me veo perfectamente pidiendo calma y que me dejasen salir; ellos cada vez más encendidos, el relámpago eléctrico cruzándome la espalda y sumiéndome en un estado de temblor como no he vivido otro igual. Recuerdo ser perfectamente consciente de que eso que me estaba ocurriendo era el terror y repetirme que si no era capaz de controlarlo no conseguiría salir de allí, para lo cual no me quedaba otra que saltar sobre las piernas y el canasto del ya, a todas luces, señor con problemas de salud mental que rechazaba tajantemente dejarme pasar. Siempre he percibido la espalda como el lugar más vulnerable de mi cuerpo, y ahora me tocaba dársela para sortearle mientras él enarbolaba en alto su cuchillo gritando. 

Fueron segundos que a mí se me antojaron una eternidad, hasta que de repente estaba en el pasillo, inmediatamente en la calle de la destartalada parada de autobuses; los autóctonos, cansinamente descendiendo, fastidiados por el retraso que la escena iba a provocarles. De repente, un camión de bomberos y un coche de policías aparecen en escena mientras el ahora ya convertido en un verdadero D’Artagnan se atrinchera en el autobús. Los policías subiendo las escalerillas con porras y un par de ellos, bajándolas inmediatamente con cortes en el brazo porque su arma medía menos que el machete. Los bomberos descargan entonces sus extintores contra el insurrecto para aturdirlo, mientras que con la escalerilla que, en escenas más honrosas les llevarían a plantas altas de edificios en llamas, intentan golpearle y bloquearle. Hasta que consiguen atraparle y detenerle arrastrándolo por las piernas mientras la gente jalea a los captores. 

Nosotras observábamos la escena atónitas, preguntándonos qué más podría pasar que superase todos los temores imaginados por nuestros familiares.

Minutos más tarde, volvíamos a viajar en el mismo autobús, ahora sentadas juntas, sobre unos asientos recubiertos del polvo blanco ignífugo, con la risa nerviosa, electrificada, exultante de los bienaventurados, con las carcajadas con las que se resuelve lo que no tiene nombre, ni explicación ni –aparentemente– posibilidad de repetición. Así viajamos durante horas, rememorando el rayo en el espinazo, celebrando la certeza de que ya sabíamos qué era realmente el miedo, con la euforia de los renacidos. Teníamos 20 años y aún no sabíamos que el verdadero miedo no relampaguea, sino que paraliza; que con el tiempo aprenderíamos que da mucho más miedo ir dejando atrás a personas, lugares e ideas, que dar la espalda a un desquiciado con un cuchillo; que la verdadera aventura que nos esperaba también sería saber decir adiós antes de convertirnos en rehenes del pasado; que esos momentos de euforia tras lo inesperado duran tan poco como el polvo seco de un extintor en un autobús con las ventanas abiertas recorriendo carreteras secundarias; que terminaríamos, sí o sí, echando de menos el temblor de los que viajan “con las manos tan llenas, cada día más flacos”, como nos cantaría en aquellos veranos Quique González, versionando a los Urquijo.

En todo eso pensaba yo mientras viajaba al mismo lugar por enésima vez, ahora quince años después, y cruzaba controles de seguridad en aeropuertos de cartón piedra y asientos de metacrilato: en dónde buscamos los temblores y en dónde, realmente, nos hacemos temblor sin esperarlo.

Feliz verano.

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