Opinión

Niño o niña

"Así se lo prometí al óvulo recién fecundado que surcaba mis trompas de Falopio aquella noche: te llamarás Noa y no dejaremos que ningún ecógrafo te ponga etiquetas que son como cicatrices", escribe Aixa de la Cruz.

Ilustración: Xavi Isern

Noa, de origen hebreo, “quien brinda reposo”. Elegí su nombre en la madrugada del 27 de agosto, insomne por el ruido que hacía mi cuerpo mutante antes siquiera de que el test de embarazo confirmara lo que ya sentía. Lo encontré en una lista de nombres unisex, porque aquello era lo único que me importaba: que tuviera identidad antes que género.

Quería ser capaz de imaginar a mi bebé sin que me lo tuvieran que sexar como a un pollo. No sé nada sobre bebés, pero sé que no son pollos y que nadie debería tratarlos como tales. Yo no lo haría. Así se lo prometí al óvulo recién fecundado que surcaba mis trompas de Falopio aquella noche: te llamarás Noa y no dejaremos que ningún ecógrafo te ponga etiquetas que son como cicatrices («la cicatriz que deja el corte en la multiplicidad de lo que habríamos podido ser», dice Paul B. Preciado en Un apartamento en Urano); llegaremos al paritorio sin saber si azul o rosa, con los prejuicios en blanco. No anticipaba lo mucho que me costaría serle fiel a este propósito. Mi discurso está años por delante de mí misma. Por mucho que me resista, llevo la diferencia incrustada en los cimientos. Y eso que al principio me pareció fácil e incluso divertido declinar el futuro en -e. Nuestre hije, repetíamos para asombro de mi madre con el mismo deje de suficiencia con el que despachábamos las preguntas de ascensor:

–¿Y ya sabéis qué va a ser?

–Pues un bebé, señora, qué si no.

Pero avanzaron las semanas y las náuseas, las jaquecas y las encías sangrantes, y a medida que mi embarazo se hizo real, comenzó a costarme trabajo pensar en Noa sin su marca de género. Empecé a intercalar frases en las que me refería a ella con frases en las que me refería a él, y noté que el femenino me chirriaba, que, cuando decía «mi hija», la capa de mi inconsciente que sabe cosas que yo no sé me enviaba las mismas señales que cuando me miento. Estaba claro: me tocaría socializar a un niño. Pero necesitaba que mi intuición se confirmara.

En la semana 12, analicé nuestra primera ecografía con una lente de aumento. En Internet se comentaba que podía determinarse el sexo por un apéndice diminuto que asoma entre las caderas y que según si es paralelo o perpendicular con respecto a la columna, dictamina un destino (impuesto) u otro. Cotejando mis fotogramas con los de otras mujeres que decían haber resuelto el enigma en foros de maternidad, resolví que tenía razón, que Noa era un niño, y al instante me sentí culpable por haberlo traicionado, y aliviada, por algún motivo, pero sobre todo ridícula por concederle tanta importancia a una dimensión en la que supuestamente no creía. Aunque, ¿se puede no creer en algo que moldea cuanto conoces?

En el prólogo a Un apartamento en Urano, Virginie Despentes apunta sobre Preciado algo que me parece clave en relación a la teoría queer en general: «Escribes para un tiempo que aún no ha sucedido. Escribes para los niños que aún no han nacido». Es posible que Noa llegue a conocer esa utopía sin género, pero, para mí, hoy en día, negar la diferencia sexual sería como negar a Dios en la España de los Reyes Católicos: un gesto hueco. Después de todo, mis retos no serán los mismos si me enfrento a la crianza de un niño que a la de una niña; no en un mundo en el que esta diferencia todavía es capaz de determinar si vives o mueres, me dije. Y aunque seguía (y sigo) sin creer que «niño» o «niña» sea una cuestión biológica, me presenté al control de las 20 semanas con la intención de obtener una predicción genital del tipo de opresiones que atravesarían el cuerpecillo de mi bebé. Quería salir preparada, sabiendo si tendría que educarlo para ser un hombre bueno o para utilizar un spray pimienta.

La cara de susto que puse al escuchar que estaba gestando a una niña dejó bien claro que, de las dos opciones, me habían arrojado el diagnóstico que más miedo me daba. Ahora lo entendía todo. No había sido por intuición sino por miedo por lo que me había costado tanto pensar en «mi hija» y tan poco en «mi hijo», pero eso se tenía que acabar. Salí temblando a la calle y me concedí cinco minutos de duelo: por el niño que me había inventado y que ya no sería, y por las fobias que me habían acompañado desde la adolescencia y de las que tocaba desprenderse de un tajo limpio, porque mis traumas no están entre las cosas que quiero legarle a Noa. «La apuntaremos a clases de autodefensa», me intentó consolar mi marido. Y en seguida le dije que sí, que haría kárate o kick-boxing o ballet clásico, lo que ella quisiera, pero nunca por esa etiqueta identitaria que es como un corte, y nunca por los miedos de su madre ni de su abuela ni de sus tías. Como sucede con los muertos, de las historias de violencia y de terror también hay que despedirse en algún momento, y para mí que tanto las honré con el cuerpo y con la escritura, aquel momento acababa de llegar.

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