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El histrión y el arconte: crónica de un debate electoral

"La incógnita es la derecha, ya que Casado, perdedor a todas luces, tendrá que elevar el tono pudiendo darnos algún momento memorable en sonrojo. Y Rivera, ¿qué diablos le queda por hacer a Rivera esta noche? Nunca esperen que un hombre desesperado tome la decisión más acertada", escribe Daniel Bernabé.

Periodistas miran a los candidatos a las elecciones generales españoles durante el debate celebrado en Pozuelo de Alarcón (Madrid). Foto: REUTERS/Sergio Perez

Debates hay de muchos tipos: están los del bar, que se ganan a voces, lugares comunes y palmadas sobre la barra; los que se libran en la mesa de la televisiva familia Alcántara, donde el padre siempre tiene la última palabra; los universitarios, con sus muchachos de verbo fluido y argucia retórica para defender temas que les sortean y en los que ni siquiera creen. Este pasado fin de semana, en Toronto, el filósofo estrella Žižek y el efectivo charlatán Peterson también debatieron utilizando las formas que todos asociamos a esta modalidad de conversación. Y luego están los electorales, que son de todo menos un debate.

En primer lugar porque lo que se juega en ellos no es la aclaración de una idea, la resolución de un conflicto mediante la síntesis de posturas opuestas, sino la transmisión de dos sencillos parámetros a la audiencia: cómo quiero que me vean y cómo quiero que vean a mi rival político. Por eso quien se toma un debate electoral en serio, quien va a debatir de política en términos ideológicos, lo suele acabar perdiendo. Es odioso, o al menos a mí me lo parece, pero nadie dijo que el juego electoral contemporáneo fuera justo.

El debate a cuatro del lunes 22 de abril de 2019 no pasará a la historia por nada reseñable, pero sí influirá en unas elecciones donde en la izquierda existe una indecisión entre la seguridad frente al miedo ultraderechista representada en el PSOE y ciertos sueños por un cambio profundo encarnados en Unidas Podemos. Mientras, en la derecha, lo que se vende como indecisión es voto oculto, no sólo a los encuestadores, sino al espejo cada mañana y a la almohada cada noche, entre quienes dudan si votar por lo conocido o dar rienda suelta a sus instintos más primarios. Nunca hay que minusvalorar a los iluminados que prometen cumplir misiones históricas: al final las suelen llevar a cabo, nunca con los resultados que prometieron.

Casado, Sánchez, Rivera e Iglesias se situaron en sus atriles, mientras que los asesores les colocaban los protectores bucales y unas esforzadas limpiadoras pasaban la mopa por uno de esos escenarios calculados hasta al milímetro, casi tanto como las reglas pactadas que al final convierten todo aquello en una competición aritmética de tiempos que recordó más a la moderna Fórmula 1 que a las trepidantes carreras entre James Hunt y Niki Lauda. El moderador, Xabier Fortes, se vio obligado en más de una ocasión a guiar a los aspirantes a la presidencia por el bosque de normas, azuzando las intervenciones cruzadas para que aquello no resultara un insípido monólogo a cuatro.

¿Qué hizo cada uno? Jugar los papeles previstos. ¿Cuál fue el resultado? Que algunos ya no saben ni qué papel jugar. Y esta fue la clave: las posiciones. El saber mantener las propias para no decepcionar a los fieles pero ser capaz de ampliarlas para restar espacio al rival. Por cierto, unas posiciones que se vuelven a situar cada vez más en las líneas clásicas de izquierda y derecha, dejando anticuados los intentos populistas de que la novedad, la gestión o lo procedimental las sustituyeran. A nadie le importa ya la participación, la transparencia o el bipartidismo. Sí cómo pagar el alquiler. La generación del 15-M, en sus líneas progresistas y conservadoras, se ha hecho mayor muy rápido impulsada por sus carencias y aspiraciones.

Y en esas posiciones Pedro Sánchez fue el ganador del debate en términos netos. Ganador porque su papel de presidente del Gobierno le hizo protagonista de la acusaciones, que si no son indiscutibles -como lo eran las que soportaba el Rajoy de la Gürtel- te hacen aparecer más como el centro de la narración, el héroe solo ante el peligro, que como un pobre hombre acosado y tembloroso. Incluso la ubicación en el escenario, con Casado a nuestra izquierda y Rivera a nuestra derecha, le hacían poder pivotar con el balón entre las manos driblando para encestar en varias ocasiones.

De hecho, Sánchez anotó varios triples. El primero, en líneas feministas, pilló descolocado al candidato popular que, incluso por el tiro de cámara, parecía estar recibiendo una lección a la que asistía paralizado, desde el “no es no” a la recriminación a “sus amigos ausentes de la ultraderecha que el vientre de la mujer no es un taxi”. A continuación, Sánchez, pasó a advertir a Rivera que “el vientre de la mujer no se alquila”. Más tarde, al calificar la sede del PP de Génova como “el gran bazar de la corrupción” o recordar las leyes que el PP había votado junto a Bildu y preguntar de qué color tenía las manos Casado, devolviéndole la atroz acusación hecha unos días antes, acabó por desmontar al popular. Tres momentos que marcan un debate y que posiblemente te acaban de lanzar como firme candidato a revalidar el despacho en la Moncloa.

Casado, por su parte, además de recibir, pagó un giro hacia la contención que nada tiene que ver con una precampaña que ha superado las líneas del aznarismo más desatado para pasar a lo pendenciero y lo faltón. El Pablo Casado de hoy si parecía ese yerno de buena familia del que hablábamos por aquí hace año y medio, que puede ir en mangas de camisa color pastel sin resultar demasiado pijo, lo justo para poder tomarse unas copas por Malasaña. El problema es que los tonos pastel pegan poco con el azul mahón y el líder de los populares ya no se sabe qué es, si jefe de la oposición o agitador de turbas y emociones pedestres.

Justo es reconocerle que supo salir vivo de la parte socioeconómica, lugar donde a la derecha le vale con mostrar tablas y gráficos, esto es, jugar con los datos como si su forma de entender la economía fuera la economía cotidiana. Y esto dice mucho de lo poco que la política de verdad entra en estos debates, o cómo a propuestas que intentan por todos los medios evitar un mínimo de redistribución de la riqueza les vale con repetir los mantras liberales para fingir preocupación por los humildes, que es como se llama a los trabajadores en la prensa de derechas.

De hecho, quien más hizo por dignificar el debate fue Pablo Iglesias. Si la melodía general era la de una radiofórmula mal sintonizada, Iglesias jugó al indie, a ser los Smashing Pumpkins tocando con seriedad, contundencia e incluso dramatismo. Y aquí hay que hacer una precisión para los más incautos, para los que creen que un debate electoral sirve para decir todo aquello que los anhelos siempre insatisfechos del izquierdismo desean, es decir, para dar la nota.

Con sus apelaciones constantes a los aspectos sociales incumplidos de la Constitución, que en algunos casos pudieron resultar literalmente repetitivas, Iglesias lo que intentó fue introducir el elemento de conflicto social en un debate que estaba pensado, en todos sus bloques, para soslayarlo. La intención era no decepcionar a sus votantes, pero sobre todo luchar por esas personas que simpatizaron con Podemos pero que hoy tienden al voto socialista. Por supuesto que cabe preguntarnos si recurrir a la Constitución para mostrar las carencias voluntarias del sistema es una derrota o una cesión. Lo que no vale, más allá de la crítica pueril, es pretender que en una campaña, en una noche, se finja ir por donde no se ha ido en las últimas legislaturas. Y es a partir de estas carencias donde Iglesias narró su intervención final, una flecha emocional para los desencantados, con una poco habitual petición: “Si después de estar en un Gobierno cuatro años no hemos conseguido nada, no nos voten nunca más”.

Iglesias intentó, con éxito, que Sánchez desvelara cuál va a ser su política de pactos. Con éxito porque aunque el candidato socialista no lo hizo, eso fue la aceptación tácita de que no solo el acuerdo con Ciudadanos es posible, sino que es hasta deseable al menos para los señores a los que representa The Economist. Las cloacas también aparecieron, brevemente, en la triste constatación de que uno de los temas cruciales en la limpieza de la democracia española no ha tenido en el electorado demasiado impacto. Se diría que de tanto asumir el olor a podrido nos hemos acabado por acostumbrar a cualquier tropelía.

Quizá este sea el penúltimo debate de Rivera. Quizá su actitud y escenografía, que por momentos rozó lo histriónico, le salven de ser el juguete roto del IBEX 35. Que el candidato naranja tenía que salir al ataque parecía lógico, que se pasó de frenada según iba avanzando la noche, también. Y aquí vuelven a entrar de nuevo las posiciones. El partido de Rivera es de derechas, pero de esa derecha que aspira a tener el todoterreno de su jefe, de la que se cree la fantasía del emprendimiento, de la que mira con más simpatía a Elon Musk que a los tercios de Flandes. Y el problema es que Rivera ya no puede jugar al gestor neutro, a hablar de las viejas ideologías, teniendo pactos con los ultras y compartiendo con ellos discurso y espacio.

Exceptuando algún guiño centrista apelando a las familias LGTBI, el candidato de Ciudadanos se tiró una hora y media repitiendo batasunos, Torra, Otegi, indulto y golpe independentista. Y si no lo hizo, lo peor, es que dió esa sensación a gran parte de la audiencia, que es lo que pasa cuando el efectismo controlado de un apoyo visual se convierte en una parodia a base de abuso. Lo de la foto, con marquito incluído, no solo hizo las delicias de los tuiteros, sino que seguramente desconcertó a un votante que quería escuchar más promesas de que España va a ser la nueva California que la matraca rojigualda ocupada por Vox y por Casado desde hace meses. Del minuto de oro, francamente cuestionable, solo me atrevo a decir que meterte en triquiñuelas actorales-poéticas es solo efectivo si eres actor o poeta, y ni siquiera.

Si este es un debate a dos vueltas, el que precisamente debía haber estado más contenido en la primera cita, Pedro Sánchez, es quien ya ha sacado ventaja a sus rivales, por lo que, salvo gran catástrofe, en la cita del martes solo tiene que salir a asegurar el resultado. Posiblemente Iglesias trate de corregir su menor presencia entrando más al cuerpo con la derecha, ya que confrontar demasiado directamente con Sánchez puede ser un arma de doble filo. La incógnita es la derecha, ya que Casado, perdedor a todas luces, tendrá que elevar el tono pudiendo darnos algún momento memorable en sonrojo. Y Rivera, ¿qué diablos le queda por hacer a Rivera esta noche? Nunca esperen que un hombre desesperado tome la decisión más acertada.

Y esta, en el fondo, es la tragedia de estas elecciones. Que lo que vamos a medir no es cuánta gente de derechas hay en España, sino cuánta gente irresponsable de derechas vive entre nosotros.

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Comentarios
  1. la suerte no esta echada y hay que seguir porque se necesita que la gente vote , los derechosos no se van a olvidar de fletar autobuses para que voten por ellos, que no nos falte ni un voto de toda la paleta de la izquierda, una manera también de forzar a Sánchez a ser de izquierdas y no de ese brebaje light que llaman social democracia y que anda contra los trabajadores, las pensiones, los salarios decentes y apoya la austeridad y los recortes públicos, todo en nombre de una Europa capitalista de lobbies vampiros que dilapidan nuestro único planeta , esos que no se cortaron un pelo en joder al pueblo griego al que intentaron poner de rodillas(que se les ha metido en el coco que el bien publico es una carga y no una oportunidad para tener igualdad y un futuro)

  2. He llegado a la conclusión que en lo que llamamos derechas hay más animalicos de costumbres (que se dice en Aragón, donde abundan mucho) que realmente de derechas.
    Tienen pánico a los cambios, es gente que prefiere creer, quizá porque pensar es trabajoso, que lo que se ha hecho siempre es lo correcto y lo que se debe seguir haciendo.
    Gente terca y de «pocas luces».

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