Cultura

‘Jauría’, la obra que preferiríamos no haber visto y que hay que ver

Dirigida por Migue del Arco y escrita por Jordi Casanovas, está construida exclusivamente con fragmentos de las declaraciones de la víctima y los miembros de La Manada en sede judicial.

Entramos en la sala del Teatro Kamikaze a sabiendas de que íbamos a jodernos la noche, de que nos estábamos metiendo en la boca del lobo, de que íbamos a ponernos en la piel de quien había sufrido el temor con el que las mujeres crecemos desde niñas y en los zapatos de todo lo que repudiamos; que lo íbamos a conseguir gracias al arte con más capacidad performática del público, con la garantía que supone la trayectoria del director, Miguel del Arco.

Nos sentamos y nos despedimos, sin saber que ese chascarrillo en deferencia del arte del teatro iba realmente a anteceder a un viaje. Se encienden las luces, y nos sobresaltamos: allí están ellos. José Ángel El Prenda, Alfonso Jesús Cabezuelo, Jesús Escudero, Ángel Boza y Antonio Manuel Guerrero. Después de tanto tiempo escuchando hablar de ellos, los tenemos delante, y tocan las palmas y el compás se hace insoportable; y se ríen, y sus carcajadas se hacen bola en el esófago; y empiezan a contar su versión de lo que ocurrió aquella noche, y dudamos de si preferiríamos que fueran directos al grano y que esto acabe cuando antes, o que lo retrasen lo máximo posible, aunque eso suponga dilatar su compañía, que ya se ha vuelto pegajosa, tóxica, invasiva.

Jauría, escrita por Jordi Casanovas, está construida exclusivamente con fragmentos de las declaraciones de la víctima y los miembros de La Manada en sede judicial. Y eso es lo peor: cuando se ríen de sus propias descripciones de lo que le hicieron a la joven aquella noche es porque fueron capaces de reírse cuando prestaban declaración en sede judicial; cuando no saben qué contestar a la fiscal al preguntarles si en algún momento le consultaron si estaba a gusto, si estaba disfrutando, si se despidieron de ella… horroriza constatar que ni ellos ni su defensa se plantearon siquiera que –pese a que sostenían que fue un acto sexual consensuado– les pudieran cuestionar por ello en el juicio; cuando cuentan con total naturalidad cómo se fueron a bailar y a los encierros tras robarle el móvil y dejar tirada a la víctima, no podemos dejar de pensar que uno de ellos era militar y el otro Guardia Civil en el momento de los hechos. Y que el segundo había atendido a víctimas de violencia de género estando de servicio.

A estas alturas, ya habremos asistido a lo que la sentencia definió como abuso sexual en lugar de violación por no haberse podido demostrar el uso de la fuerza o la intimidación. El montaje resuelve magistralmente este debate, consiguiendo trasladar la brutal violencia empleada sin recurrir a ninguna escena explícita.

Sin embargo, el pasaje más purulento, impúdico y con mayor carga interpelativa para el espectador/a es otra. Los abogados de la defensa interrogan a víctima sobre si realmente no quería estar allí, si todo ese lío que se ha montado con el juicio no sería una salida desesperada para tapar su vergüenza por haber participado libremente en una orgía, si a lo mejor el alcohol la desinhibió y ahora no se acuerda… Son los mismos actores que interpretan a los violadores los que ahora visten las togas de letrados y de juez. Los cuatro abogados la rodean mientras la acosan con las atropelladas preguntas con las que se suelen encontrar las víctimas de violaciones: “¿Dijo que no en algún momento?”, ¿Gritó, empujó, intentó huir?”, “¿Les hizo saber de alguna manera que no quería estar ahí?”. A la vez que la aturden, le ofrecen pañuelos para que se seque las lágrimas y la van llevando al mismo cubículo que la magnífica escenografía diseñada por Alessio Meloni convierte en el cuchitril de tres metros cuadrados en el que fue agredida, en el estrado del tribunal que la juzgó y, ahora, en la alegoría misma del sistema de desprotección que sufren las supervivientes de la violencia sexual en España, ampliamente documentada por Amnistía Internacional en su informe Ya es hora de que me creas. Un sistema que cuestiona y desprotege a las víctimas.

Ella responde una y otra vez que estaba en shock, que hay partes que no recuerda, que lógicamente no era eso lo que quería aquella noche… No les bastan sus respuestas, la siguen rodeando, y la cada vez más corta distancia de separación se convierte en acecho, las sospechas sobre su sinceridad, en dagas, y ellos, en manada. Así se culmina la segunda agresión, la que expertas como Bárbara Tardón, investigadora del informe de Amnistía Internacional, define como “la revictimización precisamente por parte de aquellos que tendrían que protegerles”: el sistema policial y judicial.

Son numerosas las investigaciones científicas internacionales que certifican que gran parte de las mujeres que son violadas sufren disociación durante el ataque o amnesia posterior –lo que además de borrar parte de los recuerdos, los suele desordenar– y que más de la mitad adolecen de parálisis parciales o totales durante el asalto. Sin embargo, siguen siendo muchos los operarios de entidades públicas encargadas de atender a víctimas de violencias sexuales que siguen desconociendo o infravalorando estas respuestas de la psique para hacer más asumible el trauma.

Sin embargo, hay quienes aún prefieren elucubrar todo tipo de oscuros y rocambolescos intereses de la víctima para mentir que aceptar que ella no quería ser penetrada sin condón por cinco desconocidos a la vez que, según se corrían, se marchaban, dejándola sola tirada en el suelo. Así se lo espetó la fiscal, sosteniéndoles la mirada, a los acusados, mientras estos se reían y cuchicheaban. La fiscal, interpretada por la misma excepcional actriz que daba vida a la joven, María Hervás, rezumaba la misma indignación que la que atravesó las paredes de la Audiencia de Navarra el día que uno de los abogados de la defensa cuestionó la versión de la víctima, reprochándole que tras la agresión, fuese a la playa, saliese con sus amigas, volviese a la Universidad. “Yo sí te creo”, “Yo sí te creo”, gritaban centenares de mujeres fuera del edificio, convirtiéndose en la espita de la eclosión del feminismo en España. Los mismos gritos grabados de “Yo sí te creo” con los que se cerró la obra, con los que muchos de los asistentes terminaron de verse desbordados por la tensión y la emoción, y que fueron continuados por un largo, larguísimo, aplauso del público.

Vayan a ver Jauría, aunque duela, aunque sobrepase, aunque pese. Porque como dice la activista Carmen Bascarán, reconocida por su labor contra el trabajo esclavo en Brasil con el Premio Nacional de Derechos Humanos, “el amor duele, cansa y alegra. Pero no se termina”. Y ese sistema depredador que es el patriarcado solo se salva con la reparación que supone esta obra en términos de reconocimiento de la verdad, agarrándonos a la sororidad para recordarles –recordarnos– que les creemos, y con amor, mucho amor, que es lo que nos insuflaron los actores y la actriz cuando terminaron abrazándose en círculo para consolarse y recuperarse tras el esfuerzo que supone convertirse en correa de transmisión de tanto machismo, de la semilla del mal.

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