Análisis

El azúcar esclaviza

La noticia de que miles de mujeres de la India se han extipardo el útero para conservar sus puestos de trabajo en las plantaciones de caña de azúcar ha tenido una importante repercusión. Reproducimos un fragmento del libro 'Amarga dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar', publicado por Carro de combate, que repasa las condiciones laborales de esta industria en varios países.

Filipinas, el antiguo cañaveral de Estados Unidos

En el Sudeste asiático la caña de azúcar ha estado tradicionalmente ligada a la cultura local. Aún hoy, en la mayor parte de los países que forman la región se pueden ver carritos paseando y ofreciendo el jugo recién exprimido o a los niños masticando los gruesos tallos. Sin embargo, hasta el siglo XX, la caña de azúcar apenas se refinaba y la industria no era importante; el azúcar se consumía en las casas, crudo y oloroso. Ya conocimos el caso de Camboya, donde esta tendencia ha llegado mucho más tarde, mientras que en Tailandia, veremos más tarde, las grandes plantaciones se extenderían en la segunda mitad del siglo XX. Filipinas, sin embargo, la sufrió mucho antes.

Se cree que la caña llegó a Filipinas hace miles de años desde las islas del Pacífico, aunque algunos apuntan a que fueron los comerciantes árabes quienes la introducirían. En cualquier caso, cuando los nuevos colonos españoles llegaron al archipiélago en el siglo XVI, se encontraron con el “paraíso” que no habían tenido en América; la caña ya crecía allí, no hacían falta esfuerzos para plantarla y adaptarla. Pero fue el incremento en el consumo de azúcar en Estados Unidos durante el siglo XX lo que impulsó la industria en las islas. El embargo sobre Cuba en los años 60 supuso el último empujón a una industria de la que se benefició directamente la dictadura de Ferdinand Marcos después de nacionalizarla. Tras la caída de Marcos, el sector se liberalizó en un momento en el que otras dos grandes potencias de la región construían sus propias industrias: Tailandia y Australia.

Eso no benefició a los trabajadores de las plantaciones de Filipinas, que tuvieron que competir con otros cortadores (o máquinas, en el caso de Australia) que parecían más eficientes que ellos. Su vida, en realidad, ha cambiado poco desde la época colonial. “Los trabajadores del azúcar de hoy son los bisnietos de los trabajadores del azúcar del pasado. Viven sin poseer nada propio, ni siquiera sus vidas, solo las deudas que heredaron de sus antepasados” escribe Cynthia A. Deduro de la Coalición Internacional de Trabajadores Agrícolas. En Filipinas, como en tantos otros países colonizados, el modelo de la hacienda sigue perviviendo. La tierra está así concentrada en las manos de unas pocas familias para las que trabajan unos 500.000 jornaleros.

Como en tantos otros cañaverales a lo largo y ancho del mundo, los cortadores son pagados al peso y a menudo cobran la mitad del salario mínimo del país. Sus sueldos son tan míseros, casi siempre menos de un dólar y medio diario, que familias enteras tienen que trabajar en los campos para poder llevarse algo a la boca. Los cañaverales de Filipinas están atestados de pequeños trabajadores que a veces ni siquiera sobrepasan los diez años de edad. «No negamos que hay trabajo infantil en nuestra industria”, le dijo Edith Villanueva, presidenta la de Sugar Industry Foundation, a la cadena estadounidense CNN en mayo de 2012. “Es una práctica entre familias a las que se paga gradualmente por el trabajo. Les gusta emplear a sus hijos porque hay más ingresos para las familias”, aseguraba Villanueva, quien añadía que experiencias previas de un aumento de los salarios de los padres no había disminuido el trabajo infantil en las plantaciones.

Filipinas ya no es el cañaveral exclusivo de Estados Unidos y sus exportaciones han crecido durante los últimos años gracias a países como China, Corea del Sur o Vietnam. Pero poco parece moverse dentro de las plantaciones, ancladas todavía en los tiempos del poder oligárquico. Los cañaverales no tienen escapatoria. Los niños nacen con la deuda sobre sus hombros y viven para siempre con ella. Es una forma absurda de esclavitud humana en la que las familias son tratadas como una simple fuerza de trabajo que tiene que cumplir con ciertas labores, sin importar el quién ni el cómo.

África, ¿el nuevo paraíso de la caña?

El sur de África ha sido durante los últimos años una de las regiones con mayor expansión de la caña azucarera en todo el mundo. Las nuevas plantaciones han venido además de la mano del preocupante proceso de acaparamiento de tierras que ha sufrido el continente y que ha supuesto la pérdida de millones de hectáreas en favor de grandes multinacionales. La caña de azúcar no es nueva en África, pero los cambios en el mercado internacional y las buenas condiciones climáticas de la zona la han hecho especialmente apetitosa para la industria. El sector se ha reestructurado prácticamente en todo el continente, primando “el outsourcing y la racionalización de la mano de obra”, asegura el investigador Jorge Chullén. Las grandes empresas han concentrado la propiedad y, en la mayoría de los casos, han empeorado las condiciones de sus trabajadores. “No hay salud ni seguridad ocupacional y cuanto más subcontratan más se deteriora, porque las empresas subcontratadas dejan de cubrir los aspectos sociales”, explica Chullén.

Un caso significativo es el de Mozambique. La antigua colonia portuguesa apenas tenía industria azucarera hace unos años. Ahora se han creado unos 25.000 puestos de trabajo en el sector, pero que han sido denunciados en varias ocasiones por las malas condiciones. Ethical Sugar habla, por ejemplo, del caso de la plantación en el estado de Xinavane que dirige la empresa Sudafricana Tongaat Hulett y que emplea ella sola a un tercio del total de la mano de obra del sector en el país. Según Ethical Sugar, los salarios sólo cubrían las necesidades más básicas y la seguridad en el lugar de trabajo era muy pobre, hasta el punto de que los accidentes mortales eran habituales. Las instalaciones provistas por la compañía para los trabajadores también eran muy precarias y la higiene tan básica que en 2010 una de las comunidades sufrió una epidemia de cólera.
De nuevo, los trabajadores estacionarios, los más numerosos en todas las plantaciones de azúcar del mundo, son los más perjudicados por el sistema. Sin recibir a menudo un pago por las horas extra – o, cuando son pagados al peso, siendo engañados en la cantidad cortada –, los trabajadores se enfrentan a seis meses de desempleo una vez que la temporada termina. El esquema se ha repetido durante siglos y ha dado la vuelta al mundo. Los africanos también parecen encerrados en este círculo vicioso eterno; ya fueron esclavos del azúcar una vez en tierras lejanas; ahora podrían volver a serlo en su propia casa.

Trabajo de haitiano

Una descripción de los cañaverales de la República Dominicana nos retrotrae también a los tiempos de la esclavitud: vejaciones, malos tratos, jornadas de sol a sol a cambio de un salario de hambre. Así lo describe Joana Socías en su reciente obra El púlpito de la miseria, una crónica sobre la situación de los cortadores de caña que viven como esclavos en las plantaciones de San José de los Llanos, en la República Dominicana, y sobre cómo el sacerdote anglo-español Christopher Harley Satorious revolucionó sus vidas. Socías recorre en su narración los pormenores del lucrativo negocio de la caña, que no ha cambiado tanto desde los tiempos de la esclavitud, cuando miles de africanos fueron transportados a las Antillas por las necesidades de mano de obra que suponía el monocultivo de la caña destinado a la exportación.

En el negocio azucarero en República Dominicana “confluyen muchos actores, todos interesados en que las cosas continúen como hace siglos: mano de obra semiesclava para aumentar los beneficios; monopolio de la plantación y exportación del azúcar para mantener firme al Estado; control de los medios de comunicación y silencio cómplice de la jerarquía de la Iglesia católica. Un complicado entramado del que nadie habla y en el que es prácticamente imposible meter la mano”. Harley la metió, y le valió su expulsión del país, diez años después de su llegada. Para entonces, algo había cambiado entre los cortadores.

En Los Llanos, como en Pernambuco o en Riberão Preto, los empresarios se resisten a mecanizar la recogida de caña, porque la mano de obra sigue siendo más barata y eficiente. En Santo Domingo le dicen “trabajo de haitianos”, en referencia a las hordas de inmigrantes que desde hace generaciones se desplazan al país en busca de trabajo. Sólo les espera el ‘batey’, una suerte de infierno, según lo describe Socías: los cortadores no cobran dinero, sino vales que sólo pueden cambiar por alimentos en la propia empresa. “El sistema de escolaridad no llega ni a los cuatro cursos, no existe un censo oficial y por supuesto no tienen derecho a médico ni servicios básicos”.

Cuando el padre Christopher llegó a la República Dominicana en 1997, se encontró esta situación, conoció niños desnutridos, hombres que seguían trabajando a los 90 años y todo tipo de injusticias; llegó a comprender cómo funciona el negocio, basado en la importación de trabajadores baratos desde Haití, el país más pobre de América. Y, de la mano de la abogada Noemí Méndez, descubrió que aquel complejo entramado dependía en realidad de una gran familia: los Vicini, dueños de las plantaciones y bien relacionados con la veintena de familias que manejan toda la economía dominicana, entre ellos nombres como el de Brugal o Bacardi, que tanto nos suenan por el ron, que también sale de la caña. Impulsados por el sacerdote, los trabajadores haitianos comenzaron a perder el miedo y se enfrentaron a los poderes establecidos: las oligarquías, la jerarquía eclesiástica, el Gobierno y los medios de comunicación.

La cuestión tiene implicaciones internacionales, que Socías describe al final de su libro. El negocio azucarero en la República Dominicana no sólo beneficia a unos cuantos privilegiados en el país, sino que es apenas el comienzo de una cadena mucho más compleja. Lo demuestran, por ejemplo, las dificultades que tuvo el sacerdote con Bonsucro, un sello de certificación que, teóricamente, pretende dar una garantía de ciertas condiciones ambientales y sociales en los cañaverales, pero que en la práctica está ligada a los intereses de grandes multinacionales sospechosas de alimentar todo lo contrario. Lo veremos más adelante en este mismo ensayo.

Eso es, precisamente, lo que nos proponemos visibilizar en este libro. El foco es recuperar una visión integradora para entender lo que se nos oculta a lo largo de la cadena de producción del azúcar. Los casos expuestos aquí son sólo unos pocos, pero dan cuenta de una preocupante realidad: el empleo de trabajadores esclavos en los cañaverales no es la excepción, sino la regla. Lo entendió muy bien el padre Christopher, que ahora, en una remota aldea de Etiopía, sigue luchando contra esas nuevas formas de esclavitud institucionalizada que, como dice el periodista brasileño Leonardo Sakamoto, “son fruto del capitalismo: no son enfermedad, sino síntoma del sistema”. La inhumana y obtusa lógica de la maximización del beneficio, llevada al extremo.

Este es el quinto capítulo del libro Amarga Dulzura. Una historia sobre el origen del azúcar que publicó Carro de Combate en mayo de 2013. Puedes conseguir una copia en en formato de libro electrónico haciéndote mecenas de Carro de Combate.

Si te gusta este artículo, apóyanos con una donación.

¿Sabes lo que cuesta este artículo?

Publicar esta pieza ha requerido la participación de varias personas. Un artículo es siempre un trabajo de equipo en el que participan periodistas, responsables de edición de texto e imágenes, programación, redes sociales… Según la complejidad del tema, sobre todo si es un reportaje de investigación, el coste será más o menos elevado. La principal fuente de financiación de lamarea.com son las suscripciones. Si crees en el periodismo independiente, colabora.

Comentarios
  1. Estamos entre lo malo y lo no bueno.
    Malo es ser explotado y esclavizado, pero que la mecanización no sirva para dejar sin trabajo a las personas, como compruebo cada día que sucede en este país.
    El enemigo siempre es el mismo, la codicia del capital, en un caso y en otro.
    ¡Tantos millones que somos en el mundo las víctimas de la codicia!, con valores, unión, autenticidad y un poco de sabiduría ganaríamos la batalla a la codicia.

  2. muy buen articulo que destapa esas democracias bananeras que no son criminalizadas ( es mejor siempre centrarse en Cuba y Venezuela, je ,je )En esos países con el beneplácito de EEUU y Europa se deja que haya esclavitud ,falta de acceso a recursos básicos y entre ellos el agua potable , trabajo semi esclavo y burdeles en todas partes para que las mafias(del proxenetismo y la droga) vivan muy bien matando a mujeres que hasta hacen de camellos.
    Cuando no hay nada mas que el todo por la pasta el ser humano es considerado como un objeto!!!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.